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martes, 7 de abril de 2009

Me duele la Iglesia

Por Josep Rovira, cmf
Publicado por Ciudad Redonda


Así se expresaba hace unos años el famoso dominico Yves Congar, uno de los grandes teólogos del Vaticano II, hecho más tarde cardenal, viendo las tensiones y reticencias ante la aplicación del concilio. Le “dolía” por dos razones: porque se sentía parte de la Iglesia y porque la amaba; y quien ama sufre por la persona amada. Por otra parte, la vida es tensión. Sólo hay un lugar en el que nadie se queja ni crea dificultades: el cementerio; pero, ¡porque no hay vida!

Todo eso me ha venido a la mente a propósito de los últimos hechos que han creado un malestar y revuelo en buena parte de la Iglesia. Y no me refiero ni al famoso discurso de Regensburg sobre cristianismo e Islam, ni a la cuestión del “preservativo”, mencionado por Benedicto XVI en su reciente viaje a África, sino a la ampliación del uso del rito preconciliar de la Misa, a la abrogación de la excomunión de los cuatro obispos lefebvrianos el pasado mes de enero, a la negación de la Shoah por parte de uno de ellos (R. Williamson), al nombramiento como obispo auxiliar de Linz (Austria) de un sacerdote católico (G. M. Wagner) y a su rechazo por parte de los obispos austríacos por tratarse de otro ultraconservador y negacionista (debido a ello, luego ha sido retirado su nombramiento)..., y a la carta personal del Papa, fechada el 10 del pasado mes de marzo y dirigida a todos los obispos de la Iglesia (e indirectamente a toda la Iglesia), en la que trata de explicar su pensamiento sobre los lefebvrianos y confiesa con mucha sencillez y humildad (¡viva la sinceridad!) que la Santa Sede ha cometido dos errores: la falta de información y comunicación entre los varios organismos de la Curia Romana y una presentación insuficiente de dichos documentos y de los hechos que los han motivado, por parte del Vaticano a la Iglesia y al público en general. De hecho la polémica ha sido muy pública y seria, dado que han habido varios cardenales, obispos e incluso enteras conferencias episcopales que se han quejado públicamente (en Alemania, Austria, Francia, Bélgica, Suiza...); cosa totalmente inédita desde hacía muchos años.

Además de personas importantes de la Iglesia, se han “desencadenado” algunos “blogs”; y ya se sabe que el frecuente anonimato del blog permite hablar e incluso ofender fácilmente al otro. Ha habido desde quien ha acusado a otros de vivir fuera de la realidad, de ser “muertos-vivos”, hasta quien ha expresado el deseo y la esperanza de que vaya muriendo ya la generación conciliar-posconciliar para poner finalmente (¡!) un poco de “orden” en la Iglesia y acabar con aquellos años “nefastos”..., pasando por el abanico intermedio de todas las opiniones imaginables. Todo eso sin hablar del lenguaje más o menos “pintoresco” (por usar un término benigno) que algunos han usado.

A continuación quisiera ofrecerles una breve reflexión, por si sirve a alguien. Y, desde luego, no pienso absolutamente ser infalible.

Todos hemos sido bautizados, todos somos Iglesia; y, por lo tanto, todos tenemos derecho a hablar y obligación de escuchar, porque la Iglesia depende de todos. El respeto y la escucha mutuos, el diálogo, es una necesidad de todos para con todos, no una moda pasajera, un lujo o una benévola concesión de parte de alguien. Por eso, hablar e incluso criticar en la Iglesia, cuando el individuo o un grupo están sinceramente convencidos de tener que hacerlo en nombre de la búsqueda de la voluntad de Dios, no es una manifestación de falta de obediencia, sino un gesto de amor responsable para con la comunidad cristiana y su fidelidad al Señor: recuerden las críticas de santa Catalina de Siena a los Papas de Aviñón para que volvieran a Roma, la incomprensión entre santa Teresa de Ávila y el Nuncio apostólico de España, la tensión entre san Francisco de Asís y su obispo... Criticar ciertas cosas de la Iglesia o de algunos de sus miembros con amor y responsabilidad no significa tener menos amor, sino más; lo demás es falta de madurez y de serena objetividad. Quien ama, critica mientras continúa amando a la persona criticada; no sólo, es por amor que la critica, precisamente porque busca su bien. Como dice la Palabra de Dios: “Más vale reprensión manifiesta que amistad encubierta. Más valen golpes leales de amigo, que besos falaces de enemigo” (Pro 27, 5-6).

No se trata pues de oponerse a la autoridad en cuanto tal (lo cual sería un problema de eclesiología dogmática), sino a una decisión operativa concreta de la misma, a un modo de plantear una cuestión o a un servicio determinado. Escribía hace años el teólogo Ratzinger (“El nuevo pueblo de Dios”, 1971): “(La Iglesia) vive siempre de la llamada del Espíritu, en la «crisis» del paso de lo viejo a lo nuevo. ¿Será casualidad que los grandes santos hayan estado en tensión no sólo con el mundo sino también con la Iglesia, y que hayan sufrido por manos de la Iglesia y en la Iglesia? (...). La verdadera obediencia no es la de los aduladores (llamados «falsos profetas» por la profecía genuina del Antiguo Testamento), de aquellos que evitan todo obstáculo, que ponen por encima de todo su comodidad: la obediencia que es veracidad, la obediencia animada por la fuerza entusiasta del amor, ésta es la verdadera obediencia que ha fecundado a la Iglesia a lo largo de los siglos, liberándola de la tentación babilónica y conduciéndola hacia su Señor crucificado”.

El silencio no es siempre una señal de obediencia madura; puede ser, en cambio, señal de indiferencia o de falta de responsabilidad frente al bien común. Escuchar y ser escuchado es un deber y un derecho de todo cristiano, porque le ha sido infundido el Espíritu. De ahí las palabras de Benedicto XVI el 24 de abril del 2005, en la homilía de la Misa de comienzo de su ministerio petrino: “... No estoy solo. No tengo que llevar solo lo que en realidad no podría nunca llevar solo (...). Mi verdadero programa de gobierno es el de no hacer mi voluntad, no perseguir mis ideas, sino ponerme a la escucha, junto con toda la Iglesia, de las palabras y de la voluntad del Señor y dejarme guiar por Él (...). Roguemos los unos por los otros, para que el Señor nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos los unos a los otros”. ¡No era retórica, era simplemente verdad! O, como ya había dicho Juan Pablo II en “Novo Millennio Ineunte” (n. 46): “... La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas diferencias (...). Es necesario, por lo tanto, que la Iglesia del tercer milenio estimule a todos los bautizados y confirmados a que tomen conciencia de su propia y activa responsabilidad en la vida eclesial”.

Me atrevería a decir que dicha lealtad y responsabilidad en la Iglesia se manifiestan: 1) en la exposición oportuna y humilde del propio punto de vista (un “no” al miedo, a la inhibición y a la pasividad, al espíritu cortesano, a la falta de sentido de corresponsabilidad eclesial en la búsqueda de lo que Dios quiere); 2) en el deseo sincero de búsqueda de la verdad (un “no” a la astucia, al doble juego, a la búsqueda del poder o de los propios intereses personales); 3) en el respeto ininterrumpido hacia todos, y por lo tanto también hacia quien tiene el ministerio de la autoridad (un “no” a la ofensa o denigración del hermano, a la arrogancia); 4) en el esfuerzo incansable por conciliar las exigencias de la obediencia a la legítima autoridad con las exigencias que la propia conciencia juzga irrenunciables (un “sí” al respeto de la conciencia de todos, incluso cuando según otros se equivocan: cf. Rom 14-15; 1Cor 8-10); 5) todo ello envuelto en el espíritu de fe y, por lo tanto, de oración que tiene que caracterizar a la vida del cristiano. Quienes se encuentran en esta situación y actúan con esta actitud, ciertamente están sirviendo a la Iglesia, son Iglesia, incluso cuando tal vez crean momentos de crisis o de tensión, y están ayudando a conocer mejor y a llevar a término la voluntad de Dios.

Y ahora, bajando a nivel personal, me imagino que no ha tenido que ser fácil -para el cristiano Josef Ratzinger- pasar de profesor o técnico en teología a pastor de la Iglesia universal, y más a una cierta edad (¡tiene ahora ochenta y dos años!). Por eso ruego por ese hermano nuestro que soñaba irse de Roma a su aldea natal y gozarse en santa paz sus últimos años de vida con lecturas sosegadas, cuidando del jardín de su casa y recreándose con la música de Mozart, Beethoven... En cambio, se le pidió que dedicara sus fuerzas restantes a la “preocupación por todas las Iglesias” (2Cor 11, 28). Y si no, ¡pónganse Uds. en su lugar! Y no olvidemos que perfecto es solamente nuestro Padre que está en los cielos; por lo tanto, todos tenemos “derecho” a no serlo, y “quien esté sin pecado que arroje la primera piedra” (Jn 8, 7). ¡Ah!, releamos de vez en cuando el entusiasmo, las tensiones e incluso enfrentamientos que tenían lugar en la Iglesia primitiva entre diversos grupos de creyentes e incluso entre apóstol y apóstol (cf. Hechos 5, 1-11; 6, 1-6; 11, 1-18; 15; 1Cor 1, 10-31; Ga 2): el Espíritu actuaba y actúa, pero entre hombres y mujeres, ¡no ángeles! Lo importante es que Él esté presente y activo. Dado que, como dijo el Señor, no tenéis más que un Padre, que está en los cielos, y un Mesías que es Cristo (cf. Mt 23, 8-12), trato de mirar a Benedicto XVI como un hermano por el cual rogar, y al cual ayudar con el diálogo sincero y respetuoso (¡no adulador!) y la colaboración responsable.

La verdad es que en la Iglesia hay cantidad de gente estupenda, otra que hace buenamente lo que puede, otra que sigue a trancas y barrancas, y otra a la cual uno diría: “¡Oiga..., mírese al espejo... y dése un retoque!”; o, como nos ha ido diciendo la liturgia durante la Cuaresma: “¡Conviértanse de una... vez!”. En fin, que no me escandaliza ni me sorprende lo que ha sucedido y sucede, porque sé que es “por nuestra salvación que bajó de los cielos”, y el Padre sabe que “hombres de barro somos”.

Me duele pues la Iglesia porque es mía y yo soy parte de ella; como me dolían los defectos de mi madre, pero no por eso dejaba de decírselo de buenas maneras, y sobre todo de quererla.

¡Felices Pascuas!

J. Rovira, cmf.

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