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martes, 12 de enero de 2010

Una novia musulmana

Por David Abad, s.j.

Hace pocos años, un compañero jesuita y yo tuvimos la oportunidad de asistir a una celebración con motivo de una boda musulmana. Cultural y religiosamente hablando, fue una tarde muy especial.
A las cuatro estábamos en la catedral, acompañando a una pareja que se daba el sí quiero bajo el rito católico. Una ceremonia muy bonita, pero no muy diferente de la que estamos acostumbrados. Mucha gente conocida, abrazos y besos al nuevo matrimonio y un rápido giro de chaqueta en dirección a la otra punta de la ciudad.
Resollando, entramos con cierto pudor en los locales de una parroquia que había cedido su salón para el acontecimiento islámico. Apenas conocíamos a nadie, excepto a un chico que fue el que nos invitó. El padre de la novia, elegantemente vestido, nos dio la bienvenida con un efusivo apretón de manos.

Nos sentamos con otros hombres a tomar té, mientras el resto de invitados –nos dijeron- llegaba desde la mezquita. Me fijé en el local. Decorado de manera sencilla pero con mucho gusto y esmero: fuentes repletas de diversas frutas, coloridos adornos engalanando el techo y las paredes, olor a incienso…
No sé cuánto tiempo pasó, cuando decenas de mujeres y hombres fueron pasando entre cantos de alabanza, de alegría y de fiesta. Lo transmitían por sus rostros, por el digno modo de cantar y tocar vivamente las palmas. Por fin, entraron los novios, el nuevo matrimonio, que se sentó en un lugar alto, delicadamente dispuesto, lleno de flores y de regalos.
Varios chicos nos invitaron de nuevo a sentarnos con ellos y acompañarlos. Entre compás y melodías nos saludábamos cariñosamente, poniendo sobre la mesa nuestros nombres y agradeciendo el té que nos llegaba desde no sé dónde. La cena, podéis imaginárosla…
Cuando más allá de las dos de la mañana nos despedimos de la buena gente con que pasamos aquellas grandes horas, tuve la certeza de que nunca antes me había sentido tan acogido. Sin conocer a nadie, sin ser musulmán, con unos rasgos físicos que diferían mucho de los que allí vi. Me sentí abrazado por una realidad que hasta aquel entonces me era extraña, porque extranjera. El tiempo que vivimos no era nuestro, no dependía de nosotros. Era de ellos, de la gente que estaba celebrando cómo dos vidas se decían sí. Éramos testigos de la pura gratuidad que no pide tarjeta de invitación, sino que abre sus puertas antes de que llames. Una vez dentro, mi normalidad dejó de ser normal. Aprendí la importancia de acoger al otro para hacerle sentir en casa, no como alguien que está de paso por un lugar anónimo y que poco nos exige.
Gracias a la Vida, que me ha dado tanto…

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