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miércoles, 7 de abril de 2010

II Domingo de Pascua (Juan 20,19-31) - Ciclo C: RESUCITAR LO MUERTO


Por José Antonio Pagola
Exhaló su aliento sobre ellos.

La muerte no es sólo el final biológico del hombre. Antes de que llegue el término de nuestros días, la muerte puede invadir diversas zonas de nuestra vida.

No es difícil constatar cómo, por diversos factores y circunstancias, se nos van muriendo a veces, la confianza en las personas, la fe en el valor mismo de la vida, la capacidad para todo aquello que exija esfuerzo generoso, el valor para correr riesgos...

Quizá, casi inconscientemente, se va apoderando de nosotros la pasividad, la inercia y la inhibición. Poco a poco vamos cayendo en el escepticismo, el desencanto y la pereza total.

Quizás ya no esperamos gran cosa de la vida. No creemos ya demasiado ni en nosotros mismos ni en los demás. El pesimismo, la amargura y el malhumor se adueñan cada vez más fácilmente de nosotros.

Acaso descubrimos que en el fondo de nuestro ser la vida se nos encoge y se nos va empequeñeciendo. Quizás el pecado se ha ido convirtiendo en costumbre que somos incapaces de arrancar, y se nos ha muerto ya hace tiempo la fe en nuestra propia conversión.

Tal vez sabemos, aunque no lo queramos confesar abiertamente, que nuestra fe es demasiado convencional y vacía, costumbre religiosa sin vida, inercia tradicional, formalismo externo sin compromiso alguno, «letra muerta» sin espíritu vivificador.

El encuentro con Jesús Resucitado fue para los primeros creyentes una llamada a «resucitar» su fe y reanimar toda su vida.

El relato evangélico nos describe con tonos muy oscuros la situación de la primera comunidad sin Jesús. Son un grupo humano replegado sobre sí mismo, sin horizontes, «con las puertas cerradas», sin objetivos ni misión alguna, sin luz, llenos de miedo y a la defensiva.

Es el encuentro con Jesús Resucitado el que transforma a estos hombres, los reanima, los llena de alegría y paz verdadera, los libera del miedo y la cobardía, les abre horizontes nuevos y los impulsa a una misión.

¿No deben ser nuestras comunidades cristianas un lugar en el que podamos encontrarnos con este Jesús Resucitado y recibir su impulso resucitador? ¿No necesitamos escuchar con más fidelidad su palabra y alimentarnos con más fe en su Eucaristía, para sentir sobre nosotros su aliento recreador?

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