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jueves, 12 de marzo de 2009

Los deseos son ilimitados

Los deseos nos aprisionan y en ocasiones nos zarandean de un lado a otro. Afirma el autor: “Me niego a convertir mi vida en una absurda carrera tras su consecución, para encontrarme finalmente con las manos vacías“.

Casi todos somos, por lo general, patéticamente egocéntricos: siempre pensando en nosotros mismos y en la satisfacción de nuestros deseos, como si la felicidad radicara en eso. La felicidad no radica en absoluto en la satisfacción de las propias apetencias, sean cuales sean. Si radicara ahí, no tendría sentido que, tras cada deseo satisfecho, se alzara uno nuevo por satisfacer. El mundo de los deseos es ilimitado, prometo liberarme. No tengo por qué ser siervo de ellos, puedo y debo ser señor de los mismos. Puedo rechazarlos, mirarlos con ternura y conmiseración, con ironía. Llaman a mi puerta, pero no les abro. Ya estoy más que harto de sus promesas fatuas. Me niego a convertir mi vida en una absurda carrera tras su consecución, para encontrarme finalmente con las manos vacías. Porque tanto más se colman los deseos, más exigentes y voraces son. La carrera en pos de los deseos no tiene fin, es agotadora. He decidido detenerme y descansar, y estoy mejor así: viendo cómo pasan. Ya los he visto pasar tanto que casi no me parecen míos, sino de otros. Es lo que tiene verse desde fuera: que se descubre lo mucho que nos parecemos a los demás. Veo también lo ridículo que he podido llegar a ser y que sigo siendo en buena medida. No estoy llamado a ser eso, me digo. Eso es una caricatura de lo que puedo ser.

La mayoría de las personas bebe en charcos de agua estancada, ignorantes de que a pocos pasos corren ríos caudalosos con un agua pura y cristalina. He bebido en esos charcos miserables durante mucho tiempo, pero ya no beberé. Lo principal no es el agua, por refrescante que sea, sino la sed. El agua es un don, pero un don superior es la sed. Lo único que debe hacerse es reconocer la propia sed, todo lo demás viene por añadidura. Debes entregarte a lo que no ves ni sientes. En un acto de fe, de confianza. Y lo que no ves ni sientes te recompensará.

Pablo d’Ors, sacerdote y escritor

Artículo publicado en la revista Vida Nueva nº 2.651.

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