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sábado, 13 de marzo de 2010

IV Domingo de Cuaresma (Lc 15, 01-03 + 11-32): EL PADRE DE LA PARÁBOLA USURPA EL ROL DE LA MADRE


Por José Enrique Galarreta sj

Diríamos que no hay nada que comentar, que no hay más que leer, admirar, y dejarse penetrar de la Palabra. Y es lo que debemos hacer: releer una y otra vez y dejar que el Espíritu de Jesús nos vaya invadiendo. Sin embargo, es tanto el contenido y tan revolucionario, que necesariamente debemos explicarlo un poco.

Ante todo, Jesús es el mejor narrador de todos los tiempos. Es el Maestro de los maestros al inventar narraciones para hablar de Dios. Jesús es el que sabe hablar de Dios, porque le conoce. Jesús es el que sabe hablar del hombre, porque le conoce.

Lo primero que se nos ofrece es sin duda una preciosa definición del pecado y de la conversión.

¿Qué hay en la casa del padre? Trabajo, cariño, responsabilidad, sentirse bien, tener alimento, ser alguien, ser hijo.

¿Qué hay lejos de la casa del Padre? Engaño, apariencia de felicidad, todo insatisfactorio y perecedero.

El hijo pequeño ha cometido un grave error. Le ha parecido que hay cosas mejores que trabajar en la Casa del Padre. Es una definición del pecado: un grave error, sentirse atraído por algo que, a la larga, te va a decepcionar, te va a hacer desgraciado. Y sobre todo, no ser nadie, haber perdido la dignidad y la identidad.

¿Por qué quiere el hijo volver? Por hambre. Porque se acuerda de que en casa de su Padre se estaba mucho mejor. Ni siquiera por su Padre, ni por cariño. Porque se acuerda de lo bien que estaba en su casa.

Hasta aquí, Jesús nos ofrece todo un tratado de sicología del pecado y de la conversión. El pecado es error: pensamos que fuera de la Ley de Dios se está mejor. Buscamos la felicidad fuera de lo que Dios propone. Debilidad y error que conduce al ser humano a la indignidad y a la pérdida de identidad.

Pero el mensaje es mucho más amplio y profundo: el mensaje básico no es el hijo, sino el padre. El mayor de los errores del hijo es que no conoce a su padre. Piensa que tendrá que rogarle, que convencerle, que quizá consiga ser admitido como un criado... ¡Qué sorpresa, cuando empieza a recitar su cantinela "padre, he pecado contra el cielo y contra ti...." y se da cuenta de que su padre ni le escucha, sino que grita de alegría a todo el mundo, que traigan buena ropa, que maten el ternero, porque mi hijo ha vuelto!

Quizá hayamos olvidado que la parábola es paradójica. Tuvo que sonar muy mal ante aquel auditorio acostumbrado a que el "Paterfamilias" fuese ante todo "el amo", el que imparte justicia, el conservador de la hacienda. Para todos los oyentes, el que tiene razón es el hijo mayor, que es trabajador, fiel a su casa, justo. La misericordia esperable sería que el hijo que vuelve fuese admitido en casa como peón... por pura bondad. Entonces podríamos hablar de un padre justo y misericordioso. Pero el padre de la parábola es mucho más que eso.

Ese padre que destroza la herencia, perjudica los intereses del hermano justo y trata al hijo pequeño "como si no hubiese pasado nada" (y todavía mejor) no es un buen ejemplo para el orden ni para la educación de los hijos ni para el mantenimiento de la estabilidad de la hacienda familiar.

El padre de esta parábola usurpa el rol de la madre, que debería estar ahí para interceder por el hijo descarriado; pero no hace falta, porque el padre no es el paterfamilias justo sino la madre emocionada por el regreso del hijo.

Pero el hijo mayor no es como su padre; es un estricto cumplidor. Y tiene razón, sus frases son perfectas: “yo he cumplido siempre en todo, y ahora que viene ese hijo tuyo que ha tirado la herencia con prostitutas, lo vuelves a aceptar como hijo, sin más. Es injusto”. Y tiene razón, es injusto. Tiene razón, pero el padre tiene corazón: la última frase significa: “Tienes razón hijo, pero ¿de verdad no te alegras de haber recuperado a tu hermano?”

La parábola se inscribe pues junto a las otras en que el mensaje radica precisamente en "Dios no hace justicia", como los viñadores de la última hora o la invitación al banquete, y a los hechos de Jesús en que prefiere a los pecadores antes que a los justos. Los pecadores que se acercan a Jesús son acogidos inmediatamente, aunque no hagan nada por "merecer" el perdón, como la mujer adúltera.

Lo esencial en la parábola es sin duda que el hijo es restituido a su condición de hijo sin ningún mérito propio; solamente porque el Padre está deseando hacerlo así. En cuanto el hijo da pie para ello, recibe la plenitud del cariño del padre: no tiene más que acercarse, aunque sea sólo por hambre, y encontrará al Padre feliz de recuperarle como hijo.

Y éste es el secreto: no se trata de perdonar cosas pasadas y decir que no tienen importancia, sino de recuperarle como hijo. No estamos ante un tribunal "blando" que quita importancia a los errores o maldades anteriores. Esto deformaría esencialmente la imagen del padre. Se trata de que no estamos ante un tribunal, sino ante el estupendo milagro de que el cariño del Padre ha recuperado a un hijo. Ha recuperado a un solo hijo.

Al otro hijo no parece poder recuperarlo ni el cariño del padre: seguirá viviendo en el árido reino de la justicia. No olvidemos que estas parábolas las provocan los fariseos y escribas que murmuran porque Jesús acoge a los publicanos y pecadores que acuden en masa a Él.


Si alguien cree que esta manera de entender a Dios es permisiva, que ancha es Castilla, que no hay que preocuparse por los pecados... es que no se ha enterado de nada. Porque nada hay más exigente que el amor.

Porque todas las leyes y obligaciones del mundo se quedan pequeñas y ridículas ante la exigencia que supone el querer, porque la madre hace mil veces más que aquello a lo que está obligada, y lo hace disfrutando, y cuanto más tiene que esforzarse más disfruta, porque el amor sólo se satisface dando y esforzándose.

Y ésa es la vida y la religión a la que Jesús llama, infinitamente más exigente que todos los preceptos, infinitamente más satisfactoria que todos los premios, infinitamente más humana y más divina, porque Jesús conoce a Dios y al hombre, y ha establecido una relación entre ellos objetiva, no basada en lo que nosotros nos imaginamos de Dios y del hombre, sino en lo que Dios y el hombre son en realidad.

En resumen, un cristiano se define por haber aceptado la misión. No te conformes con menos: la vida es para trabajar en las cosas de tu padre, para anunciar a los hombres el Reino; cómo compensa dar la vida por las cosas del padre, entrar por la puerta estrecha, tomar la vida cuesta arriba, no dejarse aprisionar por el dinero, renunciar a la venganza y superar la justicia, disfrutar más en dar que en recibir, fiarse de Dios en medio del mal...

¿Quieres trabajar en las cosas de tu padre? Decir que sí es vivir como hijo, metiéndose en todos los líos de los demás hijos, porque eso, los hijos, son "las cosas de mi padre". Si alguien piensa que esto es permisivo, hablamos diferente idioma.

Así que hemos dado con una hermosa descripción de "El Reino". El Reino es "estar en las cosas de mi padre". Y de aquí surge una sana, sencilla y comprometedora teología de la ecología y de la solidaridad, tan lejana de esas teologías trinitarias y cristológicas tan presuntuosas como estériles.

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