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jueves, 8 de enero de 2009

Segundo nacimiento. Los tres niveles de la vida humana

Publicado por El Blog de X. Pikaza

Vengo hablando de un segundo nacimiento, en el entorno de la Navidad cristiana. Cada niño que nace es más que un número en la gran cadena genética, es más que un nuevo elemento del sistema: es Persona, Presencia de Dios. Éste es el milagro de la vida y de ese milagro, vinculado al Nacimiento, quiero hablar aquí, pues es la base del cristianismo. No es el hombre para el cristianismo, sino el cristianismo para el hombre, en gratuidad y vida. Por eso, al cristiano no le importa que crezcan los cristianos (al nivel de números, en línea de sistema), sino que los hombres puedan vivir y realizarse como hijos de Dios, Presencia creadora de su vida, en libertad y comunicación gratuita. Este es el don, este el milagro gozoso y sorprendente del hombre.

Introducción

Desde ese milagro original del nacimiento humano, podemos recordar los tres niveles de vida, para interpretar desde ellos la experiencia de muerte, encarnación y comunión monoteísta que define el cristianismo. Como vengo indicando estos días, ese nuevo engendramiento desborda (pero no niega) el orden anterior del nacimiento biológico (naturaleza) y de la incardinación del hombre (como un número más dentro de la gran empresa de producción y consumo) al interior del sistema económico y social, donde al final los hombres quedan dominados por la muerte.

Hemos tenido un primer nacimiento,

que se expresa en forma genética, pues somos animales, con un código vital particular (genoma humano), que nos hace saltar sobre el plano puramente biológico y nos impulsa a realizar nuestra existencia en un contexto de palabra. En ese nivel vivimos y en ese seguimos naciendo y muriendo, como vivientes encarnados, dentro de esta tierra que es nuestro planeta, al interior de un gran cosmos que hemos llamado naturaleza o principio de nacimiento, vinculado a lo divino. Por más que queramos salir de nuestro cuerpo-carne no podemos: nos hallamos inmersos dentro de un breve proceso vital, que empieza con el nacimiento y termina con la muerte.
Todos los proyectos de organización eu-genética de ese nacimiento, que quieren definir al hombre solamente con métodos científicos o técnicos, acaban siendo destructores, pues borran la Presencia del misterio y van en contra de la libertad dialogal, como hemos indicado ya (evocando una propuesta de Sloterdijk). Sin duda, las ciencias genéticas pueden y deben ayudar en un plano exterior, de condicionamientos biológicos, pero ellas resultan incapaces de «crear» al hombre, pues no es un artefacto que se pueda construir y programar técnicamente (como un PC o computadora), sino un viviente que surge en un proceso de engendramiento personal, a través de otras personas que le llaman a la vida, en gesto de comunicación y afecto por el que viene a desvelarse la Presencia suprema. En ese contexto podemos afirmar que los hombres nacemos en último término de Dios.

Nos hemos desplegado como seres racionales,

capaces de comunicarnos en un plano simbólico, creando así redes objetivas de relación familiar y social, económica y administrativa, que pueden precisarse y culminar en forma de sistema. Significativamente, la organización técnica del hombre (con sus planificaciones económicas y administrativas) se ha olvidado o ha dejado en un segundo lugar este «mundo de la vida», que se expresa de forma especial por el nacimiento y la muerte, en la enfermedad y debilidad de las personas (que acaban siendo tratadas como si fueran piezas intercambiables de un gran sistema, que sólo existiría para desplegarse y perfeccionarse a sí mismo). De esa forma, la misma racionalidad que debería estar al servicio de la vida personal humana, ha tendido a convertirse en una realidad autónoma, cerrada en sí misma, y de esa forma tiende a destruirnos.
Pues bien, si nos cerramos sólo en ese nivel de nacionalidad sistémica, como piezas de un gran todo, organizado desde fuera, destruimos nuestro ser más hondo, entregando nuestra esencia (libertad personal) en manos de algo que nosotros mismos hemos fabricado. Aquí no es posible la neutralidad: o nos abrimos a un nivel de gracia superior (de comunicación personal, en libertad) o nos destruimos a nosotros mismos. Quizá pudiéramos formularlo de otra manera: o nos dejamos transformar por el Sermón de la Montaña, que es revelación de la Presencia de Dios, o acabamos en manos de la Bestia o Diablo que vamos produciendo, de un modo engañoso, para al fin ser devorados por ella.

Nacer en gracia, por amor de los demás.

Por eso, si queremos vivir, no tenemos más remedio que retornar en gratuidad al lugar del nacimiento, es decir, al lugar y momento en que surgimos como seres personales.

Esta es nuestra tarea, este nuestro reto: retornar humildemente con nuestro inmenso saber técnico, con todas las potencialidades del sistema, al lugar más humilde del origen humano, a eso que venimos llamando el mundo de la vida y que se expresa en cada uno de los seres personales que nacen y crecen en el mundo. Si el sistema triunfara del todo, logrando imponerse desde arriba y fabricar a los hombres como artefactos, se destruiría a sí mismo, sacrificando a sus portadores, los humanos. Por eso es necesario que nos resistamos, situándonos en las raíces de la vida personal, allí donde el genoma humano se abre, en cada individuo, a la palabra y al afecto personal, a través de la palabra y afecto que le ofrecen los restantes seres personales.
En ese aspecto venimos suponiendo que cada nacimiento humano es una Creación y, aún más, un momento de la Generación divina. Llegados aquí, podemos afirmar que los hombres y mujeres no nacen simplemente del proceso genético, ni surgen por creación divina, de la nada, sino que brotan del mismo Dios, son “engendrados, no creados”, como la iglesia afirma en su Credo al hablar de Jesucristo. Este engendramiento en debilidad de amor constituye la señal suprema de la presencia poderosa de Dios en nuestra vida. Sólo aquí donde afirmamos nuestro nacimiento divino podemos hablar de resurrección, es decir, de culminación pascual de nuestra vida.

Conclusión

Muerte y nacimiento aparecen de esta forma vinculados, como dos momentos esenciales del mismo proceso humano, desbordando el nivel del puro engendramiento biológico, superando el plano del sistema. En sentido estricto, los restantes vivientes y animales no nacen ni mueren, pues carecen de autonomía y no son más que partes o momentos de un único proceso genético. Sólo los hombres nacen de verdad, como Presencia personal, brotando de la Vida de Dios a través de la vida y amor de unos padres (de un entorno social, de una iglesia). Sólo ellos pueden morir realmente, pues de verdad han nacido. En este fondo descubrimos con Jesús que la muerte de aquellos que van dando la vida por los otros es muerte pascual, es principio de nuevo nacimiento.
De esa forma se vinculan nacimiento y muerte, pero de tal manera que la muerte no es un simple retorno al nacimiento o principio de nuestra realidad, sino culminación de un proceso de engendramiento por el cual nos hemos introducido, de un modo personal, en la Vida que es Dios. A través de la muerte no volvemos al lugar del nacimiento, como si nada hubiera pasado; no podemos olvidar lo que hemos hecho, ni abandonar las experiencias que hemos forjado en el camino de la historia. La muerte del creyente no es un simple retorno, sino ratificación del camino realizado en Dios. Por la muerte llegamos a ser lo que somos: Hemos nacido en Dios y en Dios podemos culminar, alcanzando así nuestra existencia verdadera, en relación con los demás.

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