Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 24, 35-48
Los discípulos, que retornaron de Emaús a Jerusalén, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes».
Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo».
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?» Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; Él lo tomó y lo comió delante de todos.
Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, Yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos».
Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto».
El testimonio de fe que los discípulos han de darse unos a otros, y que nunca debe darse por descontado, genera la presencia de Jesús en medio de la comunidad. Ahora bien, igual que junto al sepulcro y de camino, esta presencia no siempre es inmediatamente evidente, también en el seno de la comunidad puede ser una presencia no reconocida. ¡Cuántas veces lo que domina en la vida comunitaria de la Iglesia es el miedo, las dudas y la caza de fantasmas! Si la verdadera fe compartida hace posible ver al Señor y escuchar su Palabra que nos pacifica y vincula, nuestros miedos, nuestras dudas, nuestras incoherencias nos hacen ver fantasmas que nos asustan y dividen. Para espantar esos fantasmas y hacer palpable la presencia de Jesús, que se encarna en la comunidad, es necesario sentarse con Él en torno a la mesa y comer juntos. Caigamos en la cuenta de que una cosa son los fantasmas (que tenemos que ahuyentar por medio del pan partido y compartido) y otra son las heridas de los pies y las manos de Jesús, que Él no nos oculta. Para construir la comunidad eucarística (memorial de la Pasión del Señor Resucitado) hay que ver y hasta tocar las heridas de Jesús: las heridas del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (los problemas y los conflictos hay que afrontarlos en fe, en comunidad y de cara), y las heridas del cuerpo de Cristo en los que sufren y que merecen nuestra especial atención. Cuando hacemos esto último, forma esencial del testimonio de fe ante el mundo, somos invitados a explicar con qué poder hacemos eso: no con el nuestro, ni siquiera con el de nuestra virtud, sino con el poder de la fe que se prolonga y expresa en la caridad. Aunque las palabras de Pedro en los Hechos, que estamos leyendo durante este largo día pascual, tienen, en principio, la apariencia de una acusación (“matasteis al autor de la vida”), no son, en realidad, sino la introducción de una Buena Noticia, una exhortación a la conversión, al perdón, y una llamada a participar de una bendición. Así tiene que ser siempre el testimonio de los cristianos constituidos en comunidad eucarística; la denuncia, que a veces puede ser necesaria, tiene que introducir a una exhortación positiva y esperanzada: la bendición y el perdón son una realidad de parte de Dios; por parte del hombre, la conversión es siempre una posibilidad abierta.
Saludos pascuales
José M. Vegas cmf
http://josemvegas.wordpress.com/
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes».
Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo».
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?» Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; Él lo tomó y lo comió delante de todos.
Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, Yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos».
Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto».
El testimonio de fe que los discípulos han de darse unos a otros, y que nunca debe darse por descontado, genera la presencia de Jesús en medio de la comunidad. Ahora bien, igual que junto al sepulcro y de camino, esta presencia no siempre es inmediatamente evidente, también en el seno de la comunidad puede ser una presencia no reconocida. ¡Cuántas veces lo que domina en la vida comunitaria de la Iglesia es el miedo, las dudas y la caza de fantasmas! Si la verdadera fe compartida hace posible ver al Señor y escuchar su Palabra que nos pacifica y vincula, nuestros miedos, nuestras dudas, nuestras incoherencias nos hacen ver fantasmas que nos asustan y dividen. Para espantar esos fantasmas y hacer palpable la presencia de Jesús, que se encarna en la comunidad, es necesario sentarse con Él en torno a la mesa y comer juntos. Caigamos en la cuenta de que una cosa son los fantasmas (que tenemos que ahuyentar por medio del pan partido y compartido) y otra son las heridas de los pies y las manos de Jesús, que Él no nos oculta. Para construir la comunidad eucarística (memorial de la Pasión del Señor Resucitado) hay que ver y hasta tocar las heridas de Jesús: las heridas del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (los problemas y los conflictos hay que afrontarlos en fe, en comunidad y de cara), y las heridas del cuerpo de Cristo en los que sufren y que merecen nuestra especial atención. Cuando hacemos esto último, forma esencial del testimonio de fe ante el mundo, somos invitados a explicar con qué poder hacemos eso: no con el nuestro, ni siquiera con el de nuestra virtud, sino con el poder de la fe que se prolonga y expresa en la caridad. Aunque las palabras de Pedro en los Hechos, que estamos leyendo durante este largo día pascual, tienen, en principio, la apariencia de una acusación (“matasteis al autor de la vida”), no son, en realidad, sino la introducción de una Buena Noticia, una exhortación a la conversión, al perdón, y una llamada a participar de una bendición. Así tiene que ser siempre el testimonio de los cristianos constituidos en comunidad eucarística; la denuncia, que a veces puede ser necesaria, tiene que introducir a una exhortación positiva y esperanzada: la bendición y el perdón son una realidad de parte de Dios; por parte del hombre, la conversión es siempre una posibilidad abierta.
Saludos pascuales
José M. Vegas cmf
http://josemvegas.wordpress.com/
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