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miércoles, 6 de mayo de 2009

V Domingo de Pascua (Juan 15,1-8): Yo soy la vid verdadera

Por Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles

En estos versículos iniciales del capítulo XV del Evangelio de San Juan, Jesús expone la alegoría de la vid. Comienza con esta declaración solemne: "Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador". Todo indica que este era un discurso de Jesús con un tema propio, que se había conservado en la memoria de sus discípulos sin relación con un contexto preciso. En efecto, aparece en el Evangelio de Juan desconectado de lo anterior. En los capítulos precedentes Juan nos transmite los discursos de despedida de Jesús, y el capítulo XIV concluye con estas palabras suyas: "Levantaos. Vamonos de aquí" (Jn 14,31). Se produce un cambio de escena que indica un cambio de tema. En seguida, sin anuncio previo, Jesús comienza el discurso sobre la vid verdadera con las palabras que hemos citado.

"Yo soy la vid verdadera". Es una de esas frases típicas del Evangelio de Juan en que Jesús define su identidad. Por eso nos interesa comprender su significado. En primer lugar, nos llama la atención el adjetivo "verdadera". ¿Es que hay una vid "falsa", con la cual Jesús quiere establecer un contraste? No precisamente. El adjetivo "verdadero" se usa en el Evangelio de Juan para cualificar una realidad que ha sido preanunciada en el Antiguo Testamento por medio de una figura y que aquí tiene su realización plena. Ese adjetivo establece una oposición entre anuncio y cumplimiento. Es, entonces, necesario buscar en el Antiguo Testamento un lugar en que aparezca la vid como imagen, pues a ella se refiere Jesús. La afirmación de Jesús quiere decir que aquí ha alcanzado la verdad lo que allá no era más que una sombra. Aquí ha sido revelado lo que allá era un anuncio. El lugar que buscamos lo encontramos en el capítulo V de Isaías.

Allí Isaías refiere la canción de amor de un propietario por su viña; destaca la solicitud con que la cultiva y cuida; pero también su pesar al obtener de ella solamente frutos amargos. Entonces concluye: "Viña del Señor, Dios de los ejércitos, es la Casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantío exquisito. Esperaba de ellos justicia, y hay iniquidad; honradez, y hay alaridos" (Is 5,7). La frustración de Dios por la conducta de su pueblo se ve completamente reparada por la fidelidad de Jesús. Todo lo que Dios esperaba de su viña, lo obtiene con plena satisfacción de Jesucristo. Esto es lo que quiere decir Jesús cuando declara: "Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador". Si en la canción de la viña de Isaías, el dueño "esperaba que diese uvas" (Is 5,2), esta esperanza se ve satisfecha en Jesús. En él Dios encuentra frutos abundantes y deliciosos; en él Dios se complace.

Pero, en seguida, Jesús se extiende a nuestra relación con él diciendo: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos". Enseña así que también nosotros podemos participar de su condición de vid verdadera; que podemos ser parte de la misma vid cuyo viñador es el Padre; y que también nosotros podemos dar frutos que satisfagan al Padre. Pero esto sólo a condición de permanecer unidos a Cristo. Lo dice él de manera categórica: "El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada". La unión con Cristo nos permite poner un tipo de obras que tienen significado ante Dios. Nosotros, los hombres, somos nada y vaciedad ante Dios, como dice el Salmo 8: "¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?". Pero si, no obstante nuestra insignificancia, queremos que Dios se acuerde de nosotros, si queremos atraer la atención y el amor de Dios sobre nosotros, debemos permanecer en Cristo. Entonces podemos, incluso, dar gloria a Dios: "La gloria de mi Padre está en que deis fruto, y que seáis mis discípulos".

Esos frutos que dan gloria a Dios no los podemos dar nosotros sin Cristo, pues separados de él somos como los sarmientos separados de la vid. ¿A qué se refiere Jesús cuando habla de "frutos"? Eso queda claro más adelante cuando dice: "Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn 15,17). Es lo mismo que decir: "Lo que os mando es que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca" (cf. Jn 15,16). El único fruto que Dios espera de nosotros es el amor; pero a menudo obtiene sólo uvas amargas, que son nuestro egoísmo. De lo enseñado por Jesús se deduce que el hombre no puede poner un acto de amor verdadero, sin estar unido a Cristo, pues el amor es un acto sobrenatural que nos es dado. La naturaleza humana abandonada a sus fuerzas no es capaz de poner un acto de amor verdadero; abandonado a sus propias fuerzas el hombre no es capaz de negarse a sí mismo para procurar el bien del otro. Acaba siempre en el egoísmo, es decir, procurando su propio bien. Y esto es lo que para Dios no tiene existencia.

San Pablo expone esta misma enseñanza de manera incisiva en el famoso himno al amor cristiano: "Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, nada soy" (1Cor 13,2). Si el hombre no tiene amor, no tiene entidad ante Dios. Esto es lo que dice Jesús: "Sin mí no podéis poner un acto de amor, sin mí no podéis hacer nada, sin mí no sois nada". Empezamos a existir ante Dios cuando nos injertamos en Cristo y gozamos de su misma vida divina. Y esto acontece por primera vez en nuestro bautismo.

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