Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 9, 35-38
Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos:
«La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha».
Es el gran apóstol del Perú. Nació en Valladolid en el 1538; estudió Derecho. Luego fue designado Inquisidor Mayor de Granada, a sus treinta años. A sus cuarenta, arzobispo de Lima. Entregó su alma de misionero a Dios, en 1606. — Fiesta litúrgica: 23 de marzo.
En pos del héroe de la espada, del conquistador, del fundador de Lima, va el que supo conquistar los hombres para el Señor. Pizarro llevó a cabo una tarea material; Santo Toribio de Mogrovejo supo conquistar un reino para Cristo entre los naturales de un país que tanta gloria tenía que dar a Dios.
Natural de Valladolid, estudió Toribio Leyes en Salamanca. A sus treinta años se le nombra Inquisidor Mayor de Granada. Este título severo se convierte en sus manos en un instrumento de amor, de piedad, de salvación. Los herejes o infieles encuentran en él al padre compasivo que conoce al hombre y le sabe hijo de Dios, portador de valores eternos, divinos. Su cargo de ahora es un anuncio de su futura vida de apóstol del Perú.
Al cabo de diez años —a los cuarenta— es escogido para Arzobispo de Lima, segundo pastor de aquella sede. La fuerza de sus argumentos de renuncia no puede revocar su nombramiento. Pero, si precisamente las muchas dificultades de su dignidad hubieran podido provocar el desánimo en un hombre de temple normal, para Toribio serían el crisol de su alma apostólica, de héroe. Resume en su persona los rasgos de un San Francisco Javier y de un San Carlos Borromeo.
Como San Carlos, no vaciló en llevar a cabo la tarea trazada por el Concilio de Trento: celebración de sínodos, reforma del clero, organización misional; erección de parroquias, corrección de las costumbres.
Asimismo, a pesar de las distancias enormes de su archidiócesis —distancias de centenares de leguas, junto con la dificultad de las ciudades colgadas de picos inaccesibles, aldehuelas perdidas en los repliegues de los Andes—, llegó a todas partes en dieciséis años de caminatas por valles y montañas, por ríos desconocidos y quebradas formidables. Entraba en los míseros bohíos, buscaba a los indígenas dispersados y huidizos, les hablaba en su propia lengua, les sonreía paternalmente, les ganaba para Cristo. En esto fue otro San Francisco Javier.
El antiguo doctor en Leyes se convertía en un catequista sencillo que se ganaba a los grupos, poniéndoles bajo la dirección de un sacerdote; los agrupaba en torno de una iglesia, les acostumbraba a una vida sedentaria y laboriosa. Algún tiempo después volvía para ver la obra que Dios había iniciado por sus manos; alentaba a los nuevos cristianos y les administraba el sacramento de la Confirmación. Son en número inverosímil de millares los indios que confirmó en aquellas andanzas y misiones apostólicas.
No es de extrañar que le mirasen con respeto. Más de una vez su celo le llevó a las puertas de la muerte; rodar por las rocas y precipicios, perderse en los bosques, caer en los ríos, hundirse en los ventisqueros y en las lagunas; no pocas veces exponerse a la violenta actitud de los que veían en él al blanco, no al hombre de Dios... He aquí los azares de su apostolado.
Podemos decir que Toribio tenía un solo ideal claro, cristiano: extender en América Meridional el reino de Cristo, la salvación de los hombres.
No murió mártir, pero encontró la muerte en una de sus correrías evangélicas, estando en Santa, a más de quinientos kilómetros de la capital. Una eran flor comenzó a germinar en Santa, como fruto de su labor: Rosa de Lima, a la que el santo Prelado había confirmado.
«La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha».
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Vida de Santo Toribio de Mogrovejo
Vida de Santo Toribio de Mogrovejo
Es el gran apóstol del Perú. Nació en Valladolid en el 1538; estudió Derecho. Luego fue designado Inquisidor Mayor de Granada, a sus treinta años. A sus cuarenta, arzobispo de Lima. Entregó su alma de misionero a Dios, en 1606. — Fiesta litúrgica: 23 de marzo.
En pos del héroe de la espada, del conquistador, del fundador de Lima, va el que supo conquistar los hombres para el Señor. Pizarro llevó a cabo una tarea material; Santo Toribio de Mogrovejo supo conquistar un reino para Cristo entre los naturales de un país que tanta gloria tenía que dar a Dios.
Natural de Valladolid, estudió Toribio Leyes en Salamanca. A sus treinta años se le nombra Inquisidor Mayor de Granada. Este título severo se convierte en sus manos en un instrumento de amor, de piedad, de salvación. Los herejes o infieles encuentran en él al padre compasivo que conoce al hombre y le sabe hijo de Dios, portador de valores eternos, divinos. Su cargo de ahora es un anuncio de su futura vida de apóstol del Perú.
Al cabo de diez años —a los cuarenta— es escogido para Arzobispo de Lima, segundo pastor de aquella sede. La fuerza de sus argumentos de renuncia no puede revocar su nombramiento. Pero, si precisamente las muchas dificultades de su dignidad hubieran podido provocar el desánimo en un hombre de temple normal, para Toribio serían el crisol de su alma apostólica, de héroe. Resume en su persona los rasgos de un San Francisco Javier y de un San Carlos Borromeo.
Como San Carlos, no vaciló en llevar a cabo la tarea trazada por el Concilio de Trento: celebración de sínodos, reforma del clero, organización misional; erección de parroquias, corrección de las costumbres.
Asimismo, a pesar de las distancias enormes de su archidiócesis —distancias de centenares de leguas, junto con la dificultad de las ciudades colgadas de picos inaccesibles, aldehuelas perdidas en los repliegues de los Andes—, llegó a todas partes en dieciséis años de caminatas por valles y montañas, por ríos desconocidos y quebradas formidables. Entraba en los míseros bohíos, buscaba a los indígenas dispersados y huidizos, les hablaba en su propia lengua, les sonreía paternalmente, les ganaba para Cristo. En esto fue otro San Francisco Javier.
El antiguo doctor en Leyes se convertía en un catequista sencillo que se ganaba a los grupos, poniéndoles bajo la dirección de un sacerdote; los agrupaba en torno de una iglesia, les acostumbraba a una vida sedentaria y laboriosa. Algún tiempo después volvía para ver la obra que Dios había iniciado por sus manos; alentaba a los nuevos cristianos y les administraba el sacramento de la Confirmación. Son en número inverosímil de millares los indios que confirmó en aquellas andanzas y misiones apostólicas.
No es de extrañar que le mirasen con respeto. Más de una vez su celo le llevó a las puertas de la muerte; rodar por las rocas y precipicios, perderse en los bosques, caer en los ríos, hundirse en los ventisqueros y en las lagunas; no pocas veces exponerse a la violenta actitud de los que veían en él al blanco, no al hombre de Dios... He aquí los azares de su apostolado.
Podemos decir que Toribio tenía un solo ideal claro, cristiano: extender en América Meridional el reino de Cristo, la salvación de los hombres.
No murió mártir, pero encontró la muerte en una de sus correrías evangélicas, estando en Santa, a más de quinientos kilómetros de la capital. Una eran flor comenzó a germinar en Santa, como fruto de su labor: Rosa de Lima, a la que el santo Prelado había confirmado.
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