Año Sacerdotal.
José Manuel Vidal
José Manuel Vidal
Están en el disparadero, en estos días santos, días sacerdotales por excelencia. Nunca han dejado de estarlo. Con palos o con cirios siempre vamos detrás de ellos. Son los curas. Nuestros curas. Los curas españoles de campo y de ciudad. He conocido a muchos. Soy amigo personal de muchos. De todos los signos y colores. Compartí con ellos casi 15 años de hermandad presbiteral. Años en los que me sentí muy feliz de ser cura. Y de tener tales compañeros curas. Porque casi (y digo bien casi) todos los curas que conocí y traté eran y son excelentes personas. De carne y hueso y con sus debilidades a cuestas, pero auténticos seguidores de Jesús. De los que se dejan la piel y la vida a pié de obra y por el Reino. Sin esperar premios ni escalafones. Y, a menudo, sólos y abandonados. Y lo que es más duro, sin reconocimiento alguno a sus vidas entregadas.
Algunos los quieren ángeles. Otros los pintan como demonios, cuando sólo son hombres. Eso sí, hombres especiales. A los que Dios y los demás les queman por dentro. Hombres libres, que van a contracorriente. Hombres capaces de escuchar una voz interior y dejarse seducir por ella. Y seguirla, aunque sea a trompicones.
También hay, como se está viendo estos días, algunas ovejas negras entre ellos. Y a los que más les duele su presencia es precisamente a ellos. Porque traicionan el ser y el actuar del presbítero, porque manchan al colectivo y, sobre todo, porque atentan contra la vida de los inocentes. Igual que en el aborto.
Pero ésos son, afortunadamente, una minoría. Dolorosa y terrible, pero minoría. Que los propios curas quieren extirpar. Sin contemplaciones y sin gremialismos. Y contribuir a que sus obispos no los encubran ya más.
Porque la inmensa mayoría de los curas son hombres que optaron por una vida difícil. Sin el cariño de unos hijos ni las caricias y el amor de una mujer. Y eso cuesta tanto que es lógico que algunos busquen caricias robadas y tengan hijos silenciados. La gente, su gente, la gente de sus pueblos, si son curas realmente entregados, les perdona esas “debilidades” de la carne. Lo que no les perdona ni les puede perdonar es que abusen o violen. Pero de ésos, afortunadamente, no conocí a ninguno.
Y lo que quizás su gente tampoco les perdone a los obispos es que obliguen a esos curas (tan humanos y divinos, a la vez)a sentirse atrapados por un celibato impuesto.
Los hay de muchas clses, estilos y formas de ser y de pensar. Todos unidos por lo esencial: su amor a Dios y a los hombres. Todos se sienten, con orgullo y humildad, pescadores de hombres, ungidos por Dios para predicar la buena nueva. Depositarios de una gracia que es testimonio de la fidelidad de Dios al hombre. Intermediarios y puentes por los que Dios se acerca a la tierra. Esa certeza les basta para vivir.
Les he visto reir, llorar,sufrir, arrepentise, darse golpes de pecho, sentirse fracasados o pletóricos y seguros de sí mismos. Compartí con ellos dudas, penas y alegrías. Y los quiero. Son mis curas. Y merecen un monumento.
Siguen a pié de obra. Cuando los ilustrados se van de los pueblos, ellos permanecen. Concentrados, porque ya no llegan a todas partes, pero conociendo a sus ovejas por su nombre. Siempre dispuestos a echar una mano y a compartir un trozo de pan, aunque ellos se queden sin él.
Misericordiosos, porque conocen como nadie las miserias humanas. Las suyas y las de los demás. No condenan, no excomulgan. Abren sus brazos a todos, sin remilgos. Ofrecen a la gente la Iglesia del sí, del Dios que los ama. Adoptan y flexibilizan leyes y preceptos. Porque la Iglesia de la base, la que ellos representan, pide lo máximo y exige lo mínimo. Como debe ser.
Me he sentido y sigo sintiendo amado y querido por muchos de mis curas. Por mi profesión de periodista especializado en información religiosa, tuve la suerte de poder seguir compartiendo sus vidas y sus inquitudes, incluso después de secularizarme y casarme. Viví su experiencia desde ambos lados de la frontera. Porque también quiero y conozco a muchos que lo dejaron por amor. Y siguen siendo excelentes personas y grandes curas. No siento nostalgia del altar ni de volver a ejercer. Me basta con mi sacerdocio periodístico, que también es una forma de ejercer el presbiterado.
A unos y otros, a los que se han quedado y a los que nos hemos salido, gracias y enhorabuena. Porque en unos y otros he descubierto siempre a hombres que eligieron servir a tos hombres, que son las manos y la boca de Cristo a diario, que se dejan la piel en el ejercicio de su ministerio. Son curas. Mis curas. Y los tuyos. Y se merecen ese monumento. Porque, si dejase de haber curas, el mundo se apagaría, porque habría perdido a sus “alumbradores de esperanza”.
¡Va por vosotros, hermanos!
Algunos los quieren ángeles. Otros los pintan como demonios, cuando sólo son hombres. Eso sí, hombres especiales. A los que Dios y los demás les queman por dentro. Hombres libres, que van a contracorriente. Hombres capaces de escuchar una voz interior y dejarse seducir por ella. Y seguirla, aunque sea a trompicones.
También hay, como se está viendo estos días, algunas ovejas negras entre ellos. Y a los que más les duele su presencia es precisamente a ellos. Porque traicionan el ser y el actuar del presbítero, porque manchan al colectivo y, sobre todo, porque atentan contra la vida de los inocentes. Igual que en el aborto.
Pero ésos son, afortunadamente, una minoría. Dolorosa y terrible, pero minoría. Que los propios curas quieren extirpar. Sin contemplaciones y sin gremialismos. Y contribuir a que sus obispos no los encubran ya más.
Porque la inmensa mayoría de los curas son hombres que optaron por una vida difícil. Sin el cariño de unos hijos ni las caricias y el amor de una mujer. Y eso cuesta tanto que es lógico que algunos busquen caricias robadas y tengan hijos silenciados. La gente, su gente, la gente de sus pueblos, si son curas realmente entregados, les perdona esas “debilidades” de la carne. Lo que no les perdona ni les puede perdonar es que abusen o violen. Pero de ésos, afortunadamente, no conocí a ninguno.
Y lo que quizás su gente tampoco les perdone a los obispos es que obliguen a esos curas (tan humanos y divinos, a la vez)a sentirse atrapados por un celibato impuesto.
Los hay de muchas clses, estilos y formas de ser y de pensar. Todos unidos por lo esencial: su amor a Dios y a los hombres. Todos se sienten, con orgullo y humildad, pescadores de hombres, ungidos por Dios para predicar la buena nueva. Depositarios de una gracia que es testimonio de la fidelidad de Dios al hombre. Intermediarios y puentes por los que Dios se acerca a la tierra. Esa certeza les basta para vivir.
Les he visto reir, llorar,sufrir, arrepentise, darse golpes de pecho, sentirse fracasados o pletóricos y seguros de sí mismos. Compartí con ellos dudas, penas y alegrías. Y los quiero. Son mis curas. Y merecen un monumento.
Siguen a pié de obra. Cuando los ilustrados se van de los pueblos, ellos permanecen. Concentrados, porque ya no llegan a todas partes, pero conociendo a sus ovejas por su nombre. Siempre dispuestos a echar una mano y a compartir un trozo de pan, aunque ellos se queden sin él.
Misericordiosos, porque conocen como nadie las miserias humanas. Las suyas y las de los demás. No condenan, no excomulgan. Abren sus brazos a todos, sin remilgos. Ofrecen a la gente la Iglesia del sí, del Dios que los ama. Adoptan y flexibilizan leyes y preceptos. Porque la Iglesia de la base, la que ellos representan, pide lo máximo y exige lo mínimo. Como debe ser.
Me he sentido y sigo sintiendo amado y querido por muchos de mis curas. Por mi profesión de periodista especializado en información religiosa, tuve la suerte de poder seguir compartiendo sus vidas y sus inquitudes, incluso después de secularizarme y casarme. Viví su experiencia desde ambos lados de la frontera. Porque también quiero y conozco a muchos que lo dejaron por amor. Y siguen siendo excelentes personas y grandes curas. No siento nostalgia del altar ni de volver a ejercer. Me basta con mi sacerdocio periodístico, que también es una forma de ejercer el presbiterado.
A unos y otros, a los que se han quedado y a los que nos hemos salido, gracias y enhorabuena. Porque en unos y otros he descubierto siempre a hombres que eligieron servir a tos hombres, que son las manos y la boca de Cristo a diario, que se dejan la piel en el ejercicio de su ministerio. Son curas. Mis curas. Y los tuyos. Y se merecen ese monumento. Porque, si dejase de haber curas, el mundo se apagaría, porque habría perdido a sus “alumbradores de esperanza”.
¡Va por vosotros, hermanos!
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