En estos domingos la liturgia presenta en el Evangelio el relato de varias curaciones realizadas por Cristo. El domingo pasado, el leproso; hoy un paralítico, al que cuatro personas llevan en una camilla a la presencia de Jesús, que, al ver su fe, dice al paralítico: "Hijo, tus pecados quedan perdonados" (Mc 2, 5). Al obrar así, muestra que quiere sanar, ante todo, el espíritu. El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado impide moverse libremente, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí.
En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: "Tus pecados quedan perdonados", y sólo después, para demostrar la autoridad que le confirió Dios de perdonar los pecados, añade: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Mc 2, 11), y lo sana completamente. El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios, que Cristo vino a darle, para que, sanado en el corazón, toda su existencia pueda renovarse (cf. Benedicto XVI, Ángelus, 19-II-2006).
El pecado es una ofensa a Dios. El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. El pecado es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal. Por esta exaltación orgullosa de uno mismo, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf. Catecismo, 1850).
En la primera lectura Isaías nos muestra como Dios conoce y está molesto por el pecado de su pueblo. Pero no acepta que la historia de Israel sea historia del pecado. Por ello, decide renovar el espíritu de su pueblo, formar un pueblo nuevo que, purificado, “cantará las alabanzas de Dios”.
En la segunda lectura, San Pablo presenta a Jesús como el cumplimiento de todas las promesas. Jesús es el amén, el sí definitivo de la reconciliación universal entre los hombres y Dios.
En el evangelio podemos contemplar la escena de la curación del paralítico. En este milagro se unen perfectamente la curación con el perdón de los pecados. Los hombres resaltan siempre en primer lugar el dolor, pero para Jesús lo más importante es el pecado.
Jesús se arroga el poder divino de perdonar los pecados. Los maestros de la ley se escandalizan, pensando en su interior que sólo Dios puede perdonar los pecados. Su razonamiento es perfecto, pero su conclusión es ciega y precipitada. Si Jesús puede perdonar los pecados es porque Él es Dios, es el Mesías, el Salvador. Ante su ceguera, Jesús quiere ofrecerles una prueba indiscutible: pone en pie al paralítico. El perdón y la curación revelan el poder divino de Jesús. Ambos gestos quieren ser signo de la salvación completa, en cuerpo y alma, a la que el hombre está destinado.
Nuestra naturaleza enferma, herida por el pecado, exige ser sanada; encerrados en las tinieblas, necesitamos que nos llegue la luz; estando cautivos de nuestro egoísmo, necesitamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. Por eso, confesamos en el Credo que Jesucristo “por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.
En la persona de Jesús, Dios se ha manifestado compasivo hacia el hombre pecador y desvalido, y, reconciliándolo consigo, ha inaugurado ya el proceso de la plena curación para la humanidad y para el mundo.
Cristo ha transmitido a su Iglesia el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 23; 1 Co 5, 18). Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.
¡Ánimo! ¡Acércate al Señor que te ama con locura! ¡No tengas miedo a reconocer tus pecados, tu enfermedad! ¡Ponte en las manos del único que puede curarte! ¡Deja que la luz de Cristo y su amor inunden tu corazón, y experimentarás la salvación de Dios!
Revisa tu vida, reconociendo con humildad tus pecados, y ponte en las manos del Señor. ¡Confía en Él! ¡Acércate a la reconciliación en el sacramento de la Penitencia!
En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: "Tus pecados quedan perdonados", y sólo después, para demostrar la autoridad que le confirió Dios de perdonar los pecados, añade: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Mc 2, 11), y lo sana completamente. El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios, que Cristo vino a darle, para que, sanado en el corazón, toda su existencia pueda renovarse (cf. Benedicto XVI, Ángelus, 19-II-2006).
El pecado es una ofensa a Dios. El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. El pecado es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal. Por esta exaltación orgullosa de uno mismo, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf. Catecismo, 1850).
En la primera lectura Isaías nos muestra como Dios conoce y está molesto por el pecado de su pueblo. Pero no acepta que la historia de Israel sea historia del pecado. Por ello, decide renovar el espíritu de su pueblo, formar un pueblo nuevo que, purificado, “cantará las alabanzas de Dios”.
En la segunda lectura, San Pablo presenta a Jesús como el cumplimiento de todas las promesas. Jesús es el amén, el sí definitivo de la reconciliación universal entre los hombres y Dios.
En el evangelio podemos contemplar la escena de la curación del paralítico. En este milagro se unen perfectamente la curación con el perdón de los pecados. Los hombres resaltan siempre en primer lugar el dolor, pero para Jesús lo más importante es el pecado.
Jesús se arroga el poder divino de perdonar los pecados. Los maestros de la ley se escandalizan, pensando en su interior que sólo Dios puede perdonar los pecados. Su razonamiento es perfecto, pero su conclusión es ciega y precipitada. Si Jesús puede perdonar los pecados es porque Él es Dios, es el Mesías, el Salvador. Ante su ceguera, Jesús quiere ofrecerles una prueba indiscutible: pone en pie al paralítico. El perdón y la curación revelan el poder divino de Jesús. Ambos gestos quieren ser signo de la salvación completa, en cuerpo y alma, a la que el hombre está destinado.
Nuestra naturaleza enferma, herida por el pecado, exige ser sanada; encerrados en las tinieblas, necesitamos que nos llegue la luz; estando cautivos de nuestro egoísmo, necesitamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. Por eso, confesamos en el Credo que Jesucristo “por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.
En la persona de Jesús, Dios se ha manifestado compasivo hacia el hombre pecador y desvalido, y, reconciliándolo consigo, ha inaugurado ya el proceso de la plena curación para la humanidad y para el mundo.
Cristo ha transmitido a su Iglesia el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 23; 1 Co 5, 18). Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.
¡Ánimo! ¡Acércate al Señor que te ama con locura! ¡No tengas miedo a reconocer tus pecados, tu enfermedad! ¡Ponte en las manos del único que puede curarte! ¡Deja que la luz de Cristo y su amor inunden tu corazón, y experimentarás la salvación de Dios!
Compromiso semanal
Revisa tu vida, reconociendo con humildad tus pecados, y ponte en las manos del Señor. ¡Confía en Él! ¡Acércate a la reconciliación en el sacramento de la Penitencia!
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