Por Fernando Torres Pérez, cmf
Pero la confusión no viene sólo de que las palabras no estén de acuerdo con la realidad. Es que, además, muchas veces no usamos las palabras con el mismo significado. Cuando, por ejemplo, el político dice “libertad”, a veces no quiere decir lo mismo que el pueblo quiere decir cuando habla de “libertad”. Así que nos resulta difícil entendernos.
Cuando tú dices Dios, yo entiendo...
Está claro que algo de esto sucede en el diálogo entre Jesús y Pedro en el Evangelio de hoy. Está claro que cuando Pedro afirma que “Tú eres el Mesías” no entiende exactamente lo mismo que Jesús. Por eso su reacción cuando Jesús comienza a explicar lo que le va a suceder al Mesías –padecer mucho, ser condenado y ser ejecutado–. Simplemente no entiende lo mismo que Jesús cuando dice “Mesías”. Y por eso Jesús le reprende con tanta fuerza.
Una primera conclusión: tendríamos que reflexionar sobre el significado que damos a las palabras que usamos a diario o en nuestra relación con Dios. Tendríamos que reflexionar y pensar quién es Dios para mí, que quiero decir cuando afirmo que es mi salvador, que nos da la vida, que nos perdona a todos o que estamos comprometidos con el reino de Dios. Y comparar los frutos de nuestra reflexión con la Palabra de Dios, con el Evangelio sinceramente leído. Para ver si el significado real que damos a esas palabras concuerda con el significado que les da Jesús o Pablo en sus cartas.
Pero hay otro tipo de confusión –el primero al que nos referíamos, el de los políticos que prometen pero luego no hacen– que también está presente en las lecturas de hoy. No basta con decir “Tú eres el Mesías” y haber asimilado perfectamente el significado que Jesús da a esos términos. Es que pronunciar esas palabras implica comportarse de una manera determinada. Son palabras que comprometen a la acción. Y ahí llegamos a la carta de Santiago. Su autor debía ser una persona muy realista y muy práctica. Para él la fe no se manifiesta en las grandes afirmaciones sino en las obras. No bastan las palabras. Hay que actuar. Si por nuestra fe sabemos que todos son nuestros hermanos y hermanas, hay que actuar en consonancia. Esa es la verdadera fe.
La fe se muestra en las obras
Desde ahí se entiende el último párrafo del Evangelio. No basta con decir o reconocer que Jesús es el Mesías. Hay que seguirle con todo lo que eso implica: cargar con la propia cruz y dejar de pensar en uno mismo para buscar siempre el bien de los demás. Ese es el camino de la salvación. Esas son las obras de la fe: no muchas palabras sino mucha acción al servicio de los hermanos y hermanas, creando fraternidad, reconciliando, curando, acercando a los que están excluidos de la mesa común del Reino. Eso es lo que Dios quiere. En el camino encontraremos dificultades pero contamos con la gracia de Dios, con su ayuda, con su presencia, como nos recuerda la primera lectura del profeta Isaías.
Las lecturas de hoy nos recuerdan que tenemos que poner nuestra fe en sintonía con el Evangelio, con la Palabra de Dios. No se trata de “hacer de nuestra capa un sayo” sino de acoger el mensaje de Jesús tal y como él lo entiende. Pero no basta con eso. Además, hay que llevar esa fe a nuestra vida con obras concretas, con acciones que hagan presente en nuestro mundo el amor de Dios que hemos recibido en nuestros corazones.




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