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sábado, 21 de marzo de 2009

Salto acrobático a un coeficiente alto de peligrosidad - IV Domingo de Cuaresma - Ciclo B: (Jn 3,14-21)

Por A. Pronzato

2 Crónicas 36, 14-16.19-23; Efesios 2, 4-10; Juan 3, 14-21

«¿Qué tengo todavía que hacer?»

Fue así como nuestro cura, inesperadamente, entonó la letanía de los lamentos. El motivo, estoy por decir el pretexto, se lo ofreció la primera lectura y en particular la frase del segundo libro de las Crónicas que dice: «El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas...».

Cierto, era una página más bien dura que contenía graves capítulos de acusación: por una parte la solicitud de Dios y sus intervenciones amorosas frente a Israel, por la otra la indiferencia y la obstinación en el mal que han hecho explotar la cólera de Dios y han llevado a la catástrofe de la destrucción de Jerusalén y a la deportación a Babilonia.

Pero el cura, martilleando la frase que he citado, se ha salido con una pregunta en tono patético: «Decidme, ¿un pobre cura qué ha de hacer aún para conseguir algo?».

Y ha desgranado toda una serie de iniciativas emprendidas, a veces con graves sacrificios personales, en favor de su gente, comprendida la última misión. Para terminar con un tono desolado:

«Y los resultados, decepcionantes, están a la vista de todos. Los huecos en la iglesia, como podéis constatar también hoy, se hacen cada vez más patentes. Las confesiones son escasas, y tengo motivo para pensar que los pecados no han disminuido, al contrario... Existe un clima de indiferencia y apatía que se está difundiendo peligrosamente. Una mentalidad que no tiene nada que ver con el evangelio y la ley de Dios está infectando incluso a los buenos. Casi todas las antiguas tradiciones han saltado por el aire. Muchas familias no lo son más que de nombre. Por no hablar de ciertas opciones en el campo moral en el que ya no se tiene cuenta del confín entre el bien y el mal, porque ya todo es lícito, todos hacen lo mismo. Por mucho que el cura diga o haga, también él tiene que ponerse al día, debe tener en cuenta que los tiempos han cambiado...».

Parece que Dios tiene también algo que replicar a los sacerdotes

Comprendo el desahogo, e intuyo las razones que desde hace tiempo se incuban en el ánimo exacerbado de nuestro párroco. Me parece, sin embargo, que, por una vez, comentando la palabra de Dios, ha dado un paso un poco desenvuelto y discutible, me atrevería a decir despreocupado. Una especie de salto acrobático sobre el trapecio. En efecto, sin salirse del texto bíblico, era lógico preguntarse: «¿Qué más tenía que haber hecho Dios?». Sin embargo su representante ha hecho una sustitución a mi modo de ver abusiva (pediré una confirmación a la teóloga de la familia, momentáneamente ausente): «¿Un pobre cura qué tiene que hacer aún para ser tomado en serio? ...».

Tanto más que aquella página áspera comienza poniendo en el banquillo de los acusados también a los sacerdotes: «En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades... y mancharon la casa del Señor...». Luego, ni siquiera el sacerdote se libra.

Si el cura se pusiese a la escucha y captase mis reacciones, quisiera mandarle este mensaje en tres puntos.

Primero. Por una vez, deje en paz a los santos padres y haga la meditación sobre Ciro, rey de Persia, uno que no sabe nada del Dios verdadero, pero a quien Dios ha elegido como instrumento para liberar a su pueblo y realizar la reconstrucción del templo.

Mire, señor párroco: la salvación llega como y cuando establece el Señor. Pero habitualmente no despunta por donde nosotros nos habríamos esperado. La solución resulta inesperada y llega de quien no te esperas.

Siga trabajando, señor cura. Pero piense que el Señor, cuando quiere reedificar su casa, que se ha hundido, también por nuestra culpa, confía la empresa a un increyente.

Segundo. Medite sobre todo en esas frases que he oído repetir el domingo, casi como un estribillo, y que para mí suenan como un repiqueteo a fiesta: «...Porque tenía compasión de su pueblo»; «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó...»; «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único».

O sea, cuando el Señor se siente desilusionado por su pueblo, y tiene motivos para ello, se empeña en amarlo todavía más.

Y, si se fija bien, hay en la última frase, si no la solución, al menos una indicación precisa para sus disgustos: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único». Para usted me gustaría traducirlo así: se trata no tanto de hacer, cuanto de dar o, mejor, de darse.

Tercero. Usted ha explicado que «la serpiente elevada en el desierto es solamente la figura de Cristo elevado en la cruz». Y nos ha dicho que hace falta mirar en esa dirección para ser curados de nuestros males.

No estaría mal que también el cura mire en dirección al Crucificado para que se cure del mal del desánimo y deje en paz las lamentaciones.

Entre otras cosas descubrirá que siempre queda algo por hacer. No, esté tranquilo, no le pronostico que termine en una cruz. Me contentaría con que crucificase sus dudas y sus tormentos y se tradujeran en términos de esperanza.

Poner a salvo la semilla

Si me permite, quisiera terminar citando a un predicador con bigotes, quien ciertas cosas las captaba al vuelo, Giovannino Guareschi. He ahí el diálogo que se cruza entre el cura en crisis y el Cristo en la cruz:

«Don Camilo abrió los brazos: Señor, ¿a qué viene este golpe de locura? ¿o es que el círculo está a punto de cerrarse y el mundo va hacia su rápida autodestrucción?

Don Camilo, ¿por qué tanto pesimismo? ¿es que mi sacrificio no ha valido para nada? ¿es que mi misión entre los hombres es más fuerte que la bondad de Dios?

No, Señor. Únicamente quería decir que la gente sólo cree en lo que ve y toca. Pero hay cosas esenciales que no se ven ni se tocan: el amor, la bondad, la piedad, la honradez, el pudor, la esperanza. Y la fe. Cosas sin las que no se puede vivir. Esta es la autodestrucción a que me refería. Creo que el hombre está destrozando todo su patrimonio espiritual. La única riqueza digna de este nombre que había ido acumulando a lo largo de los siglos. Un día no muy lejano volverá a ser como el hombre de las cavernas.

Señor, la gente tiene un miedo horrible a esas armas terroríficas que desintegran hombres y cosas. Pero yo creo que sólo ellas le podrán devolver al hombre su riqueza. Porque acabarán con todo, y entonces el hombre, liberado de la esclavitud de los bienes terrenos, volverá a buscar a Dios. Y lo encontrará, y reconstruirá ese patrimonio espiritual que hoy está a punto de destruir. Señor, si esto es lo que va a suceder, ¿qué podemos hacer nosotros?

El Cristo sonrió: Pues lo mismo que hace el campesino cuando el río salta por encima de los diques y anega los campos: ¡Salvar la semilla! Pues cuando el río vuelva a su cauce, la tierra aparecerá de nuevo y el sol la desecará. Si el campesino ha logrado salvar la semilla, podrá volverla a esparcir sobre esa tierra que el limo del río ha hecho más fértil, y la semilla dará fruto, y las espigas granadas y doradas darán a los hombres pan, vida y esperanza. Hay que salvar la semilla, es decir, la fe. Don Camilo, a quien todavía tiene fe hay que ayudarle a que la conserve intacta...» (El breviario de don Camilo, 155s).

Lo confieso. Me sentiría seguro si supiese, o al menos intuyese, que los curas de hoy, como don Camilo, se habituaran a cruzar un diálogo cerrado con el Crucificado, su conciencia crítica.

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