Publicado por Entra y Veras
Aunque en aquella época se desconocía el arte de los efectos especiales, el relato de la transfiguración parece introducirnos en una de seas películas de ciencia ficción. Por desgracia, como pasa en el cine, la vida comienza al bajar del Tabor. El ojo del poeta nos traslada, pero hay que echar pie a tierra para seguir viviendo.
El próximo domingo, 7 de marzo, tendrá lugar la Ceremonia de los Oscars. Uno de los premios que se otorgará será el Oscar a los Mejores efectos especiales. En esta categoría, aspiran a la correspondiente estatuilla tres películas: Avatar, Distrito 9 y Star Trek. Dentro de una semana conoceremos cuál de ellas es la ganadora. Ahora toca esperar: tiempo al tiempo.
No obstante, a fecha de hoy sabemos ya, sin ninguna duda ni dilación, que toda la espectacular escenografía que envuelve al episodio evangélico de la Transfiguración se sitúa al margen de la lista de recursos virtuales empleados por la ficción cinematográfica. Aquí no se compite por embelesar al público o seducir a los académicos de Hollywood, sino que el relato pretende desvelarnos un destello –siquiera fugaz– de la divina luminosidad de Jesús. Y es que la moneda del vivir y la medalla del creer tienen siempre dos caras: la de la sombra y la de la luz. Cada uno somos, a la vez, actores principales y testigos directos de que nuestros pies se mueven en el escenario blanquinegro de un complejo tablero de ajedrez: por un lado, el barro nos constituye, así que a menudo el lodo nos salpica y mancha; y, por otro, en repetidas ocasiones el soplo de la bondad nos lleva al huerto de lo verdadero, noble y justo.
Pedro, Juan y Santiago sumaban seis ojos que se fundieron en un único asombro. Eran tres árboles de ribera plantados circunstancialmente en lo alto de un monte. En su profesión de echadores de redes en el lago de Galilea, más de una vez habían quedado deslumbrados por los rayos declinantes del sol del atardecer. Sin embargo, aquel día todo fue distinto: el «astro» en ascuas era de carne y hueso, se llamaba Jesús y mostraba una «blancura resplandeciente» superior a cualquiera otra conocida y para nada ni nadie ofensiva, hiriente o anuladora. Además, el sonido era también extraordinario, de «nube ventrílocua»: «Éste es mi Hijo elegido; escuchadlo». Resultado: otros seis oídos cautivados por una sabia y magnética voz.
«Dame un ojo de poeta, un solo ojo / […] / y moveré el mundo en torno de su iris», suplicaba Gerardo Diego. La Transfiguración es ese penetrante «ojo de poeta» que espabila nuestra mirada creyente estirándola hasta el horizonte de la trascendencia sin ocultarle los charcos fangosos presentes en el camino del día a día. La marcha cuaresmal –fiel espejo de nuestra entera peregrinación por la vida– tiene mucha más luz que la que nuestras bombillas de calambres, cansancios y rutinas proyectan. Hace falta creerlo para verlo. Las escorias de la limitación que llevamos a cuestas son evidentes. Negarlo es de necios. Pero, precisamente porque no cerramos los ojos a la realidad de la ceniza, vislumbramos el fuego. Caminar con los pies en el suelo y la esperanza en vena es un sello inherente a nuestro oficio de discípulos del Evangelio. En el bendito empeño por llevar a cabo esta tarea sin extravíos ni desvaríos, nos enciende y alumbra el calor y la llama de Jesús. No necesitamos recurrir a los trucos de los efectos especiales. Ésos, para el cine.
José Manuel Berruete, agustino recoleto.
Parroquia Nuestra Señora de Buenavista (Getafe, Madrid)
El próximo domingo, 7 de marzo, tendrá lugar la Ceremonia de los Oscars. Uno de los premios que se otorgará será el Oscar a los Mejores efectos especiales. En esta categoría, aspiran a la correspondiente estatuilla tres películas: Avatar, Distrito 9 y Star Trek. Dentro de una semana conoceremos cuál de ellas es la ganadora. Ahora toca esperar: tiempo al tiempo.
No obstante, a fecha de hoy sabemos ya, sin ninguna duda ni dilación, que toda la espectacular escenografía que envuelve al episodio evangélico de la Transfiguración se sitúa al margen de la lista de recursos virtuales empleados por la ficción cinematográfica. Aquí no se compite por embelesar al público o seducir a los académicos de Hollywood, sino que el relato pretende desvelarnos un destello –siquiera fugaz– de la divina luminosidad de Jesús. Y es que la moneda del vivir y la medalla del creer tienen siempre dos caras: la de la sombra y la de la luz. Cada uno somos, a la vez, actores principales y testigos directos de que nuestros pies se mueven en el escenario blanquinegro de un complejo tablero de ajedrez: por un lado, el barro nos constituye, así que a menudo el lodo nos salpica y mancha; y, por otro, en repetidas ocasiones el soplo de la bondad nos lleva al huerto de lo verdadero, noble y justo.
Pedro, Juan y Santiago sumaban seis ojos que se fundieron en un único asombro. Eran tres árboles de ribera plantados circunstancialmente en lo alto de un monte. En su profesión de echadores de redes en el lago de Galilea, más de una vez habían quedado deslumbrados por los rayos declinantes del sol del atardecer. Sin embargo, aquel día todo fue distinto: el «astro» en ascuas era de carne y hueso, se llamaba Jesús y mostraba una «blancura resplandeciente» superior a cualquiera otra conocida y para nada ni nadie ofensiva, hiriente o anuladora. Además, el sonido era también extraordinario, de «nube ventrílocua»: «Éste es mi Hijo elegido; escuchadlo». Resultado: otros seis oídos cautivados por una sabia y magnética voz.
«Dame un ojo de poeta, un solo ojo / […] / y moveré el mundo en torno de su iris», suplicaba Gerardo Diego. La Transfiguración es ese penetrante «ojo de poeta» que espabila nuestra mirada creyente estirándola hasta el horizonte de la trascendencia sin ocultarle los charcos fangosos presentes en el camino del día a día. La marcha cuaresmal –fiel espejo de nuestra entera peregrinación por la vida– tiene mucha más luz que la que nuestras bombillas de calambres, cansancios y rutinas proyectan. Hace falta creerlo para verlo. Las escorias de la limitación que llevamos a cuestas son evidentes. Negarlo es de necios. Pero, precisamente porque no cerramos los ojos a la realidad de la ceniza, vislumbramos el fuego. Caminar con los pies en el suelo y la esperanza en vena es un sello inherente a nuestro oficio de discípulos del Evangelio. En el bendito empeño por llevar a cabo esta tarea sin extravíos ni desvaríos, nos enciende y alumbra el calor y la llama de Jesús. No necesitamos recurrir a los trucos de los efectos especiales. Ésos, para el cine.
José Manuel Berruete, agustino recoleto.
Parroquia Nuestra Señora de Buenavista (Getafe, Madrid)
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