¿Qué queremos decir cuando afirmamos que “hacemos un sacrificio”? ¡He sacrificado mi carrera por mis hijos! ¡Me sacrifico muchísimo por mi trabajo! ¡El amor exige muchos sacrificios! ¡Algunas veces tenemos que sacrificar hasta nuestra misma vida para ser íntegros! ¡Cristo se sacrificó por nuestros pecados! ¡La Eucaristía es un sacrificio!
Teniendo en cuenta lo que es común a todas estas expresiones, podemos extraer la definición de sacrificio que trae el diccionario Webster: “La entrega o renuncia de algo de valor en aras de otra cosa”.
Ésa es una buena definición, pero contiene en sí más de lo que parece a simple vista, como es evidente cuando nos fijamos en el concepto de sacrificio en las Escrituras judías y cristianas. Toma, por ejemplo, la famosa historia de Abrahán, cuando Dios le pide que sacrifique a su hijo Isaac. ¿Qué hay, en el fondo, detrás de la invitación de Dios a Abrahán de sacrificar a Isaac sobre un altar?
Los elementos externos de la historia son éstos: Abrahán ha anhelado durante muchos años tener un hijo. Finalmente, aunque la situación es humanamente imposible, Sara concibe, y Abrahán recibe un hijo, Isaac, a quien se le describe como el “único”, su “tesoro, “su vida”. Pero entonces Dios invita a Abrahán a tomar a Isaac y ofrecerlo en sacrificio. Abrahán, con el corazón angustiado, está conforme con la petición de Dios, y lleva para ello la leña, el fuego y un cuchillo; en el camino todo el rato tiene que responder a la curiosidad de su hijo acerca de por qué no lleva una víctima para el sacrificio.
Cuando llegan al lugar del sacrificio, Abrahán recoge la leña, enciende el fuego, amarra a Isaac, y entonces llega a blandir el cuchillo para matarlo. Pero Dios interviene, interrumpe el sacrificio y, en cambio, proporciona a Abrahán un carnero para que lo ofrezca como sacrificio. La historia acaba con Abrahán e Isaac volviendo juntos a su tierra. ¿Qué lección profunda podemos captar en esta historia?
En un primer nivel, la lección es que Dios no quiere sacrificio humano alguno; pero hay una lección más profunda, más íntima que nos enseña algo sobre la necesidad innata, dentro de nosotros, de ofrecer sacrificios. Dicho sencillamente, la lección es ésta: Para recibir algo como don, lo tenemos que recibir dos veces. ¿Qué implicaciones tiene esto?
Un don o regalo, por definición, es algo que no se merece, pero que se da gratis. ¿Cuál es nuestro primer impulso cuando nos regalan algo? Nuestra respuesta instintiva es: “¡No puedo aceptar esto! ¡No lo merezco!” En esencia, ese gesto, esa saludable respuesta instintiva, es un intento de devolver el regalo a su dueño. Pero, naturalmente, el donante rehúsa recoger el regalo y nos lo vuelve a ofrecer asegurándonos: “Pero yo quiero que tengas esto”. Cuando lo recibimos por segunda vez, es ya más auténticamente nuestro, porque, al intentar devolverlo, reconocimos saludablemente que era un regalo, inmerecido.
Éste es el juego exacto de dinámicas en la historia de Abrahán cuando se ofrece para sacrificar a Isaac. Su hijo Isaac llega a él como el regalo más grande, más inmerecido de su vida. Su buena disposición para sacrificarlo va paralela al gesto instintivo: “¡No merezco esto! ¡No puedo aceptar esto!” Y devuelve el regalo a Dios, su donante. Pero el dador, todo Amor él mismo, interrumpe el gesto sacrificial de Abrahán y le ofrece el regalo del hijo por segunda vez. Ahora Abrahán puede recibir a Isaac sin reservas, como don. Cuando regresan a casa, Isaac es ya hijo de Abrahán de un modo nuevo, como nunca antes lo había sido. Abrahán tuvo que recibir el don dos veces, sacrificándolo la primera vez.
Ésa es la esencia del sacrificio: Recibir algo adecuadamente, incluida la vida misma, exige que lo reconozcamos precisamente como don, como algo inmerecido. Y hacer eso requiere sacrificio, una disponibilidad para devolver a su dador algo del regalo o el regalo entero.
Vemos esto como la dinámica subyacente en el ritual del sacrificio antiguo. Por ejemplo: Un labrador recogería una cosecha. Pero, antes de que él o su familia comieran aunque fuera un simple bocado, el labrador tomaría algo de ella (los “primeros frutos”, las primicias) y lo ofrecería a Dios en forma de sacrificio, normalmente quemándolo, de forma que el humo ascendiendo a los cielos devolviera algo de la cosecha a Dios, a quien el labrador percibía como el dador real de aquella recolección. Después de sacrificar algo de esa manera, el labrador y su familia podría ya disfrutar del resto sin reservas morales, porque, al intentar devolverlo a su autor, tomaban ellos más conciencia de que todo era regalo y don de Dios. Ahora pueden ya ellos disfrutarlo sin sentido alguno de culpa precisamente porque, por medio del sacrificio, lo han reconocido como don.
Ésa es la quintaesencia de todo sacrificio, ya sea el sacrificio de una carrera a causa de nuestros hijos o bien el sacrificio de Jesús en la cruz. El sacrificio reconoce el don como don. Como en la historia de Abrahán, el sacrificio intenta devolver el regalo a su dador, pero el dador manda interrumpir el sacrificio y devuelve el don al beneficiario, de una manera todavía más profunda.
Disfrutaríamos inmensamente más nuestras vidas, si entendiéramos bien esto.
Teniendo en cuenta lo que es común a todas estas expresiones, podemos extraer la definición de sacrificio que trae el diccionario Webster: “La entrega o renuncia de algo de valor en aras de otra cosa”.
Ésa es una buena definición, pero contiene en sí más de lo que parece a simple vista, como es evidente cuando nos fijamos en el concepto de sacrificio en las Escrituras judías y cristianas. Toma, por ejemplo, la famosa historia de Abrahán, cuando Dios le pide que sacrifique a su hijo Isaac. ¿Qué hay, en el fondo, detrás de la invitación de Dios a Abrahán de sacrificar a Isaac sobre un altar?
Los elementos externos de la historia son éstos: Abrahán ha anhelado durante muchos años tener un hijo. Finalmente, aunque la situación es humanamente imposible, Sara concibe, y Abrahán recibe un hijo, Isaac, a quien se le describe como el “único”, su “tesoro, “su vida”. Pero entonces Dios invita a Abrahán a tomar a Isaac y ofrecerlo en sacrificio. Abrahán, con el corazón angustiado, está conforme con la petición de Dios, y lleva para ello la leña, el fuego y un cuchillo; en el camino todo el rato tiene que responder a la curiosidad de su hijo acerca de por qué no lleva una víctima para el sacrificio.
Cuando llegan al lugar del sacrificio, Abrahán recoge la leña, enciende el fuego, amarra a Isaac, y entonces llega a blandir el cuchillo para matarlo. Pero Dios interviene, interrumpe el sacrificio y, en cambio, proporciona a Abrahán un carnero para que lo ofrezca como sacrificio. La historia acaba con Abrahán e Isaac volviendo juntos a su tierra. ¿Qué lección profunda podemos captar en esta historia?
En un primer nivel, la lección es que Dios no quiere sacrificio humano alguno; pero hay una lección más profunda, más íntima que nos enseña algo sobre la necesidad innata, dentro de nosotros, de ofrecer sacrificios. Dicho sencillamente, la lección es ésta: Para recibir algo como don, lo tenemos que recibir dos veces. ¿Qué implicaciones tiene esto?
Un don o regalo, por definición, es algo que no se merece, pero que se da gratis. ¿Cuál es nuestro primer impulso cuando nos regalan algo? Nuestra respuesta instintiva es: “¡No puedo aceptar esto! ¡No lo merezco!” En esencia, ese gesto, esa saludable respuesta instintiva, es un intento de devolver el regalo a su dueño. Pero, naturalmente, el donante rehúsa recoger el regalo y nos lo vuelve a ofrecer asegurándonos: “Pero yo quiero que tengas esto”. Cuando lo recibimos por segunda vez, es ya más auténticamente nuestro, porque, al intentar devolverlo, reconocimos saludablemente que era un regalo, inmerecido.
Éste es el juego exacto de dinámicas en la historia de Abrahán cuando se ofrece para sacrificar a Isaac. Su hijo Isaac llega a él como el regalo más grande, más inmerecido de su vida. Su buena disposición para sacrificarlo va paralela al gesto instintivo: “¡No merezco esto! ¡No puedo aceptar esto!” Y devuelve el regalo a Dios, su donante. Pero el dador, todo Amor él mismo, interrumpe el gesto sacrificial de Abrahán y le ofrece el regalo del hijo por segunda vez. Ahora Abrahán puede recibir a Isaac sin reservas, como don. Cuando regresan a casa, Isaac es ya hijo de Abrahán de un modo nuevo, como nunca antes lo había sido. Abrahán tuvo que recibir el don dos veces, sacrificándolo la primera vez.
Ésa es la esencia del sacrificio: Recibir algo adecuadamente, incluida la vida misma, exige que lo reconozcamos precisamente como don, como algo inmerecido. Y hacer eso requiere sacrificio, una disponibilidad para devolver a su dador algo del regalo o el regalo entero.
Vemos esto como la dinámica subyacente en el ritual del sacrificio antiguo. Por ejemplo: Un labrador recogería una cosecha. Pero, antes de que él o su familia comieran aunque fuera un simple bocado, el labrador tomaría algo de ella (los “primeros frutos”, las primicias) y lo ofrecería a Dios en forma de sacrificio, normalmente quemándolo, de forma que el humo ascendiendo a los cielos devolviera algo de la cosecha a Dios, a quien el labrador percibía como el dador real de aquella recolección. Después de sacrificar algo de esa manera, el labrador y su familia podría ya disfrutar del resto sin reservas morales, porque, al intentar devolverlo a su autor, tomaban ellos más conciencia de que todo era regalo y don de Dios. Ahora pueden ya ellos disfrutarlo sin sentido alguno de culpa precisamente porque, por medio del sacrificio, lo han reconocido como don.
Ésa es la quintaesencia de todo sacrificio, ya sea el sacrificio de una carrera a causa de nuestros hijos o bien el sacrificio de Jesús en la cruz. El sacrificio reconoce el don como don. Como en la historia de Abrahán, el sacrificio intenta devolver el regalo a su dador, pero el dador manda interrumpir el sacrificio y devuelve el don al beneficiario, de una manera todavía más profunda.
Disfrutaríamos inmensamente más nuestras vidas, si entendiéramos bien esto.
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