Publicado por El Blog de X. Pikaza
Uno de los dichos más enigmáticos y fuertes de Jesús recoge una sentencia de la sabiduría universal que dice: “Las aves del cielo tienen nido, las zorras madrigueras, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). El término “Hijo del hombre” tiene aquí un sentido doble: alude, por un lado, a la humanidad en su conjunto; por otro se refiere al mismo Jesús, que viene a ofrecer un camino en el tiempo a los que parecen que no tienen ya tiempo, porque el mundo viejo acaba.
Así somos los hombres, con Jesús, nómadas del tiempo, navegantes sin casa fija ni morada sobre el mundo, como un barco que va abriendo surco en el mar del futuro… y que va creando el mismo mar mientras navega. No tenemos donde reclinar la cabeza (a no ser en el mismo Dios, que marcha con nosotros) porque no nos podemos parar en el camino, pues en el momento en que lo hiciéramos dejaríamos de ser hombre y mujeres. Eso significa que somos Adviento, camino de llegada de Dios, que ha venido en Cristo y sigue viniendo (con Cristo) en la medida en que nosotros caminamos.
Los demás vivientes parecen instalados, en un lugar y tiempo: tienen madrigueras y nidos (nichos ecológicos), sobre el mar del tiempo y de esa forma pueden resguardarse. Los hombres, en cambio, vivimos en el mar o sobre el aire, navegando sobre un tiempo que nosotros mismos somos, sin saber a ciencia cierta a dónde tendemos (aunque en fe sabemos que nos dirigimos hacia la tierra de Dios, que es nuestra tierra).
Así nos saca Jesús, fuera de las pequeñas ciudades de refugio que hemos ido edificando (que al fin no son más que torres de Babel) para amar, vivir y morir al descampado como él, mientras buscamos y esperamos la ciudad futura (cf. Heb 13, 13-14); Ap 21-22). Así caminamos con él, sabiendo bien que ni el ojo vio y el oído oyó lo que podremos ver y escuchar si seguimos caminando con Jesús.
Algunos de nosotros habíamos olvidado nuestra condición de nómadas del tiempo, peregrinos de Dios, pensando que habíamos logrado construir con la ayuda del mismo Dios una casa permanente sobre el mundo, un “tabernáculo” perpetuo donde reposar, sea en forma sacral (nuestras seguridades religiosas), sea en forma secular (nuestros sistemas económico-sociales). Pero las condiciones de los tiempos y, de un modo especial, la misma experiencia del evangelio nos ha hecho descubrir que somos nómadas del tiempo y peregrinos de Dios, más allá de todas las formas y figuras que hemos ido creando a lo largo de la historia.
Ser nómadas del tiempo significa caminar (volar, navegar), ligeros de equipaje y por itinerarios que no han sido recorridas todavía por nadie, no como las aves migratorias que van y vuelven por rutas prefijadas en la misma evolución del tiempo, por las estaciones y los vientos de la tierra, de manera que más que nómadas estrictas son simples tras-humantes. Sólo nosotros, los hombres, somos verdaderos nómadas de la creación, pues para seguir existiendo tenemos que abrir, por tierra, mar y aire (es decir, por nosotros mismos, en el interior de nuestra humanidad), unos caminos que aún no existen, pues nosotros mismos los trazamos.
Somos peregrinos de Dios (no simplmente de Compostela o Jerualén). Los creyentes monoteístas estamos convencidos de que el camino que debemos recorrer se identifica de algún modo con Dios, pero no podemos demostrarlo, como se demuestran las cosas de la ciencia, sino que lo debemos evocar y expresar con nuestra propia vida y con nuestra opción de futuro. No caminamos en vano, a través de unas sendas perdidas de bosque que vuelve a cerrarse tras nosotros (como ha supuesto en el fondo Heidegger), sino que nos abrimos y nos abre Dios hacia su propio futuro, que es el despliegue de la vida. Eso significa que somos “creadores”, en el interior de un Dios que crea (sigue creando) a través de lo que nosotros seamos y hagamos.
En ese trance de futuro, que el judaísmo interpreta como Éxodo, el Islam como Héjira y el cristianismo como Pascua de Jesús nos sitúa el adviento, que es un “tiempo común” para todas las religiones (por lo menos para las monoteístas). Todos esperamos la llegada de Dios y nos sabemos caminantes, peregrinos, sabiendo que nuestro ser más hondo es tiempo (tiempo para Dios y desde Dios). En este adviento, nosotros (los creyentes, todos los hombres) no somos unos simples espectadores, sino más bien creadores de futuro, es decir, de nosotros mismos, en Dios.
Unidos por una esperanza compartida, eso queremos ser los creyentes de Adviento, sabiendo que nuestra historia no está escrita ni fijada todavía, sino que nosotros mismos la vamos trazando, mientras Dios recorre en nosotros y por nosotros su camino. Los filósofos griegos pensaban que todo estaba ya hecho, el “ser” ya estaba realizado, de manera que nosotros no teníamos otra salida que la de esperar que se cumpliera el destino en nuestra vida. Pues bien, en contra de eso, los cristianos creemos ya que nuestra vida no está escrita, sino que tenemos que escribirla nosotros en y con Dios. Por eso somos adviento.
Así somos los hombres, con Jesús, nómadas del tiempo, navegantes sin casa fija ni morada sobre el mundo, como un barco que va abriendo surco en el mar del futuro… y que va creando el mismo mar mientras navega. No tenemos donde reclinar la cabeza (a no ser en el mismo Dios, que marcha con nosotros) porque no nos podemos parar en el camino, pues en el momento en que lo hiciéramos dejaríamos de ser hombre y mujeres. Eso significa que somos Adviento, camino de llegada de Dios, que ha venido en Cristo y sigue viniendo (con Cristo) en la medida en que nosotros caminamos.
Los demás vivientes parecen instalados, en un lugar y tiempo: tienen madrigueras y nidos (nichos ecológicos), sobre el mar del tiempo y de esa forma pueden resguardarse. Los hombres, en cambio, vivimos en el mar o sobre el aire, navegando sobre un tiempo que nosotros mismos somos, sin saber a ciencia cierta a dónde tendemos (aunque en fe sabemos que nos dirigimos hacia la tierra de Dios, que es nuestra tierra).
Así nos saca Jesús, fuera de las pequeñas ciudades de refugio que hemos ido edificando (que al fin no son más que torres de Babel) para amar, vivir y morir al descampado como él, mientras buscamos y esperamos la ciudad futura (cf. Heb 13, 13-14); Ap 21-22). Así caminamos con él, sabiendo bien que ni el ojo vio y el oído oyó lo que podremos ver y escuchar si seguimos caminando con Jesús.
Algunos de nosotros habíamos olvidado nuestra condición de nómadas del tiempo, peregrinos de Dios, pensando que habíamos logrado construir con la ayuda del mismo Dios una casa permanente sobre el mundo, un “tabernáculo” perpetuo donde reposar, sea en forma sacral (nuestras seguridades religiosas), sea en forma secular (nuestros sistemas económico-sociales). Pero las condiciones de los tiempos y, de un modo especial, la misma experiencia del evangelio nos ha hecho descubrir que somos nómadas del tiempo y peregrinos de Dios, más allá de todas las formas y figuras que hemos ido creando a lo largo de la historia.
Ser nómadas del tiempo significa caminar (volar, navegar), ligeros de equipaje y por itinerarios que no han sido recorridas todavía por nadie, no como las aves migratorias que van y vuelven por rutas prefijadas en la misma evolución del tiempo, por las estaciones y los vientos de la tierra, de manera que más que nómadas estrictas son simples tras-humantes. Sólo nosotros, los hombres, somos verdaderos nómadas de la creación, pues para seguir existiendo tenemos que abrir, por tierra, mar y aire (es decir, por nosotros mismos, en el interior de nuestra humanidad), unos caminos que aún no existen, pues nosotros mismos los trazamos.
Somos peregrinos de Dios (no simplmente de Compostela o Jerualén). Los creyentes monoteístas estamos convencidos de que el camino que debemos recorrer se identifica de algún modo con Dios, pero no podemos demostrarlo, como se demuestran las cosas de la ciencia, sino que lo debemos evocar y expresar con nuestra propia vida y con nuestra opción de futuro. No caminamos en vano, a través de unas sendas perdidas de bosque que vuelve a cerrarse tras nosotros (como ha supuesto en el fondo Heidegger), sino que nos abrimos y nos abre Dios hacia su propio futuro, que es el despliegue de la vida. Eso significa que somos “creadores”, en el interior de un Dios que crea (sigue creando) a través de lo que nosotros seamos y hagamos.
En ese trance de futuro, que el judaísmo interpreta como Éxodo, el Islam como Héjira y el cristianismo como Pascua de Jesús nos sitúa el adviento, que es un “tiempo común” para todas las religiones (por lo menos para las monoteístas). Todos esperamos la llegada de Dios y nos sabemos caminantes, peregrinos, sabiendo que nuestro ser más hondo es tiempo (tiempo para Dios y desde Dios). En este adviento, nosotros (los creyentes, todos los hombres) no somos unos simples espectadores, sino más bien creadores de futuro, es decir, de nosotros mismos, en Dios.
Unidos por una esperanza compartida, eso queremos ser los creyentes de Adviento, sabiendo que nuestra historia no está escrita ni fijada todavía, sino que nosotros mismos la vamos trazando, mientras Dios recorre en nosotros y por nosotros su camino. Los filósofos griegos pensaban que todo estaba ya hecho, el “ser” ya estaba realizado, de manera que nosotros no teníamos otra salida que la de esperar que se cumpliera el destino en nuestra vida. Pues bien, en contra de eso, los cristianos creemos ya que nuestra vida no está escrita, sino que tenemos que escribirla nosotros en y con Dios. Por eso somos adviento.
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