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Vicente era un hombre enjuto de carnes y de mirada profunda. Detenerse a su lado era como acercarse a un pozo de bondad. Él hablaba vehemente de la dignidad humana y del amor al prójimo como praxis de la felicidad en este mundo nuestro. Hacía años que había conocido la India y se quedó prendado de sus gentes y descorazonado de su sistema de castas que genera desigualdades dantescas entre los propios habitantes nativos. Vicente decidió entonces irse con los últimos, los “intocables”, y crear vida en el yermo. Su compromiso personal le ha llevado a sacar de la miseria a más de dos millones de personas en el estado de Anantapur. A día de hoy somos no pocos los que hemos tendido un lazo de apoyo a la labor de este hombre a través de la Fundación que lleva su nombre y al frente de la cual él (durante muchos años), su esposa y sus hijas e hijo, siguen haciendo el pequeño milagro de cada día: el de la solidaridad, concienciando a los más pobres de que la resignación no es la solución.
Vicente Ferrer fue un auténtico mártir de la causa de “los intocables” de la India. Admiro reverentemente a este hombre que llevaba años luchando para devolver la dignidad a los más desfavorecidos, a los excluidos. Hay gestos sencillos que tienen el don del políglota, dicen mucho en todos los idiomas. Y Vicente se ha convertido en un embajador de la paz y la justicia, ese lenguaje que tanto cuesta interpretar a los más poderosos.
Transcribo a continuación unas palabras suyas que resumen perfectamente su vida y obra: “¿Qué necesidad tengo de buscar la verdad si cualquier acción en favor de los demás contiene todas las filosofías, todas las religiones y a Dios?” Y es que en Vicente se cumplen a la perfección aquellas palabras del profesor Miguel de Unamuno: “Doy cuanto tengo, dice el generoso. Doy cuanto valgo, dice el abnegado. Doy cuanto soy, dice el héroe. Me doy a mí mismo, dice el santo”. Por ti, Vicente, por tu causa, para que sea también la nuestra: in memoriam.
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