Jesús fue un creador incansable de esperanza. Toda su existencia consistió en contagiar a los demás la esperanza que él mismo vivía desde lo más hondo de su ser.
Hoy escuchamos su grito de alerta: «Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Pero tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero».
Las palabras de Jesús no han perdido actualidad pues los hombres seguimos matando la esperanza y «embotando» nuestra existencia de muchas maneras.
Y no pensemos sólo en aquellos que, al margen de toda fe, viven según aquello de «comamos y bebamos, que mañana moriremos», sino en quienes, llamándonos cristianos, podemos caer en una actitud no muy diferente: «Comamos y bebamos, que mañana vendrá el mesías».
Cuando en una sociedad los hombres tienen como objetivo casi único de su vida la satisfacción ciega de sus apetencias y se encierran cada uno en su propio disfrute, allí muere la esperanza.
Los hombres satisfechos no desean nada realmente nuevo. No quieren cambiar el mundo. No les interesa esperar una vida futura mejor. El presente les satisface y les basta.
No se rebelan frente a las injusticias, sufrimientos y absurdos del mundo presente. En realidad, este mundo es para ellos «el cielo» al que se apuntarían para siempre. Pueden permitirse el lujo de no esperar nada mejor.
Qué tentador resulta siempre adaptarnos a la situación, instalarnos confortablemente en nuestro pequeño mundo y vivir tranquilos y cómodos, sin mayores aspiraciones.
Casi inconscientemente anida en bastantes la ilusión de poder conseguir la propia felicidad sin cambiar para nada el mundo. Pero no lo olvidemos. «Solamente aquellos que cierran sus ojos y sus oídos, solamente aquellos que se han insensibilizado, pueden sentirse a gusto en un mundo como éste».
Quien ama de verdad la vida y se siente solidario de todo hombre, sufre el desasosiego y la intranquilidad de comprobar que todavía no podemos disfrutar de la felicidad a que estamos llamados.
Este sufrimiento alcanza su verdadero sentido cuando nace de la esperanza y nos impulsa a actuar de manera creadora. Es signo de que afín seguimos vivos, de que todavía somos conscientes de que algo no está bien en este orden de cosas y de que nuestro corazón sigue anhelando algo más.
Hoy escuchamos su grito de alerta: «Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Pero tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero».
Las palabras de Jesús no han perdido actualidad pues los hombres seguimos matando la esperanza y «embotando» nuestra existencia de muchas maneras.
Y no pensemos sólo en aquellos que, al margen de toda fe, viven según aquello de «comamos y bebamos, que mañana moriremos», sino en quienes, llamándonos cristianos, podemos caer en una actitud no muy diferente: «Comamos y bebamos, que mañana vendrá el mesías».
Cuando en una sociedad los hombres tienen como objetivo casi único de su vida la satisfacción ciega de sus apetencias y se encierran cada uno en su propio disfrute, allí muere la esperanza.
Los hombres satisfechos no desean nada realmente nuevo. No quieren cambiar el mundo. No les interesa esperar una vida futura mejor. El presente les satisface y les basta.
No se rebelan frente a las injusticias, sufrimientos y absurdos del mundo presente. En realidad, este mundo es para ellos «el cielo» al que se apuntarían para siempre. Pueden permitirse el lujo de no esperar nada mejor.
Qué tentador resulta siempre adaptarnos a la situación, instalarnos confortablemente en nuestro pequeño mundo y vivir tranquilos y cómodos, sin mayores aspiraciones.
Casi inconscientemente anida en bastantes la ilusión de poder conseguir la propia felicidad sin cambiar para nada el mundo. Pero no lo olvidemos. «Solamente aquellos que cierran sus ojos y sus oídos, solamente aquellos que se han insensibilizado, pueden sentirse a gusto en un mundo como éste».
Quien ama de verdad la vida y se siente solidario de todo hombre, sufre el desasosiego y la intranquilidad de comprobar que todavía no podemos disfrutar de la felicidad a que estamos llamados.
Este sufrimiento alcanza su verdadero sentido cuando nace de la esperanza y nos impulsa a actuar de manera creadora. Es signo de que afín seguimos vivos, de que todavía somos conscientes de que algo no está bien en este orden de cosas y de que nuestro corazón sigue anhelando algo más.
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