Del temor a la confianza
Nuestro mundo está muy preocupado por la seguridad. Es normal. El instinto más básico es la búsqueda de la supervivencia o la seguridad de mantenernos en vida. Ese deseo o instinto es, sin duda, una de las motivaciones más fuertes de nuestros actos. Queremos estar seguros en el puesto de trabajo. Pero también queremos estar seguros del cariño de los que nos rodean o, al menos, de que los otros no son una amenaza para nuestra vida. Por eso, los países refuerzan sus fronteras y los particulares las cerraduras de sus casas. Queremos sentirnos seguros.
El problema es que nuestros esfuerzos no dan muchos resultados. Asegurarnos contra todas las amenazas roza los límites de lo imposible. Es caro, muy caro. Hay que pagar mucho para obtener unos resultados mediocres. Por mucho que se pague, ¿quién se puede proteger de los desastres naturales? Y en el mundo de las relaciones personales renunciar a todos los riesgos significa renunciar a esas mismas relaciones. La soledad es un precio muy alto. Diría que por ahí no hemos encontrado la solución.
Jesús propone un nuevo camino
Jesús, como siempre, nos propone otro camino. Es paradójico. Va más allá de nuestra comprensión, pero abre nuevas posibilidades. Se trata de “confiar”. Así de sencillo. Pero así de valioso y verdadero porque Jesús es el que nos revela a Dios. Sus propuestas, por así decir, son las propuestas que Dios, nuestro Padre, nos hace.
Confiar es lo que hace Jesús, y Dios mismo, en el texto evangélico de este domingo. Los hechos están ahí: los discípulos habían abandonado a Jesús en el momento de la dificultad. El malo no fue sólo Judas. Pedro había negado tres veces conocer a Jesús y los demás habían salido todos corriendo. Todas son razones para que la presencia de Jesús resucitado les causara terror y temor. ¡Podía venir a cobrarse la deuda, a tomarse la revancha, a vengarse! Pero Jesús hace exactamente lo contrario. Les mira como si nada hubiese sucedido y les vuelve a preparar la mesa. Allí estaban el pescado en las brasas y el pan en la mesa. Volver a comer juntos era como decir que no había pasado nada, que Jesús comprendía su debilidad, que volvía a poner su confianza en ellos.
Ni siquiera hace falta volver a repetir aquello de “en adelante seréis pescadores de hombres”. Se da por supuesto. Para el evangelista volver a contar el relato de la pesca milagrosa en el contexto del Jesús resucitado es una forma de decirnos que la palabra de Dios es constante y va más allá de nuestras debilidades. De nuevo los discípulos vuelven a pescar tantos peces que casi no pueden con la red. De nuevo Simón Pedro se deja llevar por el entusiasmo y salta de la barca. Pero esta vez no flaquea. Ha aprendido la lección. Para salir adelante y sobrevivir no tiene que buscar la fuerza en sus piernas sino en la gracia de Dios que le confirma y le reitera su confianza.
Dios confía en nosotros
Si los discípulos habían pensado que todo había sido un sueño, que no valía la pena volver a soñar con el Reino y que lo que tenían que hacer era volver a sus redes agujereadas y su vieja barca, el encuentro con Jesús les confirma que Dios sigue confiando en ellos. Con otras palabras: no es la fe de los discípulos la que construye la Iglesia sino la fe y la confianza que Dios mismo pone en ellos –y en nosotros–.
Los discípulos de Jesús no encontramos nuestra seguridad en la conciencia de que somos buenos porque la realidad es que no somos mejores que los demás. Nosotros hemos experimentado que Dios ha fijado su vista en nosotros, que nos ha mirado con su gracia –una mirada que sabemos que es para todos los hombres y mujeres, creyentes y no creyentes–. Jesús resucitado nos ha invitado a comer con él –lo hace cada día en la Eucaristía– y cada día nos reitera su confianza. Sentimos que Dios cree en nosotros y eso nos hace sentirnos seguros y fuertes para confiar también nosotros en los demás, para anunciar el mensaje de la reconciliación, del perdón, de la misericordia para todos. Sin excepciones. Y de paso solucionar la búsqueda de la seguridad no a través de la desconfianza ante todo y ante todos sino de la confianza. Sólo tendiendo la mano al hermano construimos un mundo más seguro, nunca cerrando el puño.
El problema es que nuestros esfuerzos no dan muchos resultados. Asegurarnos contra todas las amenazas roza los límites de lo imposible. Es caro, muy caro. Hay que pagar mucho para obtener unos resultados mediocres. Por mucho que se pague, ¿quién se puede proteger de los desastres naturales? Y en el mundo de las relaciones personales renunciar a todos los riesgos significa renunciar a esas mismas relaciones. La soledad es un precio muy alto. Diría que por ahí no hemos encontrado la solución.
Jesús propone un nuevo camino
Jesús, como siempre, nos propone otro camino. Es paradójico. Va más allá de nuestra comprensión, pero abre nuevas posibilidades. Se trata de “confiar”. Así de sencillo. Pero así de valioso y verdadero porque Jesús es el que nos revela a Dios. Sus propuestas, por así decir, son las propuestas que Dios, nuestro Padre, nos hace.
Confiar es lo que hace Jesús, y Dios mismo, en el texto evangélico de este domingo. Los hechos están ahí: los discípulos habían abandonado a Jesús en el momento de la dificultad. El malo no fue sólo Judas. Pedro había negado tres veces conocer a Jesús y los demás habían salido todos corriendo. Todas son razones para que la presencia de Jesús resucitado les causara terror y temor. ¡Podía venir a cobrarse la deuda, a tomarse la revancha, a vengarse! Pero Jesús hace exactamente lo contrario. Les mira como si nada hubiese sucedido y les vuelve a preparar la mesa. Allí estaban el pescado en las brasas y el pan en la mesa. Volver a comer juntos era como decir que no había pasado nada, que Jesús comprendía su debilidad, que volvía a poner su confianza en ellos.
Ni siquiera hace falta volver a repetir aquello de “en adelante seréis pescadores de hombres”. Se da por supuesto. Para el evangelista volver a contar el relato de la pesca milagrosa en el contexto del Jesús resucitado es una forma de decirnos que la palabra de Dios es constante y va más allá de nuestras debilidades. De nuevo los discípulos vuelven a pescar tantos peces que casi no pueden con la red. De nuevo Simón Pedro se deja llevar por el entusiasmo y salta de la barca. Pero esta vez no flaquea. Ha aprendido la lección. Para salir adelante y sobrevivir no tiene que buscar la fuerza en sus piernas sino en la gracia de Dios que le confirma y le reitera su confianza.
Dios confía en nosotros
Si los discípulos habían pensado que todo había sido un sueño, que no valía la pena volver a soñar con el Reino y que lo que tenían que hacer era volver a sus redes agujereadas y su vieja barca, el encuentro con Jesús les confirma que Dios sigue confiando en ellos. Con otras palabras: no es la fe de los discípulos la que construye la Iglesia sino la fe y la confianza que Dios mismo pone en ellos –y en nosotros–.
Los discípulos de Jesús no encontramos nuestra seguridad en la conciencia de que somos buenos porque la realidad es que no somos mejores que los demás. Nosotros hemos experimentado que Dios ha fijado su vista en nosotros, que nos ha mirado con su gracia –una mirada que sabemos que es para todos los hombres y mujeres, creyentes y no creyentes–. Jesús resucitado nos ha invitado a comer con él –lo hace cada día en la Eucaristía– y cada día nos reitera su confianza. Sentimos que Dios cree en nosotros y eso nos hace sentirnos seguros y fuertes para confiar también nosotros en los demás, para anunciar el mensaje de la reconciliación, del perdón, de la misericordia para todos. Sin excepciones. Y de paso solucionar la búsqueda de la seguridad no a través de la desconfianza ante todo y ante todos sino de la confianza. Sólo tendiendo la mano al hermano construimos un mundo más seguro, nunca cerrando el puño.
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