Los hombres preferimos casi siempre lo fácil, y nos pasamos la vida tratando de eludir todo aquello que exige verdadero riesgo y sacrificio.
Cuántos retroceden y se repliegan cómodamente en la pasividad, cuando descubren las exigencias y luchas que lleva consigo el saber vivir con cierta hondura.
Nos da miedo tomar en serio nuestra vida. Da vértigo asumir la propia existencia con responsabilidad total. Es más fácil «instalarse» y «seguir tirando», sin atreverse a afrontar el sentido último de nuestro vivir diario.
Cuántos hombres y mujeres viven sin saber cómo, por qué ni hacia dónde. Están ahí. La vida sigue cada día. Pero, por el momento, que nadie les moleste. Están ocupados por su trabajo, al atardecer les espera su programa de T. V., las vacaciones están ya próximas. ¿Qué más hay que buscar?
Vivimos en un mundo atormentado, y, de alguna manera hay que defenderse. No se puede vivir a la deriva. Y entonces cada uno se va buscando con mayor o menor esfuerzo el tranquilizante que más le conviene, aunque dentro de nosotros se vaya abriendo un vacío cada vez más inmenso de falta de sentido y de cobardía para vivir nuestra existencia en toda su hondura.
Por eso, los que fácilmente nos llamamos creyentes, deberíamos escuchar con sinceridad total las palabras de Jesús: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?».
Quizás nuestro mayor pecado contra la fe, lo que más gravemente bloquea nuestra acogida del evangelio, sea la cobardía. Digámoslo con sinceridad. No nos atrevemos a tomar en serio todo lo que el evangelio significa.
Con frecuencia se trata de una cobardía oculta, casi inconsciente. Alguien ha hablado de la «herejía disfrazada» (M. Bellet) de quienes defienden el cristianismo incluso con agresividad, pero no se abren nunca a las exigencias más fundamentales del evangelio.
Entonces el cristianismo corre el riesgo de convertirse en un tranquilizante más. Un conglomerado de cosas que hay que creer, cosas que hay que practicar y defender. Cosas que «tomadas en su medida», hacen bien y ayudan a vivir.
Pero, entonces todo puede quedar falseado. Uno puede estar viviendo su «propia religión tranquilizante», no muy alejada del paganismo vulgar que se alimenta de confort, dinero y sexo, evitando de mil maneras el «peligro supremo» de encontrarnos con el Dios vivo de Jesús que nos llama a la justicia, la fraternidad y la cercanía a los pobres.
Cuántos retroceden y se repliegan cómodamente en la pasividad, cuando descubren las exigencias y luchas que lleva consigo el saber vivir con cierta hondura.
Nos da miedo tomar en serio nuestra vida. Da vértigo asumir la propia existencia con responsabilidad total. Es más fácil «instalarse» y «seguir tirando», sin atreverse a afrontar el sentido último de nuestro vivir diario.
Cuántos hombres y mujeres viven sin saber cómo, por qué ni hacia dónde. Están ahí. La vida sigue cada día. Pero, por el momento, que nadie les moleste. Están ocupados por su trabajo, al atardecer les espera su programa de T. V., las vacaciones están ya próximas. ¿Qué más hay que buscar?
Vivimos en un mundo atormentado, y, de alguna manera hay que defenderse. No se puede vivir a la deriva. Y entonces cada uno se va buscando con mayor o menor esfuerzo el tranquilizante que más le conviene, aunque dentro de nosotros se vaya abriendo un vacío cada vez más inmenso de falta de sentido y de cobardía para vivir nuestra existencia en toda su hondura.
Por eso, los que fácilmente nos llamamos creyentes, deberíamos escuchar con sinceridad total las palabras de Jesús: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?».
Quizás nuestro mayor pecado contra la fe, lo que más gravemente bloquea nuestra acogida del evangelio, sea la cobardía. Digámoslo con sinceridad. No nos atrevemos a tomar en serio todo lo que el evangelio significa.
Con frecuencia se trata de una cobardía oculta, casi inconsciente. Alguien ha hablado de la «herejía disfrazada» (M. Bellet) de quienes defienden el cristianismo incluso con agresividad, pero no se abren nunca a las exigencias más fundamentales del evangelio.
Entonces el cristianismo corre el riesgo de convertirse en un tranquilizante más. Un conglomerado de cosas que hay que creer, cosas que hay que practicar y defender. Cosas que «tomadas en su medida», hacen bien y ayudan a vivir.
Pero, entonces todo puede quedar falseado. Uno puede estar viviendo su «propia religión tranquilizante», no muy alejada del paganismo vulgar que se alimenta de confort, dinero y sexo, evitando de mil maneras el «peligro supremo» de encontrarnos con el Dios vivo de Jesús que nos llama a la justicia, la fraternidad y la cercanía a los pobres.
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