Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 6, 45-52
Después que los cinco mil hombres se saciaron, enseguida Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, hacia Betsaida, mientras Él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar.
Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y Él permanecía solo en tierra. Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo.
Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero Él les habló enseguida y les dijo: «Tranquilícense, soy Yo; no teman». Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó.
Así llegaron al colmo de su estupor, porque no habían comprendido el milagro de los panes y su mente estaba enceguecida.
Juan insiste una y otra vez en aquello que “hemos visto” y de lo que “damos testimonio”. En efecto, para ser testigo hay que haber visto de un modo u otro. Pero, al tiempo, nos advierte de que “a Dios nadie lo ha visto nunca” (reparemos en el énfasis: nadie y nunca). Si es así, ¿cómo podemos asegurar que lo hemos visto y que damos testimonio de lo que ha hecho (enviar a su Hijo)? Tal vez, podríamos responder que ver, lo que se dice ver, Juan ha podido ver a Jesús, esto es, la humanidad de Aquel que se presentaba como el enviado y el Hijo de Dios. Pero, ¿acaso es tan fácil “ver” a Cristo en el hombre de Nazaret? Pues, además de la distancia histórica, incluso para sus contemporáneos Jesús no era tan inmediatamente visible: no todos creyeron en Él, y aquellos que sí creyeron, lo perdían de vista de cuando en cuando, su relación con Él se hacía tormentosa, de modo que no lo reconocían, o lo confundían con un fantasma y reaccionaban con miedo ante su presencia no reconocida.
Tal vez la clave que la Palabra de Dios nos transmite hoy para que podamos ver y conocer a Dios, ver y reconocer su presencia humana en Jesucristo, está en la exhortación que éste dirige a sus discípulos en la barca, a todos nosotros que nos movemos en la débil barca de la Iglesia en medio de las tormentas y los embates de este mundo: “Soy yo, no tengáis miedo”. Superar el miedo no significa erradicar ese sentimiento fundamental de la experiencia religiosa que es el temor del Señor, principio de la sabiduría (cf. Sal 111, 10; Pr 1, 7), esto es el respeto debido a Dios, la seriedad en la fe: Dios no es un abuelo chocho y bonachón, ni Jesús en un fantasma: se ha hecho carne humana, su muerte no es una apariencia, su resurrección es verdadera. Superar el miedo significa superar los intereses mezquinos en la propia fe, la actitud comercial del “doy para que me des”, la moral cómo técnica para obtener premios y evitar castigos… Superar el miedo significa ser capaces de reconocer a Cristo también en los momentos de dificultad, cuando pintan bastos para la fe, cuando vivimos periodos personales de oscuridad. En esos momentos, las actitudes interesadas o mezquinas fracasan y la barca se hunde en la tempestad. Superar el miedo, en definitiva, significa ingresar en la religión del amor, que nada tiene que ver con un espiritualismo romántico: el que ama como Cristo se libera de todo temor, también del temor al sufrimiento y a la muerte, y, nacido a una vida nueva, es capaz de dar la vida por sus hermanos. Quien ha superado el egoísmo y el temor a la muerte (en la que no pocos filósofos miopes han visto el origen de la religión), ese “ve” mucho más allá de la limitación espacio temporal, descubre los signos de Dios en nuestro mundo, descubre en cada rostro humano el sacramento de Dios, ve en ellos a Cristo, y ve en fe a Dios, pues quien ha visto a Cristo, ése ha visto al Padre.
Saludos cordiales.
José M.ª Vegas cmf
http://josemvegas.wordpress.com/
Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y Él permanecía solo en tierra. Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo.
Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero Él les habló enseguida y les dijo: «Tranquilícense, soy Yo; no teman». Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó.
Así llegaron al colmo de su estupor, porque no habían comprendido el milagro de los panes y su mente estaba enceguecida.
Compartiendo la Palabra
Juan insiste una y otra vez en aquello que “hemos visto” y de lo que “damos testimonio”. En efecto, para ser testigo hay que haber visto de un modo u otro. Pero, al tiempo, nos advierte de que “a Dios nadie lo ha visto nunca” (reparemos en el énfasis: nadie y nunca). Si es así, ¿cómo podemos asegurar que lo hemos visto y que damos testimonio de lo que ha hecho (enviar a su Hijo)? Tal vez, podríamos responder que ver, lo que se dice ver, Juan ha podido ver a Jesús, esto es, la humanidad de Aquel que se presentaba como el enviado y el Hijo de Dios. Pero, ¿acaso es tan fácil “ver” a Cristo en el hombre de Nazaret? Pues, además de la distancia histórica, incluso para sus contemporáneos Jesús no era tan inmediatamente visible: no todos creyeron en Él, y aquellos que sí creyeron, lo perdían de vista de cuando en cuando, su relación con Él se hacía tormentosa, de modo que no lo reconocían, o lo confundían con un fantasma y reaccionaban con miedo ante su presencia no reconocida.
Tal vez la clave que la Palabra de Dios nos transmite hoy para que podamos ver y conocer a Dios, ver y reconocer su presencia humana en Jesucristo, está en la exhortación que éste dirige a sus discípulos en la barca, a todos nosotros que nos movemos en la débil barca de la Iglesia en medio de las tormentas y los embates de este mundo: “Soy yo, no tengáis miedo”. Superar el miedo no significa erradicar ese sentimiento fundamental de la experiencia religiosa que es el temor del Señor, principio de la sabiduría (cf. Sal 111, 10; Pr 1, 7), esto es el respeto debido a Dios, la seriedad en la fe: Dios no es un abuelo chocho y bonachón, ni Jesús en un fantasma: se ha hecho carne humana, su muerte no es una apariencia, su resurrección es verdadera. Superar el miedo significa superar los intereses mezquinos en la propia fe, la actitud comercial del “doy para que me des”, la moral cómo técnica para obtener premios y evitar castigos… Superar el miedo significa ser capaces de reconocer a Cristo también en los momentos de dificultad, cuando pintan bastos para la fe, cuando vivimos periodos personales de oscuridad. En esos momentos, las actitudes interesadas o mezquinas fracasan y la barca se hunde en la tempestad. Superar el miedo, en definitiva, significa ingresar en la religión del amor, que nada tiene que ver con un espiritualismo romántico: el que ama como Cristo se libera de todo temor, también del temor al sufrimiento y a la muerte, y, nacido a una vida nueva, es capaz de dar la vida por sus hermanos. Quien ha superado el egoísmo y el temor a la muerte (en la que no pocos filósofos miopes han visto el origen de la religión), ese “ve” mucho más allá de la limitación espacio temporal, descubre los signos de Dios en nuestro mundo, descubre en cada rostro humano el sacramento de Dios, ve en ellos a Cristo, y ve en fe a Dios, pues quien ha visto a Cristo, ése ha visto al Padre.
Saludos cordiales.
José M.ª Vegas cmf
http://josemvegas.wordpress.com/
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