NO DEJES DE VISITAR
GIF animations generator gifup.com www.misionerosencamino.blogspot.com
El Blog donde encontrarás abundante material de formación, dinámicas, catequesis, charlas, videos, música y variados recursos litúrgicos y pastorales para la actividad de los grupos misioneros.
Fireworks Text - http://www.fireworkstext.com
BREVE COMENTARIO, REFLEXIÓN U ORACIÓN CON EL EVANGELIO DEL DÍA, DESDE LA VIVENCIA MISIONERA
SI DESEAS RECIBIR EL EVANGELIO MISIONERO DEL DÍA EN TU MAIL, DEBES SUSCRIBIRTE EN EL RECUADRO HABILITADO EN LA COLUMNA DE LA DERECHA

martes, 29 de diciembre de 2009

Navidad profunda para tiempos superficiales


Por Mª Leticia SÁNCHEZ HERNÁNDEZ*
Publicado por Pastoral SJ

Es ya un tópico que todos aceptamos como real que la fuerte carga social y popular que envuelve la celebración de la Navidad y la contamina seriamente con profundas connotaciones comerciales, que la convierten en un auténtico dispendio, oscurece –casi oculta– el sentido religioso de esta fiesta cristiana. Todo ello dificulta la participación en las celebraciones litúrgicas e impide la correcta comprensión de las manifestaciones artísticas, literarias y musicales que ha generado la teología de la Navidad a lo largo de los siglos. Mi intención es ofrecer una breve reflexión sobre el carácter teológico, histórico y artístico del ciclo navideño, que ayude a situar y comprender el amplísimo abanico de celebraciones con las que el pueblo cristiano ha conmemorado el nacimiento del Hijo de Dios.
El ciclo de Navidad se configuró litúrgicamente en el siglo IV y está constituido por las fiestas de Navidad y Epifanía, precedidas por el Adviento. El 25 de diciembre como fecha para celebrar el nacimiento de Jesús tuvo su origen en la fiesta pagana del solsticio de invierno (Natalis solis invicti), que conmemoraba el nacimiento de Mitra, dios romano que representaba la lucha entre la luz y las tinieblas. La Iglesia absorbió la festividad, convirtiéndola en la celebración del nacimiento de Cristo, considerado como sol de justicia y luz del mundo (Natalis solis iustitiae). Desde los orígenes del cristianismo, la imagen de Cristo como luz ha tenido una presencia permanente en diferentes manifestaciones: las homilías navideñas de los Padres de la Iglesia, la oración de las horas, el cancionero popular navideño, la liturgia de medianoche que inundaba de resplandor los templos, o la misma iluminación de las calles.
La Epifanía es una fiesta que se origina en Egipto y Arabia, sustituyendo también a la fiesta del solsticio de invierno. Las comunidades cristianas orientales siempre tuvieron una particular inclinación hacia la luz. Pensaban que se hacía especialmente presente el día del bautismo, y por eso establecieron una estrecha relación entre bautismo, natividad y Cristo entendido como luz. El bautismo de Jesús se celebraba en Epifanía como otra forma de manifestación divina, porque, al significar el agua la fuente de vida eterna, se vinculó con el nacimiento de Cristo. La reforma litúrgica del Vaticano II cerró el ciclo de Navidad con la celebración del bautismo de Jesús (el domingo siguiente a Epifanía) y no con la celebración de la fiesta de las candelas (2 de febrero), que era fruto de una comprensión historicista de la Purificación de la Virgen y de una devoción popular que hunde sus raíces en el barroco.
En el siglo V, Oriente y Occidente intercambiaron sus celebraciones respectivas respetando la permanencia de las dos, de forma que entre ambas festividades ha existido una notable afinidad, tanto en la interpretación teológica como en la liturgia. La complementariedad y compenetración se refleja en el sentido de la expresión latina Natale, que, además de referirse al nacimiento de Jesús, alude a los diferentes acontecimientos que lo rodean. La iglesia de Jerusalén acentuaba el nacimiento de Jesús con la adoración de los pastores y de los magos, la matanza de los inocentes y la huida a Egipto. La iglesia de Egipto se centraba en el ciclo de los magos, junto con el bautismo de Cristo y las bodas de Caná, consideradas también como otra forma de manifestación de Cristo al mundo.
Entre las pinturas del claustro principal bajo del Monasterio del Escorial que narran la vida de Cristo, hay seis trípticos o altares que recogen los hitos fundamentales del mensaje cristiano. Nos interesan los dos realizados por Luis de Carvajal (1587-1590), que se refieren al ciclo de Navidad. En uno, la escena de la tabla central es la Adoración de los pastores, flanqueada en las tablas laterales por el Anuncio del nacimiento a los pastores y la Circuncisión. En el otro, la escena de la tabla central es la Adoración de los Reyes, flanqueada en las tablas laterales por el Bautismo de Jesús y las Bodas de Caná.


Adviento

EI prólogo de la Navidad ha sido desde los orígenes el Adviento, que comienza cuatro semanas antes del 24 de diciembre. Como tiempo caracterizado por la espera gozosa del Niño que va a nacer, se distingue por el silencio, la reflexión y la conversión; por eso, el Adviento posee una tonalidad (el malva), una decoración (las plantas verdes), una música (Rorate coeli desuper) y unas celebraciones que, alejadas de las explosiones de luz y color, o de cualquier exceso exuberante, vuelven los ojos a María expectante y a Juan Bautista. No es penitencia mal entendida, no es tristeza o melancolía; es, sencillamente, una atmósfera adecuada que ayude a estar atentos y vigilantes.
Los pueblos del norte temían que un día el sol desapareciera para siempre; por eso colocaban en las casas unas coronas circulares, profusamente adornadas de ramas verdes, que simbolizaban el astro. Desde el siglo XVI, al inicio del Adviento las iglesias luteranas (y enseguida todo el mundo anglosajón) colocan una corona en los presbiterios con cuatro velas que se van prendiendo cada uno de los cuatro domingos, mientras se leen textos de Isaías. Tres velas son malvas, y una es rosa: la destinada al tercer domingo (llamado de Gaudete, por la primera palabra de la antífona de entrada a la Misa), en el que todo el espacio adquiere esta tonalidad en señal de la cercana venida del Salvador. Hay una quinta vela de color cera, más grande que las restantes, que se coloca en el centro de la corona: es la que se prende en la noche de Navidad como preludio de la llegada de la luz del mundo. La costumbre de la corona también se ha adoptado en la Iglesia Católica.
Costumbre germánica es también el uso del calendario de Adviento, que en su origen consistía en que cada mañana los niños adornaban las imágenes religiosas previamente preparadas por sus padres. Con el tiempo, los artistas comenzaron a realizar auténticas catequesis ilustradas sobre la base de un cartón en el que abrían 25 ventanas, donde iban apareciendo imágenes, frases bíblicas y objetos relativos al nacimiento de Jesús: estos almanaques se expandieron por Europa y América y suponían una vivencia familiar y comunitaria que unía la contemplación de la imagen diaria con la lectura del evangelio de ese día. Muchas parroquias colocan estos almanaques, que trabajan los niños en el mismo espacio litúrgico, para que puedan ser contemplados por toda la comunidad a lo largo de este tiempo.
Muy queridas y practicadas fueron las «Jornaditas» o «Posaditas», novenarios realizados entre el 16 y el 24 de diciembre, que consistían en el acompañamiento espiritual de María y José durante el viaje que hicieron entre Nazaret y Belén. Cada día se meditaba sobre un punto que, o bien hacía referencia a los posibles sufrimientos padecidos durante el periplo, o bien se centraba en un texto de Lucas o de Isaías. A1 final de cada jornada, se señalaba una prenda de las ropas del Niño, identificada con una virtud, a la que correspondía el ejercicio de una penitencia. Esta devoción, muy arraigada en los conventos y en los pueblos durante los siglos XIX y XX, cayó en desuso después del Concilio. Sigue manteniendo una gran tradición en México y en algunas parroquias andaluzas (Iglesia de Santiago, en Castilleja de la Cuesta, Sevilla), donde el novenario se acompaña de nueve dioramas que se exponen en la iglesia y que representan la escena que corresponde a cada día.
Una de las fiestas que han tenido un fuerte arraigo desde los primeros tiempos del cristianismo fue la advocación de Nuestra Señora de la Expectación (Nuestra Señora de la Esperanza, o Virgen de la O). Entre el 18 y el 24 de diciembre se colocaba en uno de los lados del presbiterio, sobre una peana, la talla de una Virgen con la mano sobre su vientre abombado, o mirando un óvalo de plata con un Niño cincelado que se sujetaba en su vientre. En vez de talla, podía ser un lienzo con una Virgen que mostraba un Niño pintado en su vientre, y que estaba rodeada de las siete antífonas de la O que se proclamaban en estos días (O Sapientia, O Adonai, O Radix, O Clavis, O Oriens, O Rex, O Emmanuel) y que hoy día se suelen unir al rezo del Magnificat de las Vísperas del día 18. La Virgen embarazada tiene su origen en las vírgenes abrideras de los siglos XII y XIII. Se trata de tallas de Vírgenes de marfil que, al abrirse por la mitad, dejan vislumbrar, esculpidos, un Niño o la Trinidad. Durante la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco, las Vírgenes expectantes experimentaron un enorme desarrollo en su representación y en el culto, mostrando visualmente al verdadero Dios y verdadero hombre. Parroquias y comunidades deberían recuperar esta tradición para reflexionar sobre el auténtico sentido de la Encarnación en actividades catequéticas, talleres de oración, y con una liturgia especialmente cuidada el día 18 de diciembre como antecedente de lo que va a ser el pesebre del día 24: asimismo, podría acompañarse esta contemplación con el recitado pausado del «Akathistos», himno mariano bizantino compuesto a finales del siglo V. Desgraciadamente, su representación fue haciéndose cada vez más extraña, hasta caer en desuso en muchos lugares.


Navidad

La Basílica romana de Santa María la Mayor, la primera levantada en honor a la Virgen, era visitada por el Papa cada 25 de diciembre en reconocimiento al lugar preferente que María ha ocupado en el praesepe (pesebre) de Navidad. La presencia del pontífice en esta iglesia el día de la natividad resultó decisiva para la conformación del ciclo de dicha natividad, porque la eucaristía navideña, que hasta el momento estaba concentrada en la misa de la medianoche, comenzó a celebrarse también el día 25 a instancias de la visita papal. La Navidad tiene un color (el blanco; rojo para la degollación de los inocentes), una decoración (la poinsetia, o flor de pascua), una música (Adeste fideles, los villancicos) y unas celebraciones inundadas de luz y color, que vuelven los ojos al nacimiento de Jesús. No es diversión vacía de sentido; es, sencillamente, una atmósfera adecuada que transmite la alegría por la irrupción de la luz del mundo. Por eso, el espacio litúrgico ha contado desde antiguo con dos elementos imprescindibles para su ornato: el belén y el árbol.
Tradicionalmente, se ha considerado que el origen de los belenes como escenario tridimensional que plasma diversos cuadros relativos a la natividad habría que situarlo en 1223, cuando Francisco de Asís colocó en el altar de la parroquia de Greccio (Italia) un pesebre con el Niño, la Virgen, la mula y el buey. Sin embargo, la acción de Francisco, que Giotto reflejó en los frescos de la basílica de Asís, no constituye la primera recreación visual del nacimiento de Jesús, ya que estas representaciones eran muy conocidas anteriormente en Italia. Lo novedoso fue que Francisco apoyaba su acción apostólica en el desarrollo de la piedad popular como medio imprescindible para identificarse con el mundo de los pobres y poder asumir su universo simbólico; por eso introdujo la representación plástica de los misterios de Jesús, para que las capas sociales más modestas se identificaran con ellos sin dificultad. Francisco organizó un escenario vivo relacionado con la celebración de la Eucaristía, que es centro de la vida cristiana.
Al principio, los personajes se redujeron básicamente a la Virgen con el Niño, José, la mula y el buey (tengamos presente que las representaciones más antiguas de la Natividad se encuentran en los frescos del siglo II de las catacumbas de Santa Priscila de Roma, donde sólo aparece la Virgen con el Niño). Paralelamente a la representación del Niño en el pesebre junto a la Virgen, fue cobrando cada vez más relevancia el ciclo de los magos. Los misteriosos sabios de oriente cautivaron la fantasía popular cristiana dos siglos antes que los pastores, además de ser representados con mayor frecuencia que éstos. Desde las primeras imágenes paleocristianas, éstos se encontraban en actitud orante ofreciendo sus presentes. Sin embargo, los cristianos no se conformaron con los escasos datos que ofrecían los relatos canónicos sobre el nacimiento de Jesús; por eso, una de las fuentes iconográficas más importantes y populares de cara a las representaciones navideñas fueron los evangelios apócrifos, que describían minuciosamente hechos y detalles que no constan en Mateo y en Lucas. De esta forma, los artistas crearon un universo de personajes canónicos y apócrifos a los que unieron acontecimientos relativos a sus culturas y entornos concretos: un Salzillo plasmará a las mujeres murcianas haciendo el alioli; y la escuela madrileña, a mujeres friendo churros y rosquillas.
El ciclo de Navidad ha encontrado eco representativo en todas las épocas, especialmente durante el Renacimiento y el Barroco, a raíz, precisamente, del desarrollo del teatro y de la puesta en escena de los grandes artificios, donde la combinación entre la emoción, la religiosidad, la creatividad de los artistas y las connotaciones peculiares, cortesanas o populares, han dado como resultado excelentes conjuntos que han plasmado el misterio de la natividad en los materiales más diversos, empleando variadas técnicas. En el siglo XVII surgió la cultura de la fiesta: los conventos y las iglesias fueron y siguen siendo espacios privilegiados para mostrar estas representaciones, puesto que todavía existe un estrecho lazo entre celebración y representación, liturgia oficial y religiosidad popular. Belenes como los conservados en las agustinas de Salamanca, las descalzas de Valladolid, las jerónimas del monasterio sevillano de Santa Paula, o el de la parroquia de Melgar de Fernamental, en Burgos, así lo atestiguan.
Por otra parte, los belenes napolitanos del siglo XVIII revelan una experiencia nueva en el arte del Belén, porque dejan de estar exclusivamente circunscritos al ámbito litúrgico para ubicarse además en palacios y casas nobiliarias y burguesas. El gran belén Cucinello de la Certosa de San Martino (Nápoles), el belén del Museo de escultura de Valladolid, el belén de la colección March de Palma de Mallorca, o el belén del Príncipe del Palacio Real de Madrid, recrean un mundo en fiesta capaz de conjugar la paz del campo con la fuga del gran mundo; y plasman la coincidencia entre naturaleza y civilización, belleza y espiritualidad, sentido e intelecto. Las composiciones escenográficas, envueltas en un juego de luces y de color, mezclan elementos de la ópera, de las artes decorativas del rococó, de las excavaciones de Pompeya, de las academias ilustradas y de todo el universo popular de Nápoles. Estas fastuosas composiciones tienen la virtud de introducir lo religioso en lo mundano y de llevar lo mundano al corazón de la religión (que es el sentido último de la liturgia), permitiendo una interiorización no problemática de la simbología navideña, es decir, sin rupturas ni malentendidos.
Además del belén, las iglesias preparan una pequeña cuna con un Niño para ser adorado al final de las celebraciones. Fueron las clarisas las que extendieron la piedad al Niño Jesús. Las devociones desarrolladas en torno a Jesús Niño han tenido un particular auge entre las mujeres, especialmente en los monasterios femeninos, y en la educación de las niñas, como resultado, muchas veces, de una religiosidad edulcorada y algo ñoña. Hay que revisar y depurar esta piedad para encuadrarla en unas correctas coordenadas cristológicas que transmitan que, ya desde la infancia, en Jesús está presente el Cristo muerto y resucitado –el corazón del cristianismo–; y nada mejor que la contemplación del pesebre de Navidad para descubrir que su vida de adulto se retrotrae hasta su nacimiento. Por eso, los escultores verán en ese niño todos los atributos que tendrá de adulto: junto a los niños de cuna destacan los niños de Pasión o «pasionitos», ataviados como nazarenos; los niños gloriosos, representados como pequeños resucitados; los niños entronizados, simbolizando al rey de reyes, que es adorado el 6 de enero; o los llamados «manolitos», que son las figuras que se veneran en las iglesias y en los coros monacales el día 1 de enero. Bajo estas premisas tiene que prepararse esa adoración al Niño que se realiza al final de las celebraciones y que se hace muchas veces entre alboroto y prisas. No. Este acto tiene que hacerse con sencillez y silencio (música ambiental), precedido de una pequeña explicación o poema. En la misma dirección habría que preparar la bendición de los Niños Jesús –tradición italiana de los bambinelos–, donde cada niño/niña lleva su Niño Jesús a la iglesia el día final de la catequesis, para ser presentado en una ceremonia festiva: es la figura que colocarán en el pesebre de su casa.
La recreación de la natividad de Jesús en un escenario tridimensional se remonta a la representación de los autos sacramentales en iglesias y abadías. Las escenificaciones más antiguas, llamadas «tropos», tuvieron lugar en los monasterios franceses y suizos de la primera mitad del siglo IX. Consistían en textos breves que se intercalaban en las celebraciones litúrgicas aprovechando una frase musical sin letra en el canto, o con melodía propia; posteriormente, se fueron componiendo textos dialogados que interpretaban los clérigos en las celebraciones. En Alemania se compusieron los misterios de Benedictberwen relativos a la Navidad y a la Pasión, y en la Provenza destacaron los misterios (mystères), que dramatizaban de forma sencilla algunos pasajes de la Escritura, destinados a la liturgia. Lo que comenzó siendo una escenificación en torno al misterio de la natividad fue incluyendo, a partir de los siglos XI y XII, diversos personajes que se encaminaban hacia el pesebre; entre ellos se establecía un diálogo cantado, cuyo tema se tomaba de leyendas y de los relatos de los apócrifos. El auto del nacimiento de Jesús más antiguo es la Vita Christi de Fray Iñigo de Mendoza (1482), que versificaba la infancia de Cristo hasta la degollación de los inocentes, alternando himnos, romances, villancicos y una égloga dramática. En los albores del Renacimiento tuvieron una gran importancia las églogas al nacimiento de Jesús de Juan del Encina (1469-1529), así como el teatro de Torres Naharro y de Gil Vicente, con su Auto del Nacimiento, en el que mezcla Antiguo y Nuevo Testamento, personajes propios del Renacimiento y del mundo clásico como las sibilas, personificaciones de los elementos naturales y personajes costumbristas: van a ser el preludio de los Autos Sacramentales de Calderón de la Barca. Desgraciadamente, la costumbre de representar estos pasajes ha ido desapareciendo, aunque todavía quedan reminiscencias en las catequesis y las escuelas rurales, donde los niños suben al altar la noche de Navidad para interpretar los textos populares de su comarca: preciosa es la recreación que Garci realizó en la película You’re the one. Sin embargo, algunas agrupaciones belenistas están llevando a cabo interesantes investigaciones sobre las tradiciones navideñas de sus lugares, con el fin de poder ponerlas en práctica nuevamente.
Sirva como apunte el trabajo desarrollado por «La Morana» (Zamora) sobre las celebraciones de Navidad y Epifanía. «La Cordera» es una representación teatral durante la misa del Gallo, donde los pastores entran en el templo ataviados con capas pardas y zurrones con la cordera blanca, que llevan al belén del altar interpretando villancicos tradicionales; previamente, el ángel, situado en el coro o en el púlpito, anuncia el nacimiento del Mesías. En muchos pueblos de la Tierra de Alba, el 6 de enero, los Reyes Magos, vestidos con indumentaria de la zona, llegan a caballo a la iglesia para la Misa de Epifanía. Al llegar al ofertorio, los Magos hacen entrega de sus dones ante el Nacimiento; pero, avisados por el ángel de que Herodes planea matar al Niño, se retiran por otra puerta. Al terminar la Eucaristía, en el exterior, Herodes muere desesperado, ante la algarabía de los presentes.
Paralelamente a las dramatizaciones navideñas, se desarrolló el canto navideño llamado «villancico», que se integró en las representaciones de Navidad. Para nuestra mentalidad, el villancico es una canción de poco más de dos siglos, en la que se evoca el belén, los aguinaldos, los turrones, la Nochebuena y la noche de Reyes. En algunos lugares se llaman «coplas del Niño Dios» o «coplas y canciones de Nochebuena y Navidad». Sin embargo, el villancico es una forma poética que arranca del siglo XV; significa «canción popular» (canción a la manera villana, o canción que cantan los habitantes de las villas, con sus variantes de «villancejo» y «villancete»), compuesta por una copla de dos o tres versos que se repite después de las estrofas. En los orígenes, es un canto profano que se ejecuta en los salones cortesanos, en las iglesias, en los corrales de comedias y en las comunidades religiosas. A partir de finales del siglo XV, comenzó a practicarse un género de música en lengua vernácula que se intercalaba en el oficio litúrgico dentro de las catedrales y de las iglesias conventuales, denominado «villancico» por su concomitancia con el ya descrito. Se componían para ser cantados y bailados en las fiestas de Navidad, Corpus, Pascua, Pentecostés, fiestas de La Virgen, etc. Era costumbre imprimir los textos de los villancicos para repartirlos entre los fieles y poder cantar el estribillo. Las letras resultan variadísimas, y siempre se recurría a símbolos y alegorías en los que tenían cabida las alusiones al ciclo navideño, a la creación del mundo y a elementos culturales de muy diferentes partes, ya que, al tener siempre éxito el tema navideño, la mayor parte de sus fuentes de inspiración eran los apócrifos y las leyendas que giran en torno al nacimiento de Jesús, desde el casamiento de la Virgen hasta el hallazgo del Niño perdido. Por eso son de obligada referencia para el estudio de los villancicos los romances de ciegos y los coros de los aguinalderos, que justificaban su petición de aguinaldo recurriendo a la caridad existente en Navidad. El gran éxito de este canto hizo que los grandes maestros de capilla del Renacimiento y del Barroco, tanto de catedrales como de monasterios y oratorios cortesanos, compusieran piezas musicales destinadas al tiempo navideño: el repertorio del coro de la abadía de Westminster en Londres, el Cancionero de Palacio en Madrid, o el Cancionero de Uppsala en Suecia, son algunos ejemplos. Al tener un origen popular, populares son también los instrumentos musicales que se tocan –al margen del órgano–: panderos y panderetas, rabeles, crótalos, flauta dulce, zambombas, tambores, y castañuelas (todos ellos los portan las figuras de los belenes). Todo esto indica que en la liturgia de Navidad también se bailaba al son de la música: Juan de la Cruz y Teresa de Jesús cantaban en las celebraciones de Navidad y Epifanía con sus comunidades las letrillas que ellos mismos componían, mientras tocaban las palmas y danzaban. Hoy se ha sustituido la liturgia de Navidad por una cena desmesurada «en familia», y la liturgia de Epifanía por un circo de regalos que ha perdido el sentido del ofrecimiento al Niño del oro, el incienso y la mirra.
Junto al belén y el pesebre hay otro elemento muy importante que en el mundo católico se ha considerado, erróneamente, la antítesis del nacimiento: el árbol de Navidad. Es difícil situar el origen de este motivo navideño, pero ciertamente es bastante más antiguo que el belén. El árbol es un objeto que simboliza lo divino, que apunta, igual que la montaña, hacia el sol que nace de lo alto. Por eso, los antiguos europeos decoraban un árbol con flores y frutos en las festividades religiosas importantes, como Navidad, Pascua o Pentecostés. Paulatinamente, se generalizó el uso del abeto piramidal, que, además de los vegetales, poseía velas –y luego bombillas– para ser encendidas en la Nochebuena. Un árbol iluminado en Navidad simboliza a Cristo. El árbol se colocaba tanto en las casas como en las iglesias. Evidentemente, esta costumbre fue perdiendo su hondo sentido religioso hasta convertirse en un simple objeto decorativo y comercial; pero ya en 1740 el reverendo Dannhauer de Estrasburgo criticaba que se colgaran del árbol muñecas, golosinas y otras bagatelas que distraían a la gente del cedro espiritual que es Jesucristo.
Me gustaría haber subrayado suficientemente la enorme riqueza de este patrimonio artístico, cultural, religioso y litúrgico. El reto ante el que estamos los cristianos de este Occidente extrañamente híbrido de nostalgia de lo sagrado y una secularización rampante, es repensarlo a fondo, discernirlo y recuperarlo –recreándolo– al servicio de la proclamación inexcusable de la alegría de la Salvación.

* * *

Bibliografía de interés

COUNT & LAWSON COUNT, Historia de la Navidad, Olañeta, Palma de Mallorca 2000.
Navidad en Palacio: Reales Monasterios y Salzillo, Patrimonio Nacional, Madrid 1998.
Navidad en Palacio: Belenes Napolitanos, Patrimonio Nacional, Madrid,1999.
Navidad en Palacio: de Nazaret a Belén, Patrimonio Nacional, Madrid 2000.
Navidad en Palacio: Y el Verbo se hizo hombre, Patrimonio Nacional, Madrid 2001.
Revista Belén (Segunda época), publicación anual de la Asociación de Belenistas de Madrid, n. 22 (2003); n. 23 (2004); n. 24 (2005); n. 25 (2006); n. 26 (2007); n. 27 (2008, en imprenta)
SÁNCHEZ HERNÁNDEZ, Mª L., «La Navidad: un camino iniciático del arte al espíritu»: Arbor 689 (2003) 773-811.

* Conservadora del Patrimonio Nacional. Licenciada en Teología.
.

No hay comentarios: