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jueves, 2 de abril de 2009

Domingo de Ramos - Ciclo B (Marcos 14, 1-15, 47): ¿Y el Poder de Dios?


Publicado por Fundación Epsilón

¿Quién podrá salvar al mundo de sus miserias? Si tuviéramos que responder a esta pregunta haciendo el retrato de un salvador de la humanidad, quizá lo último que se nos ocurriría sería pintarlo ajusticiado, agonizante y colgado de una horca... o de una cruz.

Lo mataron porque no estaban dispuestos a permitir que pusiera en peligro sus privilegios; porque los puso en evidencia al descubrir que engañaban al pueblo suplantando a Dios y que manipulaban el nombre de Dios para dominar al pueblo; porque les dijo que habían convertido la religión en un nego­cio y que se habían puesto de acuerdo con el emperador de Roma para apropiarse del pueblo, de los hombres, que sólo pertenecen al Dios liberador.

Se dejó matar, aceptó la muerte por amor: porque no podía soportar que se hiciera sufrir a los seres humanos. Y porque con su amor quería mostrar al mundo el amor de Dios, a quien él llamaba «Padre». Se dejó matar porque estaba harto de que se predicara la resignación y el sometimiento en nombre de Dios, y quiso enseñar a los hombres que lo que Dios exige es la rebeldía contra todo lo que constituye una violación de la dignidad de quienes fueron creados a imagen de Dios y están llamados a ser sus hijos. Y porque quiso ser rebelde sin ventajas, «como un simple hombre» (Flp 2,7), hasta en la muerte.

Pero ¿era necesario tanto dolor? De acuerdo: no fue Dios el que exigió la muerte de Jesús, pero ¿no le pudo ahorrar por lo menos la humillación? Porque si pudo y no quiso, ¿dónde estaba el amor de Padre? Y si quiso y no pudo..., ¿dónde estaba el poder de Dios?



INSULTOS, BURLAS Y ABANDONO



Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquier­da... Los transeúntes lo insultaban y decían, burlándose de él... De modo parecido, los sumos sacerdotes, bromeando entre ellos en compañía de los letrados... También los que estaban crucificados con él lo ultrajaban.



El evangelista nos presenta un cuadro dramático y terrible. Fuera de la ciudad sagrada, junto al camino, a la vista de la mucha gente que pasaba por allí, colgado en una cruz entre dos bandidos (guerrilleros nacionalistas, quizá), agoniza el mismo que pocos días antes había sido recibido y aclamado triunfalmente por el pueblo como el Rey-Mesías. Y con un letrero en el que se daba noticia de la causa de su condena: «El rey de los judíos». Todos se ríen de él, ridiculizando las palabras que había pronunciado cuando predicaba: tanto los que al escucharlo recibieron su mensaje como acusación y denuncia de sus injusticias como los que lo debieron sentir como anuncio de liberación. Todos de acuerdo: los transeún­tes, gente del pueblo que quizá lo había aclamado el domingo de Ramos y que ya había perdido toda esperanza en él; los sumos sacerdotes y los letrados que habían vuelto a engañar al pueblo para que rechazara a Jesús y que ahora celebraban lo que creían que era su triunfo, y hasta los que estaban crucificados con él. Todos de acuerdo en que ése no es modo de salvar al mundo: si el salvador no es capaz de salvarse a si mismo..., ¿a quién podrá salvar? Todos de acuerdo en que si Dios estuviera con él la suerte de aquel condenado no seria la que estaban viendo. Si aquel despojo humano fuera de verdad el Hijo de Dios, ¿qué clase de Padre sería ese Dios?

Y, al final, parece que hasta el mismo condenado les da la razón: «¡Eloi, Eloi, lema sabaktani», que significa Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?



UN DIOS SIN PODER



¡Vaya! ¡El que derriba el santuario y lo edifica en tres días! ¡Baja de la cruz y sálvate!... Ha salvado a otros y él no se puede salvar. ¡El Mesías, el rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos!



Un Dios sin poder. A algunos les sonará a blasfemia, pero eso es lo que se ve en el crucificado. «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso», decimos en el credo. Pero ¿en qué consiste su poder? Ciertamente, el poder de Dios no es como el de los poderosos de la tierra (capacidad de determinar o modificar la libertad de los demás). No. El Padre no cambia el curso de los acontecimientos que los hombres, en el uso de su libertad, han decidido; no fuerza la libertad de los hombres, ni siquiera para que éstos sean buenos. Preguntarse si podría hacerlo es un absurdo, algo así como preguntarse si Dios puede pecar. Entonces...

Dios es amor, dice San Juan. Y ése, el amor, es su poder. Y de ese poder sí está llena la figura del crucificado. Sus paisanos no fueron capaces de descubrirlo: todos los que hablan al verlo en la cruz pretenden que Dios anule lo que los hombres han hecho para que, demostrado así su poder, puedan creer en Jesús. No les entraba en la cabeza que el amor fuera ya salvación.

Quizá también a nosotros nos resulta difícil creer que el amor puede transformar el mundo. Sin embargo, conocemos por experiencia la fuerza del amor: si se apodera de nosotros nos cambia la vida, y cuando se hace norma de convivencia de un grupo, transforma su forma de vivir. Entonces, si lo dejáramos organizar el mundo en lugar de que siga estando en manos de la fuerza y del poder, ¿no cambiaría nada? No, no es tarea fácil. Como Jesús, hay que poner en juego la vida. Y sin ventaja: Jesús tuvo que afrontar la muerte solo, como un simple hombre. La confianza que él tenía en Dios («Dios mío» expresa una gran familiaridad) no alivia ni el dolor de verse rechazado por su pueblo y derrotado por sus enemigos ni la angustia, tan humana, de enfrentarse a la muerte. Pero así manifestó el poder del amor de Dios. Sólo un forastero, un pagano, supo verlo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios. » Entre tantos salvadores poderosos, ¿no sería inteligente dar una oportunidad a este salvador?

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