Publicado por Entra y Verás
No tenemos que confundir nuestras relaciones con Dios con un intercambio mercantil. Muchas veces no resulta fácil eludir esta tentación pero hemos de procurar ver también en los demás el rostro de Dios.
Un apasionado filatélico había ido recopilando a lo largo de su vida cientos, miles de sellos que celosamente colocaba en sus álbumes. Su obsesión era ser el primero de los filatélicos. No le importaban ni la forma de los sellos, ni su procedencia. Ni si quiera se fijaba en su originalidad. Lo importante era el número, cuantos más mejor, pero, eso sí, bien colocados, cada uno en su álbum. Llegó un día otro filatélico y le preguntó por un sello del año 1930 de una originalidad y valor especial. Él no tenía ni idea si lo tenia o no, pues estaba obsesionado con la cantidad. Le preguntó por otro de 1968 y nada. “Tengo 600 álbumes pero no sé quién es quien” respondió el filatélico un poco contrariado. El filatélico amigo se marchó desconcertado pues cada sello tiene su identidad y ha de estar con los suyos. No deben almacenarse como cosas inútiles.
En nuestra vida podemos creer también que de lo que se trata es de llenar álbumes, de batir un récord aunque no sepamos el sentido verdadero, con el iluso sentir de que así vamos a obtener no sé qué premio. Nos pasará como a nuestro filatélico. Tendremos un tesoro pero desordenado, inservible, sin sentido. Será avaricia, con un objetivo supuestamente santo, pero no dejará de ser eso, avaricia.
En el evangelio de este domingo estamos ante un gesto profético de Jesús en el que se pretende mostrar que esa no es la forma correcta de dar culto a Dios. Se desautoriza la manera mercantil y sacrificial de relacionarse con Dios. El templo era el signo visible de la presencia de Dios entre los suyos. Pero no estaba exento de injusticias y mercadeos. La obligación de ofrecer sacrificios con el fin de obtener el favor de Dios había convertido el lugar de la presencia de Yahvéh en un gran supermercado espiritual lleno de sacacuartos. Jesús inaugura un tiempo radicalmente nuevo. El evangelista quiere mostrar que Dios estará ya con los hombres en su Hijo resucitado, el nuevo templo. Ya no hay que peregrinar a Jerusalén, se rompen las barreras y se horizontaliza el encuentro con Dios, convirtiéndose en un gratuito Tú a tu. Es verdad que ya no se ofrecen animales pero sí que por desgracia le hemos puesto precio a lo más santo, a lo que es gratuidad pura, amor entregado, vida desbordada. Ya no hay más templo ni más culto que la vida del hombre que se entrega a su prójimo, a su hermano. Es lo que hacemos cuando celebramos la eucaristía: celebrar la entrega de Jesús; proclamar el amor que nos tenemos unos a otros.
Nos cuesta despegarnos del ladrillo o del reclinatorio, para empezar a ver a Dios en los demás. Muchas veces es más cómodo un reclinatorio que una palmada en la espalda; un lampadario que una obra de caridad; acudir a misa a diario que visitar a alguien que esta solo; un rezo al santo favorito que un “¿qué tal estás?” a la persona que sabes que está sufriendo… Desde luego que una cosa no está reñida con la otra, pero en nuestras relaciones con Dios tendemos muchas veces más a “amontonar” que a vivir y de eso no se trata. Somos o intentamos ser seguidores no mirones.
Ahora que nos encontramos en el ecuador del tiempo de Cuaresma tenemos que revisar bien cuáles son nuestros templos, cómo van nuestros negocios espirituales, cuáles son nuestras intenciones de fondo cuando hacemos oración o cuando acudimos al templo. Si lo que nos gusta es el almacenaje pronto seremos cristianos apergaminados, empeñados en enlatar lo vivo y disecar lo nuevo. Hagamos caso a Jesús: no hay otro templo que el prójimo. Hemos de intentar que la Iglesia se convierta en un verdadero lugar de encuentro, en un hogar abierto y cálido donde todos tengamos sitio y voz. Si nos convencemos de esto habremos dado un paso de gigante en nuestro camino hacia la Pascua.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto.
Chiclana de la Frontera (Cádiz, España)
Un apasionado filatélico había ido recopilando a lo largo de su vida cientos, miles de sellos que celosamente colocaba en sus álbumes. Su obsesión era ser el primero de los filatélicos. No le importaban ni la forma de los sellos, ni su procedencia. Ni si quiera se fijaba en su originalidad. Lo importante era el número, cuantos más mejor, pero, eso sí, bien colocados, cada uno en su álbum. Llegó un día otro filatélico y le preguntó por un sello del año 1930 de una originalidad y valor especial. Él no tenía ni idea si lo tenia o no, pues estaba obsesionado con la cantidad. Le preguntó por otro de 1968 y nada. “Tengo 600 álbumes pero no sé quién es quien” respondió el filatélico un poco contrariado. El filatélico amigo se marchó desconcertado pues cada sello tiene su identidad y ha de estar con los suyos. No deben almacenarse como cosas inútiles.
En nuestra vida podemos creer también que de lo que se trata es de llenar álbumes, de batir un récord aunque no sepamos el sentido verdadero, con el iluso sentir de que así vamos a obtener no sé qué premio. Nos pasará como a nuestro filatélico. Tendremos un tesoro pero desordenado, inservible, sin sentido. Será avaricia, con un objetivo supuestamente santo, pero no dejará de ser eso, avaricia.
En el evangelio de este domingo estamos ante un gesto profético de Jesús en el que se pretende mostrar que esa no es la forma correcta de dar culto a Dios. Se desautoriza la manera mercantil y sacrificial de relacionarse con Dios. El templo era el signo visible de la presencia de Dios entre los suyos. Pero no estaba exento de injusticias y mercadeos. La obligación de ofrecer sacrificios con el fin de obtener el favor de Dios había convertido el lugar de la presencia de Yahvéh en un gran supermercado espiritual lleno de sacacuartos. Jesús inaugura un tiempo radicalmente nuevo. El evangelista quiere mostrar que Dios estará ya con los hombres en su Hijo resucitado, el nuevo templo. Ya no hay que peregrinar a Jerusalén, se rompen las barreras y se horizontaliza el encuentro con Dios, convirtiéndose en un gratuito Tú a tu. Es verdad que ya no se ofrecen animales pero sí que por desgracia le hemos puesto precio a lo más santo, a lo que es gratuidad pura, amor entregado, vida desbordada. Ya no hay más templo ni más culto que la vida del hombre que se entrega a su prójimo, a su hermano. Es lo que hacemos cuando celebramos la eucaristía: celebrar la entrega de Jesús; proclamar el amor que nos tenemos unos a otros.
Nos cuesta despegarnos del ladrillo o del reclinatorio, para empezar a ver a Dios en los demás. Muchas veces es más cómodo un reclinatorio que una palmada en la espalda; un lampadario que una obra de caridad; acudir a misa a diario que visitar a alguien que esta solo; un rezo al santo favorito que un “¿qué tal estás?” a la persona que sabes que está sufriendo… Desde luego que una cosa no está reñida con la otra, pero en nuestras relaciones con Dios tendemos muchas veces más a “amontonar” que a vivir y de eso no se trata. Somos o intentamos ser seguidores no mirones.
Ahora que nos encontramos en el ecuador del tiempo de Cuaresma tenemos que revisar bien cuáles son nuestros templos, cómo van nuestros negocios espirituales, cuáles son nuestras intenciones de fondo cuando hacemos oración o cuando acudimos al templo. Si lo que nos gusta es el almacenaje pronto seremos cristianos apergaminados, empeñados en enlatar lo vivo y disecar lo nuevo. Hagamos caso a Jesús: no hay otro templo que el prójimo. Hemos de intentar que la Iglesia se convierta en un verdadero lugar de encuentro, en un hogar abierto y cálido donde todos tengamos sitio y voz. Si nos convencemos de esto habremos dado un paso de gigante en nuestro camino hacia la Pascua.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto.
Chiclana de la Frontera (Cádiz, España)
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