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domingo, 20 de septiembre de 2009

Meditación para el XXV Domingo del Tiempo Ordinario,B (20 de Septiembre de 2009)

Por Angel Moreno
Publicado por Ciudad Redonda

Si hacemos la composición de lugar a la manera ignaciana, nos debemos situar en una escena íntima, privada, por caminos discretos, por los que el Maestro va instruyendo a sus discípulos en el misterio de la cruz y del sufrimiento: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán y después de muerto resucitará”. Con estas palabras, Jesús quería iniciar a los suyos en el Misterio Pascual, núcleo de la revelación cristiana.

Ante esta enseñanza, en el contexto de las lecturas de este domingo, podemos observar, al menos, tres consideraciones. La primera, la causa de la violencia; la segunda, la distracción y distancia de los apóstoles a las enseñanzas evangélicas, y la tercera, el sufrimiento y el amor de Dios.

“Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males” (Sant 3, 16). Esta actitud es causa de violencia e injusticia: “Acechemos al justo, que nos resulta incómodo” (Sab 2, 12). “Hombres violentos me persiguen a muerte, sin tener presente a Dios” (Sal 53, 5). Estos textos nos previenen de algo que puede evitarse, pero que, por desgracia, es crónica habitual. La rivalidad, la envidia, los celos engendran violencia.

Asombra el hecho de los discursos paralelos que el Evangelio de Marcos presenta. Por un lado, Jesús abriendo su alma a los discípulos y adelantándoles su próxima Pasión; por el otro, los discípulos “por el camino habían discutido quién era el más importante” (Mc 9, 34). Esta escena denuncia nuestros ensimismamientos, egocentrismos, egoísmos que nos insensibilizan ante el dolor y las necesidades de los otros, aunque los tengamos delante.

El sufrimiento, la contrariedad, el dolor, se interpretan en general como desgracia, y en algunos casos son motivo de rebeldía y de culpar a Dios de los males que nos aquejan. Porque nuestro argumento es semejante al de los impíos: “Si es el hijo de Dios, Él lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos” (Sab 2, 18). La revelación de Jesús, el Hijo amado de Dios, de que padecerá la muerte a manos de sus enemigos, ilumina la prueba. El sufrimiento no es desamor, sino prueba de entrega total, posibilidad de demostrar hasta dónde llega el amor de Dios.

El sufrimiento se asume desde el amor y la ofrenda nace de la confianza. “Te ofreceré un sacrificio voluntario, dando gracias a tu nombre, que es bueno” (Sal 53, 8). Jesús enseña la paradoja evangélica: “Quien quiera ser primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Esta opción sólo es posible desde la certeza que da la fe, y por la confianza que Jesús tenía de que su Padre no lo abandonaría: “A los tres días resucitará”. Acabamos de celebrar la Exaltación de la Cruz. Los cristianos tenemos este signo como triunfo y victoria que nos transmite el secreto del abandono en manos de Dios, con la seguridad de que todo está ordenado para el bien, y nosotros estamos destinados a la resurrección.

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