Domingo III de Cuaresma - Ciclo B
Por Jesús Burgaleta
Había una vez un hombre
que se dio cuenta
de que Dios estaba presente en su vida.
Y lo comunicó a los otros:
«Dios habita en mi Cuerpo
–en mi vida de hombre–
como en un Templo».
Los que lo oyeron,
se escandalizaron.
Por todos los caminos que recorría
llevaba a Dios consigo.
En cada lugar que descansaba
se afincaba el Templo.
Los que vivían a costa del Templo
temblaban de rabia al oírlo.
Y les decían a sus fieles:
«No le deis crédito alguno:
Dios está en este Templo,
en este altar santo,,
en los sacrificios que ofrecéis con vuestras manos».
Y es que… …
tenían montado un buen negocio.
En los atrios del Templo
vendían los animales para el sacrificio.
–El corazón del hombre
es el único culto verdadero–
A la entrada del edificio sagrado
cambiaban las monedas,
para poder recaudar, con dinero puro,
los diezmos y el impuesto.
La casa que decían «era de Dios»
la habían convertido en un mercado.
Olía a dinero,
a matadero,
a sangre,
a horno de asar la carne ofrecida de los sacrificios.
Con rebaños de bueyes
y jaulas de palomas
venía el pueblo a encontrar a Dios
en los atrios de ese templo.
¡Triste engaño!
Dios no estaba allí;
ni se hacía propicio
con limosnas y carneros.
–El culto sin corazón
está vacío–
Pero…
el hombre aquel
que había descubierto a Dios en su cuerpo,
no pudo aguantar por más tiempo
el engaño de los templos.
Una mañana…
irrumpió en los atrios
y espantó los bueyes,
derribó las mesas del dinero,
plantó cara a los embaucadores
y gritó al pueblo:
«¡Liberaos de los Templos!
¡Fuera de las relaciones con Dios
los animales y el dinero!
El que ame a Dios
que viva su Palabra,
que haga que su Gloria
inunde la estructura de su cuerpo!
¿Se imaginan ustedes
qué revuelo?
Los sacerdotes
se quedaron de pronto
sin oficio,
sin casa,
sin fiestas,
sin sueldo.
Por lo cual,
se reunieron en Consejo
y con gesto enconado decidieron:
«Este no tiene autoridad
para suprimir todo esto de un plumazo.
Hay que matarlo».
Y lo mataron.
Mataron aquel cuerpo
en el que Dios estaba dentro.
En su cuerpo roto
brilló la gloria de Dios
y allí,
en su vida de amor –altar de oro–
se ofreció el único sacrificio verdadero.
Desde entonces…
no hay más Templo
ni más culto
que la vida del hombre
que se entrega a su hermano.
Es lo que hacemos aquí:
celebrar la entrega de Jesús;
proclamar el amor
que nos tenemos unos a otros.
En este Templo del Amor
habita Dios.
Aquí está Dios salvando.
Por Jesús Burgaleta
Había una vez un hombre
que se dio cuenta
de que Dios estaba presente en su vida.
Y lo comunicó a los otros:
«Dios habita en mi Cuerpo
–en mi vida de hombre–
como en un Templo».
Los que lo oyeron,
se escandalizaron.
Por todos los caminos que recorría
llevaba a Dios consigo.
En cada lugar que descansaba
se afincaba el Templo.
Los que vivían a costa del Templo
temblaban de rabia al oírlo.
Y les decían a sus fieles:
«No le deis crédito alguno:
Dios está en este Templo,
en este altar santo,,
en los sacrificios que ofrecéis con vuestras manos».
Y es que… …
tenían montado un buen negocio.
En los atrios del Templo
vendían los animales para el sacrificio.
–El corazón del hombre
es el único culto verdadero–
A la entrada del edificio sagrado
cambiaban las monedas,
para poder recaudar, con dinero puro,
los diezmos y el impuesto.
La casa que decían «era de Dios»
la habían convertido en un mercado.
Olía a dinero,
a matadero,
a sangre,
a horno de asar la carne ofrecida de los sacrificios.
Con rebaños de bueyes
y jaulas de palomas
venía el pueblo a encontrar a Dios
en los atrios de ese templo.
¡Triste engaño!
Dios no estaba allí;
ni se hacía propicio
con limosnas y carneros.
–El culto sin corazón
está vacío–
Pero…
el hombre aquel
que había descubierto a Dios en su cuerpo,
no pudo aguantar por más tiempo
el engaño de los templos.
Una mañana…
irrumpió en los atrios
y espantó los bueyes,
derribó las mesas del dinero,
plantó cara a los embaucadores
y gritó al pueblo:
«¡Liberaos de los Templos!
¡Fuera de las relaciones con Dios
los animales y el dinero!
El que ame a Dios
que viva su Palabra,
que haga que su Gloria
inunde la estructura de su cuerpo!
¿Se imaginan ustedes
qué revuelo?
Los sacerdotes
se quedaron de pronto
sin oficio,
sin casa,
sin fiestas,
sin sueldo.
Por lo cual,
se reunieron en Consejo
y con gesto enconado decidieron:
«Este no tiene autoridad
para suprimir todo esto de un plumazo.
Hay que matarlo».
Y lo mataron.
Mataron aquel cuerpo
en el que Dios estaba dentro.
En su cuerpo roto
brilló la gloria de Dios
y allí,
en su vida de amor –altar de oro–
se ofreció el único sacrificio verdadero.
Desde entonces…
no hay más Templo
ni más culto
que la vida del hombre
que se entrega a su hermano.
Es lo que hacemos aquí:
celebrar la entrega de Jesús;
proclamar el amor
que nos tenemos unos a otros.
En este Templo del Amor
habita Dios.
Aquí está Dios salvando.
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