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viernes, 20 de marzo de 2009

La calle de ese nombre – AMARGURA: “Vía Crucis de ayer y de hoy”

Escrito por Venerable Manuel Lozano Garrido “Lolo”
Periodista y escritor, inválido y ciego

“Cartas con la Señal de la cruz” (1967)

Una calle. La de entonces dicen que era estrecha, de casas bajitas y próximas, circulada por hombres de barbas grises y piel de pergamino. Image

En todos los tiempos, ahora y siempre, existe una calle. La de hoy, la nuestra, tiene escaparates que exponen camisas inarrugables o televisores y, a la noche, el neón les da un mágico resplandor de vivos colores. Por esta calle nuestra, del pueblo o la ciudad, van los empleados, las gentes de «Cadillac» y los chicos «ye-yé». ¡Ellos! ¡Nosotros! y la cinta urba­na se funden en el mismo afán del tiempo, como los hombres y las calles de otras épocas vivían idéntico tráfico y preocupaciones.

Sobre todas las calles pasan sus hombres, distin­tos, pero también el Único, que siempre es el mismo, aunque su naturaleza tenga sustancia de Dios. La prisa con que nos movemos, las facturas, el problema, la situación moral o el tipo de angustia que nos abru­ma circulando, los lleva Él sobre los hombros, con una absoluta pesadumbre.

Nuestras calles se llaman también de la Amargu­ra, por las que vienen a rezumar nuestros corazones pero, más aún, por la generosa rebatiña que hace Cris­to para aligerarnos el corazón y que vivamos siempre en la alegría y la esperanza.

Por eso caminar sobre los viejos y actuales pasos de Jesús es ponerse a rodar por rutas de promesa, con la fuerza que viene de Él, acelerándonos el corazón. Vamos, amigos, a repasar la antigua calle de la Amargura con humildad y el corazón amorosamente encogido, como una esponja que quiere sorber todo el jugo redentor que Cristo fue escanciando sobre el pavimento.

I.- CONDENADO A MUERTE

Dicen que los amados de los dioses mueren jóve­nes, pero morir joven, ¿es un privilegio?

Joven-joven, como se muere es alegremente por­que la experiencia aún no pudo salpicarnos la frente con gotas de tinta. Al chico que termina el bachiller le va a reventar la cabeza gloriosamente de ensueños e ilusiones: la carrera, esa chica que le gusta, o todo un mundo bello servido en bandeja y el restallar imprevisto de los músculos le ahorran la contunden­cia de la muerte.

Los viejos viven y aman serenamente la espera de la muerte porque la vida ancha le puso al fin unas rosas en sus cicatrices.

Ni niño ni viejo, quien verdaderamente echa sus raíces en el mundo y la muerte le hace gajos el cora­zón, si viene, es el joven entero y maduro. Las colum­nas sociales son los hombres de treinta y tres años.



Treinta y tres tenía El y aquella mañana era tam­bién de primavera. Que te digan a ti, hermano, que juegas al fútbol y de un puñetazo puedes hacer que boten los tinteros, que quizá esta noche ya no te quitarás la corbata porque un «Pegaso» te ha de salir de pronto en una curva y chocaréis como nueces. Mas no te crispes, compañero, que ahora contigo eso es tan sólo un decir.



Sano, e intocable para los gusanos…, Él; ilusiona­do. Él, que soñaba con ensanchar un grandioso men­saje por todos los lugares de la tierra. Primavera, la de entonces, con la luna redonda vista salir la noche antes desde la frescura de un huerto. Sol, flores, fies­ta… y tenerse que morir irremediablemente a hora fija. ¡Si al menos le matasen bajo techo! Pero no: a la hora del almuerzo, encaramado en un altozano y vien­do azulear tranquilamente el humo jubiloso de chime­neas y dorarse la campiña, los montes y la dulce leja­nía. ¡Qué bonita es la vida, Jesús, y qué pena tam­bién que a Ti te la hagan ahora tijeretas! La mía, ¡puaf! lo que vale; aunque quisiese retenerla con garras de aguilucho. Al fin y al cabo uno sabe que tiene ya su cita, aunque el aviso se demore y llegue con canas y bastón, pero Tú que, de no nacer, ¡se nos hubiera descompuesto la arquitectura del Uni­verso!



Mira, Jesús: si yo fuese Tú, a lo mejor me ponía y perdonaba el beso de Judas, los latigazos, la corona de espinas y los agujeros en pies y manos, ¿pero la muerte? Y esa muerte del Dios que vive dentro de tu cuerpo de Nazareno! Vomita un borracho sobre tu nombre o blasfema un carretero y no te ofende tanto como ese veredicto. Pero, ¿qué has podido hacer, tan grave, al margen de dar vista a los ciegos o multiplicar el copo e las barcas? Jamás diste a nadie un puñetazo y tampoco acosabas a los clientes de tu padre con recibos de composturas y hay que ver la furia y el odio de todos por Ti. Te hace mal el cobarde y se lava después en silencio, notándose la mancha. ¡Y hasta de los pequeñazos, ésos a los que Tú llamabas “bienaventurados”, dicen que tu sangre llegue sobre sus cabezas!

Pero Señor ¿de qué me asusto si el eco de mis culpas repite idéntica palabra de injusticia?




II CARGA CON LA CRUZ


Sea lo que sea lo que esta gente piense de Ti, lo seguro es que Tú eres de oficio carpintero. Una cruz en tu vida, ya ves, apenas si es nada: dos travesaños y no más de cinco puntas. Cuando en enero talaban los montes y a la puerta de tu casa venía a parar una carreta, para abasteceros de madera en el trabajo, Tú salías, arrimabas el hombro y te ibas cargando poco a poco, todos y cada uno de los chopos y casta­ños truncados.



Esta de ahora es también de palo corriente y mo­liente y, a la vez, de roca, de hierro, de mármol y muchas cosas unidas. Las yuntas de todos los labrie­gos y los forzudos de los circos no la harían avanzar ni una sola pulgada, de lo grave y contundente que es. Tan fresca y olorosa todavía, tan casi chica, si se compara con los troncos que ahora se arrancan del monte para hacerlos traviesas, es un compacto de duros corazones que, en vez de latidos, dan marti­llazos a zancadillas, calumnias, envidias, pasiones, codicia y rapiña. Ese árbol que muere lo echas en una báscula y le saltan las agujas. Tan pequeño su círculo, que se parece al de una rueda de carrito de albañil, pero a horcajadas en él estamos, yo el prime­ro; mi pariente después; un socio, el vecino, el mag­nate, la chica guapa o fea, el marqués, un guardavías y hasta una madre, un niño, un viejo…, todos los por­dioseros y el «acabóse» de los hombres: todos en borriquito sobre El.



La calle que ahora va a cruzar Jesús, o parecida, la tuvo que pasar muchísimas tardes anteriores con un palo al hombro y una caja de herramientas. No caían en él, porque un hombre de faena no llama la atención. A su vez el mozo era fuerte y nunca se paraba a descansar.



Pero, en cambio, ¿por qué le esperan hoy y le cubren la calle alargando su dedo mientras cuchi­chean ?

Si resiste, nos resiste; si se hunde, es nuestra envidia la que le alcanza. Se encorva, se encorva y, en el eje de sus espaldas, está nuestro gallo, pico­teándole el corazón. ¡Lástima, lástima!, que decimos; y aquel transeúnte al que yo le di un esportón de voces, o las culebras que suelto hablando de un ami­go, aquí, en El, enroscadas a sus pies y haciéndole que trastabille a cada paso.



Tan cargado y herido, así no salgas, Cristo, ya te lo he dicho, que vas a la rechifla. Tú sí que sabrás lo bueno y fuerte que eres, pero mi vida es un libro de hojas muy negras que dice también sus oscuras verdades.



Pero ¿es que no me haces caso? Fuera, ya estás en medio de la calle, avanzando duramente, como si tuvieses que roturar una jungla apelmazada de pasiones.



Adelantas muy poco, otro poco, casi nada, pero adelantas. La punta de la calle de la Amargura es tan negra como la mismísima e hiriente amargura, pero en medio de ella tiene un roto de esperanza que ha abierto su ilusión.



¡Carpintero, carpintero! : qué vulgar te repites ahora por la calle y qué singularmente, en cambio, nos cruzas el sendero del corazón a cada uno...




III PRIMERA CAÍDA

¡Si te lo dije! ¡Mira que Tú, sabiéndolo! Por­que no me digas que Tú no eres capaz de decir en miligramos, como los boticarios, lo que pesa cada una de las cosas del mundo y todo el Universo con­junto. Nosotros sabemos por la radio que un «Saturno» se lanza con tantas toneladas y ¿Tú vas a inhibirte de lo que supone la negra resaca de los hombres? Un submarino revienta en el fondo de los mares del peso tremendo de las aguas y Tú, tan pobre en la carne nuestra que ahora habitas, vas a crujir esta mañana como la cáscara de caracol que se pisa. ¡Qué grande y lejana la Luna, vista con telescopio, y Venus o Marte, y así y todo los tienes a tus espaldas! Como también a los hombres: uno, otro encima, el otro más arriba, como los «Xiquéts» que arman sus torres humanas. Si te digo la verdad, no te quiero ver, por­que temo de un minuto a otro que revientes, como la pompa de un chicle; y me da escalofrío! ¡Aguarda y no salgas, que aún hay tiempo!, y a ver si pode­mos arreglarlo.

Y además, ¡salir tan solo! Y si no, fíjate: a ver si no vas como la madre de San Pedro, solito, único, con tu palo al hombro. Si esto lo ve uno venir y lo que hace es pedirle una ayuda a los amigos, pero Tú ni caes en eso. ¿Es que no tienes confianza?



—«¿Qué quieres que te responda para que lo entendáis desde vuestro pobre ojo de cerradura? ¿Qué se dice humanamente con los labios restrega­dos por la tierra y sintiendo el rechinar de arenilla en los dientes? El suelo está tan cerca de mis ojos como se pone un libro un viejo con miopía. Y así veo también el fruto de cada hombre lo mismo que las letras de periódicos, contempladas con lupa. Te noto a ti y veo que así eres, y a ése, a aquél y al otro. ¿De qué color? ¿Os lo digo? Mas ¿para qué? Como este sabor es fango, es sólo para mí; ya no os preocu­péis. Si amasasteis tanto tendrá que salpicarme espe­samente, pero si consigo que se acabe es lo que importa y a mí no me hace falta mirarme; porque tened seguro que he de guardarme la vergüenza de todas estas iniquidades, sin echarlas en cara; entre tanto, fijaos en vuestras manos y a ver si no os lucen ya como los copos de nieve. Esto es lo bueno y basta, que Yo me quedo con toda la pesadumbre. Tenía que caer por todos los caídos, y a solas, para pagar Yo únicamente las facturas de todos. No quise dejar restos, para que luego no os comieran los nuevos inte­reses. Estas cosas se hacen de una vez o se dejan.



A los treinta y tres años Yo caigo, y a todos los «Xíquéts» que tú dices, de menos de esa edad, me acercaré ya todas las mañanas para ponerles mis manos debajo de las axilas y auparles del suelo hasta que den con la frente en las estrellas. Mi primera caída…; ésa ha sido imponente porque da escalofríos el trompicón de la juventud. ¿A quién no irrita que echen a perder el sol, las flores y el gozo de una primavera? Parecen jóvenes, figuran como jóvenes, pero una telaraña invisible les da realmente arrugas de viejos por el pecado. Desde aquí acaba todo lo oscuro y ajado de la juventud. De nuevo vuelve a ser primavera inconmovible. Reíd, pequeños; cantad, muchachos; y gorjead también los que ya tocáis con los dedos las rosas del destino, porque el camino está libre de matorrales y aromado de dulces esperanzas, desde que Yo he pasado por las calles del mundo desbrozando las hierbas del mar. Me caigo y arrastro las piedras, las desesperaciones, los remordimientos, los delitos y las sentencias. Una lluvia de alas, de aromas, de luces y de vientos tendréis ya siempre en torno de vosotros, como un milagroso «Sirimiri». Ahora sí que, de verdad, poseéis esperanza, posibili­dades de amor, alegría e ilusiones. Ya sí que sois primavera, eterna primavera de esta tarde de Nisán, en la que yo florezco al sol de mediodía





IV ENCUENTRA A SU MADRE

Una madre ¿qué es? Yo no sé ni cómo lo diría. Pongamos, por ejemplo, que una cosa redonda, aun­que no del todo, sino dejándole abierto algún lugar como el agua; para darse, esto es lo que importa: una gruta, algún nido, la tarde, el cuenco de las manos, un valle con chopos y su río, la pileta de un manantial, un búcaro, la vasija de una lámpara de aceite y tantas cosas más-..

Lo fundamental, ya digo, es que tenga su inti­midad alabeada. ¿Que por qué? ¡Oh!, no es capri­cho; lo digo porque nuestra frente es redonda y redondo nuestro corazón, de un redondo que encaja en el suyo. Corazón y frente —angustias y preocupa­ciones— ajustan en esa dulce concavidad y, a lo que se nota, le llamamos consuelo.

Un hombre cualquiera tiene a cuestas muchos encontronazos en el «Metro», regañinas de su jefe o los desprecios de algún amigo, pero recuerdos de ver­dad -ésos que se estampan como un hierro al rojo- ninguno como el de aquel momento en que, apo­yando la frente sobre el pecho de su madre, notó como sí le crecieran dentro, súbitamente, dos alas de pájaro,

En cualquier esquina de esta calle de Jerusalén espera una madre. Si yo me caigo de la bicicleta y me rompo la tibia lo primero que digo en seguida es «que no se lo cuenten a mi madre todavía. Cuando me curen, voy, y se lo digo yo mismo y así no se asusta».

A este hijo tan único, tan bondadoso y dulce, Ella pudo verle a la salida del Huerto, antes de que le apalearan; en el momento, incluso, de cargar con la Cruz, escalonando así el conocimiento de su trage­dia. Pero no; por la calle rueda aún el eco del tronco que se derriba sobre el suelo y al Hijo condenado le tiemblan aún las piernas del reciente batacazo. Le va a mirar ahora y lo primero que ha de ver es la arena de la calle hecha un espeso amasijo con la san­gre, el sudor y los esputos en sus mejillas.

—«Bien— dirá Ella—, no me importa este dolor si le puedo consolar en mi regazo. ¡Ven, Ángel mío, que yo limpiaré tus heridas, mientras te voy diciendo ‘Pupita sana’, así como de niño! ».

A Jesús la calle de la Amargura, tan estrecha y tan corta, le ha parecido de pronto tan inacabable y dura como un «marathón». ¿Qué te pasa en los píes, Nazareno, que los arrastras como si fuesen saquillos terreros? Si estás sobre el suelo como si bruscamente hubieras echado unas añosas raíces!

—-“¡Qué me va a pasar! Ponte y recuerda todas las señales de división que existen en el mundo; una zanja, las bardas de los corrales, el cierre de los pasos a nivel, las aduanas, la muralla de China, las rejas de Sing-Sing, el muro de Berlín y, en este momento, los cruzas delante de Mi, entre Ella y Yo. No han de verse aquí ninguno porque el odio o el destino no se palpan. Pero a ver quién puede separar tan radi­calmente a una madre y un hijo como la bajeza de los hombres y las enormes circunstancias que hay que arrastrar por ello”.



—«Apañáoslas como podáis», decís vosotros. Cuando se os nombra concejal tenéis empeño en ponerle unos bancos al paseo de la ciudad y no os lo agradecen, pero toda la pesadumbre del mundo no justifica escabullirse de la amorosa misión de alcanzarles a los hombres la salvación definitiva. ¡Qué a gusto se habría de estar en Nazaret ganándose un jornal sin que nadie caiga en uno y dejándose querer por la Madre más madre, ésa que tiene un corazón más grande que la Catedral de Burgos! y, con todo, ya veis: hube de salir al desierto, trotar por los cami­nos, entrar en las plazas, dormir en cualquier parte, comer de las espigas del camino, velar bajo los árbo­les y serpentear senderos tan duros como éste.



«Si eres joven vas y le cuentas las cosas a tu padre o respiras compartiendo los problemas con la novia; si casado, tu mujer es tu paño de lágrimas; incluso los solitarios tenéis un amigo o, al menos, una mesita de noche sobre la que reclinar la cabeza. ¿Te acuerdas de Herodes? Yo dije de él un día que era una raposa, por su vida vidriosa. Bien, pues a las raposas, tan dañinas, tan crueles y todo, les llega la noche y saben que en algún lugar de la montaña hay un cubil con algo de tibieza. Esta vida mía que hoy cruza por la calle de un pueblo tiene aún menos privi­legio que las alimañas. De ser de plomo o de hierro mí cabeza no gravitaría tanto hacia el suelo como esta dureza que me ponen en el pensamiento los corazo­nes petrificados de los hombres. Una mano no me la puedo llevar ahora a la frente y ni siquiera me dejan tampoco una esquina en que apoyarme. Aun­que por milagro se levantasen todas las barreras que tengo delante de la cara no me reclinaría en esta hora sobre el hombro de mi madre, porque mi congoja es para vosotros como una avellana bajo una apisonadora y al descubrirla notaría de golpe a cualquiera que no fuese el mismo Dios. ¡Ya veis si lo deseo que todo eso del ciervo sediento o el suplicio de Tántalo son galletitas «Fry Craker» para el hambre de ternura que tengo Yo! Y, con todo, si desde ahora no debo ya hacer ni el más pequeño uso de un milagro en el duro camino del Gólgota, de buena gana me haría invisible para cruzar delante de Ella y así no notara esta cara mía que tan desfiguradamente pasea por las calles la seña de unos desgraciados.



«Aunque sólo esté hecho de briznas y de paja dad siempre gracias por el regalo de un nido de golon­drinas en el alero de vuestro tejado, que esos nidos los ha puesto mi Padre, como una promesa y un recuerdo de la consolación que ofrece en todo tiempo».






V EL CIRINEO

—«¿Me dejas que te diga cómo te veo yo ahora desde aquí, Simón de Cirene? No es nada malo lo que voy a decir, por supuesto. Tantos años y tantas cosas de por medio y nos tienes congraciados. Ya ves, de uno de nosotros pasan treinta años y no se acuerdan ni los parientes, cuando ni más para pensar en bien. Tú, Simón, eres un hombre del campo. Las gen­tes del campo sois buenas en la mayoría, porque se pasan la vida ahondando fundamentalmente en la tie­rra y el cielo, y ya se sabe que la maldad viene de la mirada horizontal. Los hombres de la ciudad sí que somos de ese modo. Nos fijamos en el «Debe» y el «Haber» de los libros de nuestras oficinas, el tresillo del piso del vecino, los reclamos de las salas de fiestas, el disco del tranvía o la silueta de una mujer, que tenemos enfrente, sin ponernos a caer en la sentencia escrita en el suelo o la promesa dibu­jada en las alturas. El surco, a ti, te dará lejanamente una cosecha, pero antes ya te enseña la humilde y necesaria postura de gratitud ante el agua y la tibie­za del sol que desciende.

Aquella mañana, Simón, tus ojos estaban delicio­samente rellenos con la estampa sorprendente del trigo primero. ¿Qué te importa a ti la bullanga y la cominería de la ciudad si la cosecha se mostraba generosa y en el hogar te esperaba una olla bien oliente y, junto a ti, en la mesa, la figura de Rufo, el chico que había sacado tus mismos ojos y el corte de tu cara?

El barullo te llegaba de lejos. Oíste sus gritos y en seguida pensaste que siempre era bueno eso de hacerse a un lado y dejar a la gente con andanzas y líos.

Déjame que te lo diga así, con sinceridad y, si quieres, hasta con crudeza: te cazaron a lazo. Lo mis­mito, lo mismito que el perrero atrapa ahora a los canes sin patentes. De este modo entraste en la peri­pecia de la Cruz verdaderamente como un forzado. No me arrugues la frente, Cirineo; que todavía no he dicho que renegaras, ni que dijeras eso tan nuestro de «Yo ¿qué tengo que ver con ese hombre?» o «¿Es que no tiene ningún pariente?». Simplemente echas­te tras aquel romano hasta que se abrió la fila y viste a aquel hombre de personalidad oscurecida por las huellas del martirio. No recuerdas si le dijiste «hola», sino que te agachaste impulsivamente y tus manos callosas izaron el enorme travesano de la Cruz.

Simón: cuando el hombre caído pudo levantar la cabeza, ¿te acuerdas del modo con que te miró? No lo vas a recordar si era como si te conectaran en los ojos una fuente de agua dulce que te iba resbalando hasta el mismo corazón!

Simón: si tú tocas a ciegas y sabes distinguir lo que es un escardillo, la hoz o el puño de un arado, dime, así, ¿el tronco aquél era un árbol cualquiera o le notaste el calor y la potencia de una savia que no fuese de la vida esta?

Simón: ¿cuánto pesaba, verdaderamente, aquel pedazo de madera que llevabais a escote entre tú y aquel Nazareno desconocido?

Simón: cuando se está dentro de un suceso tan doloroso, ¿cómo se ven las gentes a las que estamos sirviendo de espectáculo?

¡Cuántas preguntas para ti solo, el buen y sencillo hombre del campo que, como Elías, fue arrebatado de la masa de hombres vulgares para ser uncido al carro del fuego de la Pasión de un Dios! ¡Qué envi­dia de ti; nosotros, oteando el cielo desde el pobre agujerito de nuestra inteligencia, y tú, en cambio, viéndolo todo por esa puerta grande del conocimiento de Dios que es la caridad!

Que venga un municipal a mi casa, que me ponga las esposas, que me lleve hasta un piquete, lo que sea, aunque fuese a la fuerza, pero que yo también pueda arrimar los callos de mis manos, como un ali­vio, a la inmensa Cruz que pesa cada día sobre el palpitante corazón del Dios que nos ama».



VI VERÓNICA

—«Hombre y mujer, pensad lo que os digo: si fueseis de viaje y os encontrarais de pronto a un agente de comercio que ha chocado con un árbol, ¿qué haríais de no contar con la palabra?».

cirineo: «Tenemos las manos. Las mías son de acero y se puede ejercer la compasión empleando los músculos. Es la oportunidad de los hombres».

___«¿Y tú, Verónica?».

La mujer, ella, está al borde de una acera. Es fiel a la limitación y no habla. Tan sólo se mira las manos, blancas, de dedos afilados, dulcemente semiabiertos, con las palmas hacia arriba. Se oye un tambor lejano: ulula una muchedumbre, resuenan los cascos de un caballo que se acerca.

Es casi mediodía. El sol, redondo, es como una redonda rueda de afilar, con su abanico de chispas; las casitas, encaladas para la fiesta, pulen el blanco nuevo de sus fachadas.

A Verónica le gusta lo blanco, ama lo blanco, sueña y lo simboliza todo en lo blanco porque su vida es como una figura de cristal envasada de sol. Se hace con el alma de blanco, se va por primera vez al templo con dos tórtolas sin manchas y una túnica como los copos de nieve, se mira lealmente al hombre de nuestro destino y se le ve como si tuviéramos unos anteojos limpios, y nos damos a él vestidas de blanco. Hasta se puede morir rodeada de azucenas, si las fui­mos cuidando en el huerto de nuestro corazón.

Hoy Verónica está morena de río, tostada por un sol que huele a azahares. De madrugada oyó un tumulto y se fue tirando del lecho para ver por las rendijas del balcón la blanca figura del Hombre aco­rralado. Cuando se alejaron, allí, en las tinieblas, se puso a recordarlo de antes y lo vio dulce y serena­mente erguido en el monte, como un nardo que se toca de gotas de rocío. Pensando en lo que dijera se le iba quedando en el corazón una espuma de palo­mas torcaces, violetas y lirios.

Por la calle pasaron y repasaron sayones y fari­seos. Las palabras «muerte», «azotes», «crucifixión» y las risas sarcásticas le alacearon la ventana, pero a ella le sobrenadaba la casi inocencia infantil del Hombre.

La almohada la hería como la piel de un erizo. No pudo más y sus pies fueron saltando entre las tinieblas como un pichón que anda de primeras. Le­vantó la tapa del arca y un cálido vaho de manzanas le dio en las mejillas. Palpó bien poco porque se sabía la esquina de la sábana novial.

Al salir, el cielo estaba reventando de estrellas nacaradas y la brisa traía una dulce humedad de ace­quias evaporadas.

El alba, blanca le acarició la cabeza, doblada sobre el río. Sus manos y su lienzo de misión se tiñeron de espuma. Sol sobre ella, nevando sobre la sábana puesta a secar encima de una alfombra de amapolas y margaritas. Blanca, blanca la mañana. Lentamente, casi con la unción de un rito, la fue plegando y, con ella sobre su corazón, volvió por un camino escoltado de sicómoros, de cara a la ciudad, extendida como un manto.

Los reyes visten de púrpura; de blanco, las gen­tes sencillas; las ciudades, como los hombres: rojo, morado o blanco. Lo mejor, el blanco. Sí tenemos siempre puro el corazón serán también dulces y can­didas nuestras sensaciones. ¡Oh, Jerusalén! : ¿Por qué tienes tinieblas bajo el sol si te han encalado las casas en la mañana de fiesta? ¡Jerusalén oscuro, tor­cido, sinuoso, vestido de almagra en la maravillosa mañana de un único domingo infinito!

Verónica está sobre el borde de una acera y mi­rándose a las manos, blancas, dulcemente semiabiertas. Los hombres que pasan tienen sus rasgos propios, pero el odio les pone a todos una mascarilla de colores tenebrosos. Como sean, sólo dan la cara sus oscu­ras bajezas. Unos están lívidos de rencor; otros, negros de corrupción. Verónica los nota y le gustaría pinzarles el cuello y acarrearlos al río, para que se vieran y se lavaran la suciedad en la corriente del agua; mas calla. Pasa un gavilán; otro, con cara de lobo; ése, croqueando como una corneja.



Y de pronto, el Hombre sin rincones, el nardo tan gigante que tiene la cintura abrochada de estre­llas. Viste de un rojo líquido; lo visten, porque su carne sigue oliendo a nardos.

—«A ver tus ojos; quiero verle sus ojos». ¿Dónde está el tibio rubor de sus mejillas y la serena amplitud de su frente, o el dulce murmullo de sus labios?

Maña­na esta de Viernes, ¡de tan contradictorias mascari­llas! ¡Nosotros…, bueno; pero El, siempre tan directo de verdad de expresión! Ahora lo recuerdo: «no es lo que viene de fuera lo que nos ensucia, sino lo que sale del corazón», le escuchó un día. Dolerán los latigazos, pero ¿qué herida no tendrá El, que tan­to hablaba de la mirada limpia y hasta exigía arran­carse los ojos turbios? Ayudarle se le ayudaría qui­tándole la Cruz de los hombros, pero la única y verdadera compasión sería aquí romper el sello de su cara mancillada y que estallase su gracia abierta en las mejillas, como un amanecer.



Ahíto de sol, el lienzo de Verónica se agita y se abre con apresuramiento de palomas alborotadas.



Pero ¿dónde vas, mujer, entre tantos hombres con manos de cuervo?



Se acerca, se acerca y, de pronto, la cara de Jesús se esponja a la caricia del lienzo y todo se hace momentáneo.



Por la calle, ahora, se aleja el tambor, el ulular de la muchedumbre y los cascos del caballo. Sólo Verónica permanece sobre la acera como la gaviota que tiembla en húmeda ternura al prodigio de las manos que se le convierten en relicarios. Aunque no viese la imagen en las fibras del lino, su latido está allí mismo, cálido, dulce, doloroso.



Con este lienzo lo que Verónica va a hacer es una bandera. Cortará una rama de pino o lo que sea y se subirá al terrado más alto para que los hombres la vean escandalosamente limpia, como un recorda­torio de lo que deben y tienen que ser los hombres, los pueblos y la vida. Te pongas el traje que te pongas, actúen o no los barrenderos, tú, hombre, mira transparente al empleado de una ventanilla, al cobrador del sastre, a la mujer que te cruzas por la acera o al vecino que te carga, y piensa y decide con la misma virginidad. El corazón, sencillo; tu ojo, humilde; tu palabra, leve y rumorosa como un arroyo; tus manos, como una rosaleda creada por el viento. Irás así por la calle y notarás semáforos o anuncios luminosos, pero la plaza del pueblo, la gran avenida, los hombres que firman en el libro de registro y los que montan los ascensores sentirán que a lo largo del día se te arman iluminados, para que veas siempre con ellos el hermoso perfil estampado en el lienzo de la Verónica.



VII SEGUNDA CAIDA

Tan dura y todo como es la Cruz, Simón de Cirene se va notando en las yemas de los dedos el esfuerzo del hombre que va delante. Es lo mismo que el médico que pone las suyas en la muñeca de un enfermo y le palpa bien la fiebre y la tensión. Los millones de hormigas que recorren interiormente las piernas del Nazareno las nota Simón en las manos igual que si el leño estuviese invadido de procesionarias.

La tarde está serena; el viento, sosegado; pero un trágico e invisible huracán azota ínmisericorde esa nao a la deriva que es un cuerpo mil veces agujereado por los latigazos. Va a caer, de seguro, aunque Simón recurra a un esfuerzo de levantador de pesos. ¡Ese bolo redondo en que está tropezando la sandalia....! Ya cae, sin duda que la cosa no tiene remedio. Tu, hombre, Simón, aguanta lo que puedas, que ese palo lo aplasta de fijo...

Con los ojos cerrados, ante el espectáculo de la catástrofe, él, Simón, entiba:

«No debiéramos consentir —dice— que se pisoteara tan ignominiosamente la figura de un hom­bre porque, al fin y al cabo, en uno cualquiera está a su vez la dignidad de todos. Por eso es por lo que yo no miro y he de hacer por ayudarle».

—«Óyeme, Simón, que a ti sólo te hablo ahora: Quien hoy quiero que esté concretamente en el fruto de mi caída eres tú, únicamente tú, ese hombre que puede ser el que le hace la primera cura, el que adelgaza en la época de exámenes de los chicos o al que ya -uno de ellos- se le hizo fresador o médico y dentro de poco se le va, vestido de chaqué; o una, vestida de blanco. Obrero de clase media o ricachón, aquí te agregas a mi suceso como padre de familia, tambaleado a la vez, en mi tropiezo, aporreado en la propia frente y herido en el corazón. Padre de familia numerosa; hombre preocupado por la nómi­na, que milagreas un abrigo para la chica o unas botas de piel de becerro para el zagal, de una simple paga «extra»; el que, si te atrevieras con un frigorí­fico, tendrías que sacarlo a plazos del economato de tu fábrica: agrégate a mi bache y extrema tu atención a esta dura peripecia. Haz por comprender y sentir aprisa, como también por resolver, que Yo haré porque se te pinten todas mis cicatrices en tu cuerpo y ninguna te escueza, porque me quedo yo con todas las punzadas.

Simón: no todos los padres con obligaciones son honestos. Hay a quien el dulce calorcito se lo da una

taberna o la oscura profundidad de una ausencia nocturna.

Simón: no todos piden el trabajo con incentivos para arrimarle unas cuantas perras a la familia.

Simón: Yo sé de muchos que se encogen de hombros, viéndo que a un chico suyo la frente se le arruga lentamente y ahora mismo tiene ya los ojos como si le hubieran pasado un estropajo.

Simón: hoy, y a esta hora, nadie da tumbos en la vida como éste mío; pero mañana, pasado, dentro de un siglo o transcurridos cincuenta, serán miles los hombres con frutos de amor que vayan por la vida de su pueblo como el beodo que trompica sin remedio.

Mi caída es mi caída y no lo es, sino las suyas; la de uno por uno y la de todos. Millones de bata­cazos tropiezan en la punta de mi sandalia y Yo se los sorbo, aligerándolos. Qué tremendo y bárbaro este derrumbamiento, ¿verdad? Parece como si todas las estrellas estuvieran peloteando sobre mi figura en el suelo. Para vosotros es bueno esto, Simón; aunque sólo para Mí quede el secreto de este infinito sumario. Cuando salgamos de esta aventura, tú, hombre bueno de Cirene, me dejas, te lavas las manos, estiras la túnica, te desarrugas la frente y vas y les dices, uno por uno, a todos los hombres que les apuntan ya las canas que Yo he dejado un alma­cén de alas en la vida, a cargo de un ángel, para que él las vaya facturando, dos a dos, cada vez que naufra­gue una ilusión, se abata una esperanza o peligre un destino. Hemos caído —he caído— tan profunda­mente para que cualquier encrucijada de la ruta de hombres sea tan sólo como una peripecia del avión de pasajeros que atraviesa un bache de aire.

Siempre en pie, hermanos míos, como esos muñequitos de «y no cae», que se cimbrean de un lado para otro, sin nunca dar con la cabeza en el suelo, porque me tienen a Mí como seguro punto de gravedad.







VIII ENCUENTRA A LAS MUJERES



Las lágrimas ¿son buenas o malas, superficiales u hondas, útiles o baladíes? Los médicos dicen ahora que contienen principios cicatrizantes y curan. Yo pienso que, cuando menos, confortan.



¿Pero no hay también una razón y una sinrazón de las lágrimas? La alegría o la compasión son su fiel sentido.



Mas, compasión, ¿a quién, de qué y por qué?



—« ¡Hombre! ¿Es que no la merece ver tan crudamente atormentado a un hombre tan bueno y sencillo, tan bienhechor y cariñoso?».



—«Mira, Jesús: te confieso que soy bien cerrado de mollera. Hablas con añoranza del calor de un nido de pájaros; te tira hace poco desde una esquina la nostalgia de tu Madre; te estremeces cuando Verónica y el Cirineo te quieren dar el corazón para que no sufras; y ahora quieres que detengan sus lágrimas un puñado de mujeres...».



«¡La de paciencia que hay que tener siempre con vosotros! ¿Ni lo que hice atrás ni todo lo que pasa ahora os sirve de lección? Cuando el viento da en una rama y se agita, si hay un pájaro en ella os parece que va a caerse, mas él tensa las patitas, se le estremece todo el cuerpo y, de un salto, se enca­rama en el cielo, que es su destino. Yo, aquí, también en mi rama. Este temblor de mis rodillas o mis muñecas es, y no es, un presagio de muerte, más bien el dulce hormiguillo de un vuelo infinito. Sangre, blasfemias, tribulaciones y, dentro de tres días, Yo, aleteando sobre la tierra vivo y glorioso de por siem­pre. ¿No veis, así, lo que de infundado hay en lo tenebroso de esas lágrimas? Cada lágrima de hom­bre o mujer es como un espejo de mano, que sirve para verse. No paséis la vista por encima de ellas teniendo allí delante vuestra propia verdad. En cada gota salada poseéis un buen retrato, vuestro pobre retrato, si os contempláis a solas, podados de esta savia roja que Yo os voy injertando desde la noche antes. Si sois valientes —y necesariamente tenéis que serlo— fijaos en la imagen que dan las lágrimas y no pestañeéis. Esos ojos, que descubres tú, tan oscuros o grises son los tuyos y, si te acercas más, les has de ir notando como si estuvieran tocados de un invisible virus de corrupción. Con los labios igual, como tam­bién las manos y los pies. Los hombres, todos, estáis desde niños como tocados de una moscarda impalpable. ¿Para qué darle vueltas si es fácil presentir el obligado paso de la muerte?



Esa muerte es hija del pecado, es la que verdaderamente hay que llorar. Escanciad vuestros ojos, mujeres de Jerusalén, y hacedlo con prisa, sin un minuto de descanso, que las tres de la tarde han de dar en cualquier sitio y vuestros ojos seguirán lloran­do, pero la piedra de mi escándalo habrá acarreado una chispa de esperanza que ya se ha de hacer lumbre en el eje de vuestras pupilas. Fijaos que os lo dejo todo bien hecho. En lo sucesivo sentios tristes si concedisteis paso al pájaro oscuro de la tentación; condoleos también por la salpicadura de fango que vuestros hijos se echan en la frente, porque allí mismo se habrá puesto en activo la gusanera de vuestro cuerpo, pero llorad con esperanza, levan­tando humildemente la cabeza, porque Yo soy la Resurrección y el que me pide lealmente la Vida jamás se ha de morir, aunque publiquen la esquela los periódicos y manden recordatorios suyos por correo. Cómo no ha de ser, si Yo rebatiño entre lo del huerto, lo de esta calle y lo del monte que viene la agonía de millones y millones de hombres! ».







IX TERCERA CAÍDA

—«¿Dónde andan esta tarde los viejos de todos los días? Este sol de abril es como un dulce braserito de invierno para su corazón y, sin embargo, no los veo ahora a las puertas de las casas que voy cruzando. Tampoco por el campo, por donde ahora vamos, rumiando a la vera del camino los antiguos pensa­mientos, con la barbita apoyada en el puño de un bastón y los ojos fijos en un algo trivial, que apenas atienden.



Esta semana es el día de mi pueblo y también cualquier otro del tiempo futuro. Miles de ancianas tienen su banco en un jardín y siguen con nostalgia los juegos de los chicos. A la tarde, en la plaza del pueblo se reúnen muchos de ellos queriendo retener -en el último arrebol del crepúsculo- su humilde y lento desenlace.



Los viejos, los bienaventurados y casi inocentes niños que son los ancianos. ¡Cuántos hijos y qué dispersión en el tiempo! Una habitación a solas, con apenas una mesa sencilla, la cama de hierro y un lavabo. Un hombre a secas allí, sin esas propias palpi­taciones alrededor, que son los hijos. Una tos y sólo la resonancia de ese golpe seco.



Por cualquier calle del futuro va una mujer de pelo blanco, moño y deslustrado bolso de otro tiem­po donde guarda la cartilla de su pequeña pensión. Viuda o soltera, cruza calles de un mundo que ya no le pertenece y la ternura le ha de murmurar por dentro como un río que va a desembocar.



Ancianos que ya no hacen más que sacar a los nietos de paseo, vender «chupa chups» o piedras de mechero, leer el periódico en un jardín o mirar mucho una antigua fotografía de la «mili». Viejos con lumbre corrida en el cigarro, rodilleras en usados pantalones, gorritas de visera o cadena de latón en el chaleco; mujercitas menudas que observan el crochet a través de unas gafas de alambre, cruzan sus manos en el patio del asilo y se les moja la mirada oyendo el lejano tañido de las campanas.



Jubilados con reuma en las piernas y cuentagotas en el bolsillo, almas con dolor de pesadumbre, sole­dad y silencios. ¡Tan leves ellos y tan sobrecargados de ausencias, de adioses y de lejanas voces sin ecos! Pobrecitos míos, tan sin fuerzas, tan invalidados, tan sitiados de melancolía. ¡Cómo os comprendo y os amo aquí, desde la tierra, más abajo, incluso, de esa carga que a vosotros os tira duramente de los hom­bros! El médico dice que tenéis los huesos frágiles; los parientes, que ya os tenía la esclerosis o la fatiga, pero sólo Yo sé el duro tonelaje que os quiere arrojar el pavimento.



Cariñitos míos: ¿Recordáis la luz de vuestra primera ilusión, el dulce temblor de las viejas sonri­sas o aquel arco iris que se curvó sobre vuestra cabeza el día de la boda? Luz, sonrisa, arco de colo­res, braserito cálido, zumo de uva moscatel, bullicio de mozalbetes y músculos de gigante sois vosotros desde esta tercera caída. Aquí, sólo tropiezo Yo por vosotros. Esa moneda de inflación que es la negra melancolía del fracaso la recojo Yo, especialmente en este derrumbamiento, para que se haga cenizas en la lumbre de mi corazón. Viejos, viejos: ¡si podéis ser como niños de Primera Comunión en ilusiones y esperanzas desde este nubarrón que Yo os descorro para siempre, para siempre!



¡Hijitos míos, pequeños míos, mis nobles sera­fines...! ».









IX DESPOJADO

Manos gordezuelas o afiladas, sucias o con esa otra pulcra turbiedad de una capa de hipocresía, manipuladoras de libros de contabilidad o aprehen­diendo una copita de licor, pero manos, muchas manos; dedos recontando siempre monedas, con uñas en cuarto creciente de cochambre, tan engarabitadas por la usura como las patas de un cóndor.

Manos y manos en este cerro de Jerusalén, alre­dedor de un Hombre. La pequeña cumbre, como un escaparate de guantes: negros, malva, de cabritilla o de recepciones.

—«¿Qué buscáis del simple hombre del pueblo, famosos prestamistas, Él, que no tuvo más que sudores o buenas palabras y tan siquiera acertó a tocar una moneda?».

Tenga lo que tenga, aunque fuese más pobre que las ratas, hay que quitarle algo, lo que sea, aunque salgan tan sólo las tiras de pellejo, pero quitarle, desvalijarle, volatizarle, si se puede. Una túnica; ¡bah, lo que puede valer un pedazo de lienzo vulgar, hasta tan espurreado de sangre como de agua, la tela que va a ponerse a planchar una mujer! Pero ese vestido es ya un árbol de Él, visiblemente manchado, un fruto oscuro al fin de nuestro corazón. Nos duele la conciencia de tanto olor a nardos y jazmines como sale de su cuerpo. ¿Quién eres Tú? ¿Acaso no un pobre hom­bre de garlopa, para venir a enseñarme ese dos y dos son cuatro que es el ojo limpio, la frase limpia y blancos, a su vez, los pensamientos y el deseo?



—« ¡Acalla de una vez esas voces, Cristo mío, que es mucho pecado mancillar azucenas a mansalva! ¡Son éstos los que quieren mirar al microscopio la posibilidad de la pureza y esos otros que viven una castidad amurallada! ¡Cómo te has venido rozando hasta aquí de milagrosamente, Cristo, con los perso­najes de tan ardiente pecado! Todavía le quemará a la mujer adúltera en la carne el fuego de la pasión de un hombre, cuando Tú la miraste con ojos de agua clara. Tus pies y tus cabellos, tocados por otra seme­jante y aquella proximidad tan pura y cálida de la infiel que saca agua del pozo. Ya faltan bastantes pocas horas para que ellos se escandalicen más desde tu denuda presencia de lo alto de un árbol erecto, pero mis ojos se niegan ya al desnudo espectáculo de tu cuerpo. Desnudo, tan desnudo y cándido como el niño que nace, te dejas poner por la lúbrica panda que te rodea. Que nos quieras decir que desechando la única vestidura consumes el mensaje de la pobreza, bien; pero ¿qué piensas indicar desde tu abierto despojo, toda la piel de tu naturaleza dada al aire? Cristo: hasta aquí huelen las blancas rosas de tu carne. Tú, tan lirio, tan rayo de luz, tan cristal, tan siempre primavera, debías haberte ahorrado ese enorme martirio de tu santa vergüenza. ¡Si no lo merecemos...! ¡Si bastaba con la purificación en sangre de las tres de la tarde…!



Desde el fango de mis viejas y próximas caídas yo me estremezco en mis remordimientos y la hundo en la más profunda contrición. Así como estás, ahin­cado en mi corazón y en esta calle, para que sepamos mirar siempre de blanco a la mujer que se roza con nosotros en una acera, el tranvía o la butaca del cine. Amar, Tú lo dices así, es siempre vestirse de azahar el corazón, pase lo que pase delante de nosotros».









XI CLAVADO EN LA CRUZ

—«Fíjate en esto: la Cruz está tumbada sobre la tierra, pegada toda a ella, sin que apenas haga un vano. Ahora me tumban y hasta ahí desciendo Yo. Las manos me las abren y me quedo de cara a las alturas. La cabeza, los dedos, el tronco y los pies, todo lo mío, está sobre la arena tan cerca que las puntas de los clavos perforan las palmas y el trave­saño hasta raspear el terruño.



Ya veis: Me crucifico en la tierra, sobre toda ella, abriendo ampliamente los brazos, de cara al azul, para recoger la justicia y libraros de todas las san­ciones que estáis debiendo. Luego, más tarde, cuando ya viváis en paz, llenaos de esperanza, porque, aun­que notaseis el roce de ese clavo invisible que se llama sufrimiento, Yo seguiré tumbado encima de vosotros, recogiendo los dardos como la tabla salva­dora de un lanzacuchillos».



—«Yo digo, Jesús, que hay que ver la codicia de todos los hombres, viéndote ya a la luna de Valencia y arañando en tu carne todavía, en busca de un algo que nadie conoce. Cuando se da la sangre ¿de qué más se pudiera hacer entrega?



Tu cuerpo, no obstante, es como un cofre repleto de monedas de oro y porque lo presentimos, incluso en medio de nuestra avaricia, estamos aquí sondeán­dote, como cualquier bucanero en la isla del tesoro. Las manos, los pies, luego el costado, ¿dónde tienes el alma, Cristo nuestro, para tocarla y quedarnos siempre tan puros como un ángel?





¡Ladrones ellos! Pero ¿cómo llamarme a mí, que cada noche araño los Cielos y pincho tu corazón a todas horas con preguntas y gritos? Viene un mo­mento difícil y dejamos hacer a la tristeza porque no te vemos sentado en una silla o mostrándonos el billete del autobús, como si toda la vida Tuya no nos gritara dulcemente en mitad del corazón cuando te dejamos hacer.

¡Oh, Señor, que vea, que te vea! Aunque el oculista venga a decir que tengo la vista intacta, yo sé la muralla que tapona las perspectivas de mi espíritu. La lengua se me hace grietas de la sed que tengo de tu Figura. Sueño con verte, quiero tocarte, añoro poseerte, pero hoy dejo que la cuerda de la fe ate mis dedos para subir a mis labios cuatro letras de una palabra de confianza para que un día pueda oír de los Tuyos el dulce saludo de «bienaven­turados los que creyeron sin ver».







XII MUERE EN LA CRUZ





Ea, lo que haces ya es que te quedas de este modo para siempre, pero, eso sí, sin que padezcas, diciendo, sin decir, con esos brazos abiertos lo que de dulce amor están gritando.

Vamos a ver, hermanos: Venid acá uno por uno y, entre todos, pensemos si podríamos esforzarnos para ir viendo algo de lo mucho que El quiere decir­nos sin palabras. Se nos va, se nos va; y, con todo, aquí se queda. ¡Y cómo se queda! A mí esta postura me recuerda el abrazo de mi padre, cuando vine a casa después de una larga separación.

Parece que, viendo la ira de sus enemigos, le dijo al Suyo, en el Huerto, unas horas antes de este bárbaro atropello: «A Mí, si no puede ser otra cosa, me dejas que muera, pero que sea teniendo esa visible expre­sión de cariño que son los brazos, y bien abiertas las manos. Si ves que el dolor pudiera obligarme a cerrarlas, Tú me las clavas antes y, así, todo solucio­nado ya para siempre».



¿Será posible, Cristo, que hasta en muerto te cuajes perdonando? Qué digo perdonando: ¡acari­ciando, amando! Y con intención perdurable.



Te has muerto en vilo. Lo que son las cosas: sin que Tú lo quisieras, ellos mismos se humillaron levantándote en alto. ¡Qué sencilla y pacífica realeza la Tuya, alzándote sólo unos palmos, no mucho que avasallaría; lo suficiente para que haya de quedar en su sitio la majestad del amor!



Ya, aquí, Jesús, te pregunto: ¿cómo debe verse el mundo desde ese lugar y en esta hora? Deja que me ponga en tu lugar; que hable desde tu actitud; que mire con tus ojos; que sienta, incluso, con el impalpable latido de tu corazón de muerto.



“Empiezo a ver, primero, los hombres debajo: los pobres hombres, los desgraciados hombres, los ya posibles hombres felices por el agua de purificación que Yo les lluevo con los destellos de esta iluminada primavera.



Después, a un lado, la planicie de la ciudad y, enfrente, el campo, la hierba, los pájaros, las gallinas que picotean, el camino que se pierde, los montes que se aniñan en el horizonte... Por allí, muy lejano, se van perdiendo mis ojos y vuela, a su vez, la palo­ma de mi corazón con su mensaje anillado de amor y de esperanza. Mis paisanos de tez morena y narices curvadas ya lo saben, porque Yo se lo fui diciendo cada día, pero ésos, los lejanos del tiempo y la distan­cia, también lo pueden aprender desde hoy en la semilla de la esperanza que les esparzo desde lo alto de esta Cruz”.



Contigo, Jesús, en esta ilusión, en este pensa­miento, tratando de meterme en tu Figura, me noto todo el cuerpo desinflado, desmoronado en ese enorme pinchazo que es la muerte. Hago fuerzas y ni un tendón se mueve en mi cuerpo; la muerte, ahora, es verdad. Hasta la tierra la grita, agitándose de rebeldías, y el cielo ruge como un león fieramente acorralado. Pero ésa es tu pericia de muerte, nues­tra única muerte. El coraje y el estampido de los cielos o la escandalosa rebelión interior de la tierra no son, realmente, más que las señas de esa amplifi­cada eclosión de la nueva vida que surge hoy por todos los lugares. El mundo todo suena en este minuto a cascarón de huevos que se rompen a su hora para que salgan los hombres a la luz de la Gracia y la Promesa tan nuevos y alegres como los pollitos de una incubadora que concluyen su ciclo.



Muerto, tan muerto, Jesús, y ahí en tu áspero lecho de madera te nos quedas olvidando serena­mente. ¡Oh, no, yo no quiero —no debo— olvidar, si olvidar fuese echarte un velo por delante! A ellos, bien; y, a mí, Tú también en ellos, pero a Ti te quiero estampillar de este modo en mi mente y en mi corazón para siempre, aunque toda mi naturaleza tuviese que oler a carne chamuscada de debilidad. Junto a mi mesa camilla, en mi oficina, en la tertulia del café, paseando por la calle, azotado en cualquier encrucijada, Tú de fijo, con los brazos abiertos y claveteados para que ya nunca tengan la ocasión de cerrarse por el resentimiento de la ofensa.





XIII ENTREGADO A SU MADRE

¡Mira que dárselo ahora, cuando todo su cuerpo es como una leve marioneta después de la función...!



—« ¡Oh, no! Que me lo den, ya lo creo. ¿No ves que así es y seguirá siendo siempre mi Hijo, el dulce fruto de mis entrañas?»

Jesús, tan hombre, y tan niño después del final, con sus grandes y sangrientos pañales, dejándose fatalmente hacer, como en la cuna. De aquí a enton­ces ha tenido un arco iris al que hace unas horas le han clavado una cerbatana. El viejo niño, que en el taller hacía barquitos que arrojar en el río o se manchaba sus labios como fresas con las blancas gotas de los higos verdiales, está aquí ahora con la mano como una vela de barco arriada y unos hilillos rojos manando por entre las comisuras de los labios.



—« ¡Está muerto, está muerto! » — gritan los duros hombres que huyen cerro abajo. Ella hasta ahora no ha hecho más que mirarle en silencio, dulce­mente, respetando ese sueño cansado, como en tantas horas de fatiga.

-«Duerme, duerme. ¡Cuidado que no le desper­téis! ».

El duerme con los ojos cerrados, se le desmadeja la cara, tampoco respira, no oímos los latidos. Su dedo índice va entonces y toca suavemente uno de los párpados y se lo abre. En la niña de sus ojos las estrellas se abrigan como en las noches de invierno. Luego, Ella palpa su boca sin pájaros en este cre­púsculo de la tarde. También la mejilla, tensa, como una planicie sin gorjeos.



—«Duerme, duerme; salvo que hoy la tarea lo ha rendido más que nunca».



Tú sabes que no, María; que, así porque sí, no deja un verdugo de quebrar las piernas, forzando la agonía de un condenado. Cuando él lo hizo, bien muerto habría de estar.



—«De verdad que duerme. ¡Si hasta os digo que sueña! Fijaos en la serenidad de su frente y en toda la dulce paz que se le remansa por el cuerpo. Es que por dentro hay imágenes de esperanza y latidos cordiales. Os lo digo Yo, y eso bastaría, que soy su Madre; y una madre ve como si tuviera microscopio en las pupilas y oyera también dentro de los hombres lo mismo que si tuviese micrófonos escondidos. Lo único es que hoy no ha de reposar las apenas cinco o seis horas de cada día, sino el sueño de dos noches seguidas. Yo le cuidaré bien, porque es muy justo después de tanto trajín».



Él sigue sobre su regazo. ¡Los sueños de Jesús!



¡Qué no diera yo por pasearme en las floridas prade­ras de su frente! ¡Qué dulce el Hijo, qué amoroso y qué filial el mozo en la veneración para con Ella pero qué inasequible también en su naturaleza de Dios!

El costado, ahora, la gran puerta abierta; ese temblor que tiene María, no es más que el hormi­guillo del pájaro en el dintel de la ventana que da un luminoso mediodía. Mañana o pasado amanecerá, pero el Cristo muerto tiene en su eje los bellos estre­mecimientos del sol que va a saltarnos desde el otro lado de la raya del horizonte.



—«María: entonces, si tienes esperanza, ¿no debes sufrir?».



—«La esperanza viene precisamente de los gran­des sufrimientos, como una dulce consecuencia. ¡Si seré Madre! Pues así también de voluminosa es mi esperanza. ¡Cómo se habrá atormentado mi corazón viendo tan duras cosas en esta sangre mía y de mi Hijo para tener que extender la espera hasta más allá de la muerte! La esperanza es una fuente dentro de cada uno. ¡Que no os la cieguen los negros pensa­mientos! La esperanza tiene razón siempre. Esto lo digo aquí, delante de mi Hijo acribillado y con la partida de defunción en manos de un fariseo, y se lo digo a la mujer que tiene que esperar a la puerta de un quirófano, a la que hace antesala para oír un informe luctuoso y a la que espera a la boca de una mina en la que se ha producido un derrumbamiento. Como a ti, el padre que se ahoga cada mes verificando el sobre de la nómina y al que aguarda un expediente de crisis; los que sufrís de algún modo, con heridas en el cuerpo o grandes tajos en el corazón; todos, mis dolorosos hijos, porque la herida de la existencia llega al conjunto de los mortales, venid aquí, miradme un rato y, ya después, volvéis a la rutina diaria con esta rosa encen­dida que saco del corazón de mi Hijo y se llama Esperanza. Vivís, gozáis, sufrís, lloráis, os citan unas lágrimas, pero, cimbreándose sobre todo está el perfume, la belleza, el gozo y la exaltación de esa flor que nunca perece porque es la Rosa de Vida eterna”.



XIV SEPULTADO

—«¿No decía que El era la vida, incluso la vida eterna? ¡Pues menuda piedra le abrocha hoy la sepultura! ».

La piedra, un sepulcro. ¡Cuánta oscura termino­logía en la boca de los hombres! Esta noche de abril, con luna y tantos azahares, es de abril y también, a la vez, de noviembre, esa época de sementera. Noviembre está aquí, no en la melancolía de las hojas caídas, sino en la gloria de su promesa.

El mundo es en esta hora como una campiña arada y llovida de rojo, con un gran surco hasta el que ha descendido el único grano de la verdadera fecundidad. Porque todas las semillas se entierran, Cristo se deja echar momentáneamente la llave para pudrirse dulcemente en las fértiles tinieblas de la noche, germinando con carácter de urgencia.

A Él lo han sembrado sobre el mundo desde esa mano gigante es la Cruz; y este abril que se hizo noviembre, mañana mismo será también agosto, en su cosecha. Un grano, sólo uno, y qué ciclo tan aprisa… y el pan de Vida que ha de dar por siglos esta harina tan pura.

Muerto-muerto, ¡mentira!; que se lo digan a ese gallo que está afilando en silencio los kikirikíes del próximo domingo; al sol, que va a estrenar de pronto millones de kilovatios; a las cigüeñas, las alondras, las flores de los huertos, las risas de los niños o el temblor de las azucenas. Quien tenga una yema sensi­ble en cualquiera de sus manos que la ponga sobre este gran huevo de pascua que es el cielo de Jerusalén y a ver si no nota la vida que se incuba dentro de ese gran cascarón que calienta el día y que el propio Cristo eterno romperá al estampido de un glorioso amanecer.

Muerto-muerto: ¡¡Aleluya, aleluya!! Que a la vera de esta sepultura se afinan los clarinetes y se tensan los timbales de las bandas de música de todos los pueblos, para la hermosa algarada matinal del domingo. Chim, chim: cohetes y campanas, vuestro corazón también. ¡¡Aleluya, aleluya!!

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