El Evangelio de hoy es una parte del diálogo de Jesús con Nicodemo. Este magistrado judío que fue a entrevistarse con Jesús de noche debería ser conocido por todos los cristianos, porque él con su actitud y su conversación llevó a Jesús a pronunciar palabras de gran importancia que cada uno de nosotros, en la intimidad de la oración, querría escuchar también de labios del mismo Jesús. ¿Quién es entonces Nicodemo y qué vio Jesús en él para considerarlo merecedor de esas palabras de revelación?
Para responder a esta pregunta lo más importante no es la presentación que hace de él el evangelista: "Un fariseo, magistrado judío, llamado Nicodemo" (Jn 3,1). Lo más importante son las palabras con que el mismo Nicodemo se presenta a Jesús explicando el motivo de su visita: "Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar los signos que tú realizas, si Dios no está con él" (Jn 1,2). El encuentro de Jesús con Nicodemo tiene lugar en Jerusalén y hasta aquí el Evangelio nos ha relatado un solo signo y éste ocurrido en Caná de Galilea: la conversión del agua en vino. ¿Qué signos vio entonces Nicodemo? Vio algunos de los tantos signos que el evangelista dice que Jesús realizó en presencia de sus discípulos y que no están escritos en este libro (cf. Jn 20,30). Sabemos que en este primer viaje a Jerusalén Jesús realizó signos, por-que el evangelista nos informa “creyeron muchos en su Nombre al ver los signos que realizaba" (Jn 2,23).
Nicodemo es uno de los que creyó. Por eso adquiere la convicción de que Jesús es "un maestro que viene de Dios y que Dios está con él". La conclusión de Nicodemo nos recuerda la del ciego de nacimiento a quien Jesús devolvió la vista: "Si éste –dice, refiriendose a Jesús- no viniera de Dios, no podría hacer nada" (Jn 9,33). Ya se ha abierto a la fe; pero todavía le falta el paso definitivo. Jesús se lo concede: "'¿Crees tú en el Hijo del hombre?'. Él respondió: '¿Y quién es, Señor, para que crea en él?'. Jesús le dijo: 'Lo has visto; el que está hablando contigo, ése es'. Él entonces dijo: 'Creo, Señor'. Y se postró ante él" (Jn 9,35-38). Revelación admirable que le fue concedida en recompensa de su testimonio. También a Nicodemo se le revela-rán cosas admirables.
En este diálogo con Nicodemo Jesús usa por primera vez la expresión "vida eterna". La usa sin previa explicación: "Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna". Con la expresión "Hijo del hombre" Jesús habla de sí mismo. En efecto, en la frase anterior da la razón a Nicodemo afirmando su origen celestial: "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo: el Hijo del hombre" (Jn 3,13). Éste es Jesús. Antes de decir en qué consiste la vida eterna, Jesús revela a Nicodemo cómo se adquiere. La vida eterna no se obtiene, sino "en él", en el Hijo del hombre, es decir, en Jesús. Pero esto, a una doble condición: Jesús tiene que ser levantado, y es necesario creer.
Ante la perplejidad de Nicodemo, Jesús le aclara diciendole algo asombroso, que nunca vamos a acabar de comprender en toda su extensión: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna". ¿Quién puede comprender la magnitud de ese "tanto amó" que tiene a Dios como sujeto y al mundo como objeto? Si lo comprendieramos, nadie en el mundo ofendería más a Dios; todos preferiríamos morir antes que defraudar semejante amor. La medida de ese amor de Dios al mundo es la entrega del Hijo único. Ante la disyuntiva de que perezca el mundo o que perezca su Hijo único, Dios optó por que pereciera su Hijo único, con tal de que no perezca el mundo.
Se nos aclara más en qué consiste la vida eterna: es la vida de la cual goza el Hijo único de Dios y que él, pereciendo en la cruz y luego resucitando –todo esto quiere decir “elevado”-, comunica al mundo para que el mundo no perezca. Este don magnífico, que es prueba del amor inmenso de Dios, no se impone; es necesario acogerlo, es necesario creer en el Hijo único de Dios. Dios entrega a su Hijo "para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna".
Sin embargo, ocurre lo increíble: que los hombres no creen en él y, por tanto, perecen. Jesús no vino a condenar al mundo; muy por el contrario, vino para que el mundo se salve. Pero "el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios". Nadie lo condena, él mismo se pone en estado de condenación porque no acoge la salvación. Jesús lo dice con profunda tristeza por medio de una comparación: "La condenación está en que vino la luz el mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz". Es una decisión de los hombres, no de Dios. Alguien podría objetar que nadie ama más las tinieblas que la luz. Jesús responde: "amaron las tinieblas porque sus obras eran malas". Y sigue explicando: "Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras". El que obra el mal ama las tinieblas, no quiere estar "en Jesús" y rechaza la vida eterna; su destino es la muerte. Vino la vida al mundo y los hombres amaron más la muerte que la vida. Esto es lo que hay en el fondo cuando sus obras son malas. En cambio, concluye Jesús, "el que obra la verdad va a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios".
El primer paso de nuestro camino cuaresmal debe ser verificar que todas nuestras obras estén hechas según Dios. De esta manera podremos estar en la luz que es Cristo y gozar de la vida eterna que él nos comunica.
Para responder a esta pregunta lo más importante no es la presentación que hace de él el evangelista: "Un fariseo, magistrado judío, llamado Nicodemo" (Jn 3,1). Lo más importante son las palabras con que el mismo Nicodemo se presenta a Jesús explicando el motivo de su visita: "Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar los signos que tú realizas, si Dios no está con él" (Jn 1,2). El encuentro de Jesús con Nicodemo tiene lugar en Jerusalén y hasta aquí el Evangelio nos ha relatado un solo signo y éste ocurrido en Caná de Galilea: la conversión del agua en vino. ¿Qué signos vio entonces Nicodemo? Vio algunos de los tantos signos que el evangelista dice que Jesús realizó en presencia de sus discípulos y que no están escritos en este libro (cf. Jn 20,30). Sabemos que en este primer viaje a Jerusalén Jesús realizó signos, por-que el evangelista nos informa “creyeron muchos en su Nombre al ver los signos que realizaba" (Jn 2,23).
Nicodemo es uno de los que creyó. Por eso adquiere la convicción de que Jesús es "un maestro que viene de Dios y que Dios está con él". La conclusión de Nicodemo nos recuerda la del ciego de nacimiento a quien Jesús devolvió la vista: "Si éste –dice, refiriendose a Jesús- no viniera de Dios, no podría hacer nada" (Jn 9,33). Ya se ha abierto a la fe; pero todavía le falta el paso definitivo. Jesús se lo concede: "'¿Crees tú en el Hijo del hombre?'. Él respondió: '¿Y quién es, Señor, para que crea en él?'. Jesús le dijo: 'Lo has visto; el que está hablando contigo, ése es'. Él entonces dijo: 'Creo, Señor'. Y se postró ante él" (Jn 9,35-38). Revelación admirable que le fue concedida en recompensa de su testimonio. También a Nicodemo se le revela-rán cosas admirables.
En este diálogo con Nicodemo Jesús usa por primera vez la expresión "vida eterna". La usa sin previa explicación: "Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna". Con la expresión "Hijo del hombre" Jesús habla de sí mismo. En efecto, en la frase anterior da la razón a Nicodemo afirmando su origen celestial: "Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo: el Hijo del hombre" (Jn 3,13). Éste es Jesús. Antes de decir en qué consiste la vida eterna, Jesús revela a Nicodemo cómo se adquiere. La vida eterna no se obtiene, sino "en él", en el Hijo del hombre, es decir, en Jesús. Pero esto, a una doble condición: Jesús tiene que ser levantado, y es necesario creer.
Ante la perplejidad de Nicodemo, Jesús le aclara diciendole algo asombroso, que nunca vamos a acabar de comprender en toda su extensión: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna". ¿Quién puede comprender la magnitud de ese "tanto amó" que tiene a Dios como sujeto y al mundo como objeto? Si lo comprendieramos, nadie en el mundo ofendería más a Dios; todos preferiríamos morir antes que defraudar semejante amor. La medida de ese amor de Dios al mundo es la entrega del Hijo único. Ante la disyuntiva de que perezca el mundo o que perezca su Hijo único, Dios optó por que pereciera su Hijo único, con tal de que no perezca el mundo.
Se nos aclara más en qué consiste la vida eterna: es la vida de la cual goza el Hijo único de Dios y que él, pereciendo en la cruz y luego resucitando –todo esto quiere decir “elevado”-, comunica al mundo para que el mundo no perezca. Este don magnífico, que es prueba del amor inmenso de Dios, no se impone; es necesario acogerlo, es necesario creer en el Hijo único de Dios. Dios entrega a su Hijo "para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna".
Sin embargo, ocurre lo increíble: que los hombres no creen en él y, por tanto, perecen. Jesús no vino a condenar al mundo; muy por el contrario, vino para que el mundo se salve. Pero "el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios". Nadie lo condena, él mismo se pone en estado de condenación porque no acoge la salvación. Jesús lo dice con profunda tristeza por medio de una comparación: "La condenación está en que vino la luz el mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz". Es una decisión de los hombres, no de Dios. Alguien podría objetar que nadie ama más las tinieblas que la luz. Jesús responde: "amaron las tinieblas porque sus obras eran malas". Y sigue explicando: "Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras". El que obra el mal ama las tinieblas, no quiere estar "en Jesús" y rechaza la vida eterna; su destino es la muerte. Vino la vida al mundo y los hombres amaron más la muerte que la vida. Esto es lo que hay en el fondo cuando sus obras son malas. En cambio, concluye Jesús, "el que obra la verdad va a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios".
El primer paso de nuestro camino cuaresmal debe ser verificar que todas nuestras obras estén hechas según Dios. De esta manera podremos estar en la luz que es Cristo y gozar de la vida eterna que él nos comunica.
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