Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 2, 22. 36-40
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor.
Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con Él.
Estamos llegando ya al fin del año 2009 y también al fin de este programa, que ya no encontrará patrocinador, ni continuidad. Lo que nace para servir, muere también para servir, como aquella anciana del Templo de Jerusalén de la que hoy nos habla el Evangelio.
El lugar que no pocas mujeres ocupan, de hecho, en la Iglesia, queda bien expresado en la frase del evangelio referida a la anciana profetisa Ana: “no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones”. No se dice que fuera una empleada del templo, sino más bien una contemplativa en el ámbito del Templo. Ella, que como mujer, debía quedar atrás, en el atrio de las mujeres, hizo de ese lugar discriminatorio, su ámbito de vida y de contemplación. A sus noventa y un años de servicio y Alianza percibe la llegada del hijo de Dios. Alaba a Dios por ello. Y se convierte en proclamadora de la buena noticia a todos los que aguardaban la liberación de Israel.
La oración y el ayuno son como dos claves necesarias para mantenerse en forma en el servicio de Dios y de su Reino. Orar es estar siempre conectado con el Misterio de Jesús. Ayunar es mantener el cuerpo en forma, en línea, con el Espíritu, para lograr la integración, un auténtico cuerpo espiritual. De esa forma, el cuerpo podrá percibir la presencia de lo más misterio y maravilloso en la vida. Es cuestión de sensibilidad y conciencia. Hay un mundo maravilloso del que nos privamos, cuando nos falta la sensibilidad auténtica religiosa.
Nuestro programa tiene ya, al parecer, muchos años: “ya, Señor, puedes dejar a tu siervo, irse en paz. Este programa ha querido hablar de Jesús a todos los de la casa. Ha estado al servicio de la proclamación del Evangelio. Nuestros testigos laicos, como nuevos Simeón y Ana, nos han acompañado y han hecho del Evangelio una lectura viviente, una exégesis viva, de un valor incalculable. A todos ellos les damos las gracias. Y dejamos que el Espíritu siga actuando como Él quiera y donde Él quiera para gloria de Dios y de su Hijo Jesús.
Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con Él.
Estamos llegando ya al fin del año 2009 y también al fin de este programa, que ya no encontrará patrocinador, ni continuidad. Lo que nace para servir, muere también para servir, como aquella anciana del Templo de Jerusalén de la que hoy nos habla el Evangelio.
El lugar que no pocas mujeres ocupan, de hecho, en la Iglesia, queda bien expresado en la frase del evangelio referida a la anciana profetisa Ana: “no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones”. No se dice que fuera una empleada del templo, sino más bien una contemplativa en el ámbito del Templo. Ella, que como mujer, debía quedar atrás, en el atrio de las mujeres, hizo de ese lugar discriminatorio, su ámbito de vida y de contemplación. A sus noventa y un años de servicio y Alianza percibe la llegada del hijo de Dios. Alaba a Dios por ello. Y se convierte en proclamadora de la buena noticia a todos los que aguardaban la liberación de Israel.
La oración y el ayuno son como dos claves necesarias para mantenerse en forma en el servicio de Dios y de su Reino. Orar es estar siempre conectado con el Misterio de Jesús. Ayunar es mantener el cuerpo en forma, en línea, con el Espíritu, para lograr la integración, un auténtico cuerpo espiritual. De esa forma, el cuerpo podrá percibir la presencia de lo más misterio y maravilloso en la vida. Es cuestión de sensibilidad y conciencia. Hay un mundo maravilloso del que nos privamos, cuando nos falta la sensibilidad auténtica religiosa.
Nuestro programa tiene ya, al parecer, muchos años: “ya, Señor, puedes dejar a tu siervo, irse en paz. Este programa ha querido hablar de Jesús a todos los de la casa. Ha estado al servicio de la proclamación del Evangelio. Nuestros testigos laicos, como nuevos Simeón y Ana, nos han acompañado y han hecho del Evangelio una lectura viviente, una exégesis viva, de un valor incalculable. A todos ellos les damos las gracias. Y dejamos que el Espíritu siga actuando como Él quiera y donde Él quiera para gloria de Dios y de su Hijo Jesús.
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