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martes, 7 de julio de 2009

Otra Mirada: Despreciar la vida


Este señor está pasado de moda. ¡Eso era antes! Me refiero a Jorge Manrique cuando escribe: “Recuerde el alma dormida / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida / cómo se viene la muerte / tan callando”.

Ahora la muerte es buscada a ritmo de “rock”, jaleada, invocada, cortejada sin el menor rubor. No se piensa en el zarpazo que tan mala compañía puede dar. Baste mirar los caídos por “éxtasis” o los millones de envenenados por el beso del alcohol, la droga o la velocidad.

Lo que más me repugna es la pasividad de los gobernantes ante las “danzas de muerte”, no sólo consentidas sino promocionadas. Con machacona frecuencia los telediarios nos atragantan con noticias como la de ese joven roto contra el barranco, mientras practicaba el absurdo “deporte” de tirarse con amarras elásticas desde un alto puente. Con el bolsillo del muerto y de otros necios se enriquece una empresa llamada “Adrenalina Sport” o algo parecido.

Un deporte es esencialmente ejercicio físico practicado para desarrollar el cuerpo y el espíritu. Lo acuñaron los clásicos: “mens sana in corpore sano”. Pero la estupidez avanzada de nuestro avanzado mundo llama deporte a flirtear con la muerte sin mover un solo músculo.

La adrenalina es una hormona, segregada principalmente por las glándulas suprarrenales, que constituye un poderoso constrictor de los vasos sanguíneos. Es una especie de alarma natural ante los ataques a nuestra integridad. Actúa en el sistema nervioso poniendo en guardia al sujeto ante un peligro y prepara el cuerpo para evitar posibles hemorragias. Pero empresarios largos y clientes cortos han convertido la adrenalina en objeto de artificiales juegos de aproximación a la muerte. Lo que fue creado como sistema de defensa, estos homínidos irracionales lo usan como mortífera diversión. ¿Hay aberración mayor? ¡Pues sí, la hay!

Cuando estos “deportes” macabros los organiza el propio Estado y se busca el aplauso público de tales aberraciones, entonces se consiguen cotas de irresponsabilidad y falta de humanidad indescriptibles. Quien debiera tutelar la seguridad y bien común se dedica a organizar juegos de muerte. Recuerdo con pavor, por ejemplo, esta noticia: “83 muertos y más de 100 heridos al estrellarse un caza ucraniano en un vuelo de exhibición en el festival aéreo de la ciudad de Lviv”.

Ahora resulta que “fiesta” no es proporcionar regocijo y paz a las buenas gentes; “fiesta” es arriesgar vidas jugando con preciosas armas de guerra. Si el juego termina en tragedia -como ya ha ocurrido en demasiadas ocasiones- no pasa nada. ¡Total, nadie se arruina! La organización, los pilotos, el combustible y los aparatos siniestrados se pagan con dinero de los muertos y de los aterrados supervivientes. La noticia concluía: “Pero en nuestra patrulla española Águila esto no puede ocurrir”. ¡Encima nos consideran memos!

Otras veces disfrazamos la muerte de folclore y bailamos con ella. Hasta que enseña el filo de su guadaña y los muertos o heridos nos estremecen. ¿Cómo es posible jugarse la vida por diversión?

Conocido es el gancho turístico de los paganos “sanfermines” con sus grasos beneficios. ¿Justifica el dinero la promoción de juegos de muerte? ¿Qué precio tiene la vida o la integridad física? Resulta esperpéntico que la televisión oficial promocione, diaria y sonrientemente, los encierros suicidas con su aciago balance de heridos o muertos. ¿Qué pensarán los zamoranos de Manganeses de la Polvorosa, a quienes se les ha prohibido mantear la cabra desde el campanario? Un animal merece respeto, ciertamente, pero mucho más lo exigirá la integridad y la vida de un ser humano. Sin embargo, para algunos gobernantes, el griterío de los energúmenos y los réditos turísticos están plenamente justificados porque promocionan la "cultura popular". ¿Cultura? ¡Qué cultura!

A la sombra de esta luctuosa ceguera humana son cada día más las empresas y ayuntamientos que promocionan actividades de riesgo. ¡Cuanto más riesgo mejor! No hay más que observar muchos festejos o los ultramodernos parques de ocio. Se juega con animales mortíferos, con fuego, con pólvora, con velocidad, con acrobacias extremas, con máquinas de arriesgar, muy seguras según sus interesados fabricantes. Cuando la muerte saca su zarpa y llega la tragedia, entonces no hay responsables, todo fue azar, un inesperado accidente. Como mucho, el Seguro pagará su macabra y ridícula tarifa.

Si uno se juega la vida o la integridad física, la racionalidad humana exige el contrapeso de una causa proporcionada. Un socorrista se arriesga por quien se ahoga, un bombero se la juega por rescatar a una persona o un policía muere por defender a un inocente. Entonces hablamos de héroes: “arriesgados con causa”. Hay un valor que defender, generalmente la vida o la integridad, otras veces el pan de cada día. Que le pregunten a un pescador de altura, a un minero o a un albañil de andamio por el valor de la vida. Que les inviten a participar en jueguecitos de muerte. La respuesta podría ser apoteósica.

Los modernos payasos de la muerte, con clac de circo y autorización oficial, no necesitan causa alguna para jugarse la vida. No piensan, les basta la “divertida excitación” provocada artificialmente. Por no pensar, no piensan ni en las vidas que destruyen junto a la suya. ¿Quién piensa en los padres de ese 60% de jóvenes accidentados o muertos en las carreteras? ¿Quién consuela a la madre, a la viuda, a los huérfanos, que sufren las consecuencias de la diversión? ¿Quién se acuerda de los “condenados sin culpa” a cuidar al tetrapléjico de la juerga?

No podré olvidar jamás el dicho de mi padre: ¡Valiente pero prudente! Qué lección tan breve y completa. Valiente a la hora de trabajar los talentos, de defender la familia, la patria, la honra, la dignidad, la justicia o la solidaridad. Pero prudente a la hora de divertirte, de viajar, de aceptar compañías, de elegir un deporte o de alegrar tu ocio. ¡Arriésgalo todo, sí, cuando la causa lo merezca, pero no arriesgues ni poco ni mucho por nada!

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