Cuando somos jóvenes creemos que hemos reinventado todo, y que lo que vino antes no sirve, está caduco y es obsoleto. Cuando somos viejos creemos que todo lo que se inventa y rige como "nuevo orden" es sólo un quinto carbónico de lo que habíamos creado nosotros en nuestra época. Es increíble, pero cierto, que todos pasamos por estos procesos; se nos produce en la mente un cambio tan imperceptible que, de pronto, un día empezamos a pensar como viejos y añoramos "nuestros tiempos". Lo curioso, casi risible, es que estos fenómenos se pueden presentar antes de cumplir los treinta, y se da el caso de que los "reventados" de los 90 miran a los "reventados" del 2000 con cara escandalizada: "Nosotros éramos reventados pero con código".
Ante la ola de asaltos y robos de cada época es muy común escuchar: "Ladrones eran los de antes, robaban, asaltaban, pero había respeto por la vida". Y, en realidad, el reviente era tan peligroso antes como es ahora, con código o sin código, porque en todo caso se trata de códigos enfermos que reglamentan distintas formas de bajar al infierno. Robar siempre será reprobable, con la única salvedad para el que roba por hambre.
Vivimos tiempos tan inestables y vertiginosos que los cambios se producen súbitamente y caen en cascada sobre la sociedad, que ve caducar principios y normas de vida que poco tiempo atrás se consideraban inamovibles. En ese contexto es fácil y casi natural añorar el mes último en lugar de recordar las décadas pasadas. Y es lo que deben de haber sentido los habitantes de Estados Unidos el día después del 11 de septiembre de 2001, o nosotros, los argentinos, luego de la debacle de diciembre del mismo maldito año inaugural de este flamante siglo, que en poco tiempo ha igualado al XX.
Pero esa sucesión de desastres no nos tiene que hacer perder la perspectiva histórica ni la conciencia de que no hemos inventado nada, sólo lo hemos reciclado muchas veces para peor.
Por eso creo, modestamente, que deberíamos dejar de decir "esto pasa ahora", "esto nunca pasó" o "esto sólo pasa acá". Millones de muertos por guerras, persecuciones, genocidios, hambrunas, terremotos, incendios o injusticias a lo largo de la historia de la humanidad tiemblan en sus tumbas al escuchar esas expresiones.
Esto no quiere decir que no convengamos en que el género humano, sobre todo desde el poder, no se supere año tras año, siglo tras siglo, guerra tras guerra y crisis tras crisis. Yo recuerdo aún aquel trágico agosto de 1945, cuando las imágenes de Hiroshima ardiendo y desapareciendo del mapa bajo aquel hongo fatídico llegaron a mi retina de apenas cinco años y medio como una horrorosa pesadilla, y a mi madre diciendo: "Los quemaron como a ratas" y, sobre todo, la cara desesperada y llorosa de una niña de mi edad que miraba a la cámara con los ojos desorbitados por el espanto, el mismo espanto que vi en los niños de Ruanda, Haití o Gaza. Y uno pudo decir en el 45: "Esto nunca se vio". Y en parte hubiese sido cierto, pero la forma de precipitar el fin de una guerra con una masacre espectacular no se inventó en 1945.
Por eso hay que conservar la memoria, hay que contar todo lo que vimos, nos haya pasado individualmente o no; no hay que negar ningún holocausto, no hay que privilegiar ningún período histórico donde se hayan cometido crímenes de lesa humanidad. Deberíamos ser solidarios con las víctimas de esos crímenes sin distinción de bandos y, sobre todo, no olvidar que la mayoría de esas calamidades tienen su turbio origen en la ambición, el desmedido afán de poder y el poderoso caballero don dinero. De paso, no estaría demás gozar cada momento con la convicción de que mañana puede ser peor.
Ante la ola de asaltos y robos de cada época es muy común escuchar: "Ladrones eran los de antes, robaban, asaltaban, pero había respeto por la vida". Y, en realidad, el reviente era tan peligroso antes como es ahora, con código o sin código, porque en todo caso se trata de códigos enfermos que reglamentan distintas formas de bajar al infierno. Robar siempre será reprobable, con la única salvedad para el que roba por hambre.
Vivimos tiempos tan inestables y vertiginosos que los cambios se producen súbitamente y caen en cascada sobre la sociedad, que ve caducar principios y normas de vida que poco tiempo atrás se consideraban inamovibles. En ese contexto es fácil y casi natural añorar el mes último en lugar de recordar las décadas pasadas. Y es lo que deben de haber sentido los habitantes de Estados Unidos el día después del 11 de septiembre de 2001, o nosotros, los argentinos, luego de la debacle de diciembre del mismo maldito año inaugural de este flamante siglo, que en poco tiempo ha igualado al XX.
Pero esa sucesión de desastres no nos tiene que hacer perder la perspectiva histórica ni la conciencia de que no hemos inventado nada, sólo lo hemos reciclado muchas veces para peor.
Por eso creo, modestamente, que deberíamos dejar de decir "esto pasa ahora", "esto nunca pasó" o "esto sólo pasa acá". Millones de muertos por guerras, persecuciones, genocidios, hambrunas, terremotos, incendios o injusticias a lo largo de la historia de la humanidad tiemblan en sus tumbas al escuchar esas expresiones.
Esto no quiere decir que no convengamos en que el género humano, sobre todo desde el poder, no se supere año tras año, siglo tras siglo, guerra tras guerra y crisis tras crisis. Yo recuerdo aún aquel trágico agosto de 1945, cuando las imágenes de Hiroshima ardiendo y desapareciendo del mapa bajo aquel hongo fatídico llegaron a mi retina de apenas cinco años y medio como una horrorosa pesadilla, y a mi madre diciendo: "Los quemaron como a ratas" y, sobre todo, la cara desesperada y llorosa de una niña de mi edad que miraba a la cámara con los ojos desorbitados por el espanto, el mismo espanto que vi en los niños de Ruanda, Haití o Gaza. Y uno pudo decir en el 45: "Esto nunca se vio". Y en parte hubiese sido cierto, pero la forma de precipitar el fin de una guerra con una masacre espectacular no se inventó en 1945.
Por eso hay que conservar la memoria, hay que contar todo lo que vimos, nos haya pasado individualmente o no; no hay que negar ningún holocausto, no hay que privilegiar ningún período histórico donde se hayan cometido crímenes de lesa humanidad. Deberíamos ser solidarios con las víctimas de esos crímenes sin distinción de bandos y, sobre todo, no olvidar que la mayoría de esas calamidades tienen su turbio origen en la ambición, el desmedido afán de poder y el poderoso caballero don dinero. De paso, no estaría demás gozar cada momento con la convicción de que mañana puede ser peor.
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