Uno de los recuerdos que tengo de mi infancia es ver en un cruce de carreteras que había casi en el centro de mi ciudad a un grupo de gente que siempre estaba allí. Miraban como pasaban los coches y camiones. Observaban como el guardia que dirigía la circulación daba paso a unos y otros, organizando el tráfico. Miraban, observaban, comentaban si había mucho atasco, si estaba más fluido, si el guardia lo hacía bien o si lo hacía mal. Eran en su mayoría jubilados que pasaban allí el tiempo libre al tiempo que tomaban un poco el sol.
Me ha venido el recuerdo al leer las palabras del ángel –los dos hombres vestidos de blanco– el relato de la Ascensión en la primera lectura de los Hechos de los apóstoles. Les echa en cara a los discípulos que “están plantados mirando al cielo”. Dicho de otra manera que están perdiendo el tiempo, que no hay que mirar arriba sino abajo. Como aquellos jubilados de mi ciudad natal, los discípulos se habían quedado tan asombrados por aquella presencia de Jesús y por su desaparición que no sabían más que hacer que mirar al cielo.
Enviados a anunciar el Reino
Y, mirando al cielo, se han olvidado de que muy poco antes, justo antes de desaparecer en la nube, Jesús les ha vuelto a reiterar que tienen una misión que llevar adelante: “ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, Samaria y hasta los confines del mundo”. Lo suyo no es esperar pasivamente la llegada del Reino, como aquellos hombres de mi tierra que desde el borde del camino observaban el ir y venir de coches y camiones. Los discípulos están llamados a subirse a esos vehículos y a dirigirse por los caminos del mundo hasta los confines más lejanos. Hay que anunciar el Reino y eso es una urgencia. Jesús volverá. Los hombres vestidos de blanco se lo prometen pero en el mientras tanto hay mucho que hacer.
El Reino es la gran tarea pendiente. Hay que anunciar su venida. Y eso se hace desde la experiencia propia del que ha vivido el amor de Dios. Hay que leer y releer la segunda lectura en la que Pablo nos abre los ojos a la realidad a que estamos llamados. Sus palabras nos descubren un mundo nuevo: esperanza, riqueza de gloria, extraordinaria grandeza de poder. Todo ello fruto de la generosidad de Dios, de su amor, manifestado en Cristo Jesús, en su resurrección.
El Espíritu alumbra la esperanza
Además, está presente en las tres lecturas la promesa del Espíritu (Pentecostés está cerca). Él será la presencia que llenará a los discípulos de fuerza para cumplir su misión, para predicar la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos. No dice para amenazar con el infierno. El mensaje es positivo. Se trata de vivir y dar testimonio del amor salvador de Dios. Se trata de ir haciendo presencia en los corazones de todos de ese Reino que tanto esperamos. El Reino de Dios no llegará de una forma espectacular sino en el contacto de persona a persona, en la experiencia íntima, directa, inmediata, del amor de Dios, de la plenitud del Espíritu que nos descubre la esperanza a la que estamos llamados.
Pero el Reino no se queda ahí. Sentir esa presencia en nuestros corazones nos hace vivir de otra manera, descubrimos a los que nos rodean como hermanos y hermanas, nuestra relación con ellos se basa en la justicia y el amor, en el perdón y la reconciliación. Es toda una forma nueva de vivir.
Como los discípulos en el monte, también hoy nosotros escuchamos a aquellos hombres que nos dicen: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” Hay mucho que hacer. Hay que mirar a la tierra, poner los pies en el suelo, mancharnos de barro, estrechar la mano al hermano, construir el Reino aquí y ahora. No podemos ser como aquellos jubilados que miraban cómo pasaban los coches y camiones sin hacer nada, que no hacían más que dejar pasar el tiempo. Nosotros tenemos mucho que hacer, mucho que vivir, mucho que comunicar, mucho que disfrutar. Porque conocemos y vivimos ya la esperanza a la que Dios nos ha llamado en su inmenso amor manifestado en Cristo Jesús.
Me ha venido el recuerdo al leer las palabras del ángel –los dos hombres vestidos de blanco– el relato de la Ascensión en la primera lectura de los Hechos de los apóstoles. Les echa en cara a los discípulos que “están plantados mirando al cielo”. Dicho de otra manera que están perdiendo el tiempo, que no hay que mirar arriba sino abajo. Como aquellos jubilados de mi ciudad natal, los discípulos se habían quedado tan asombrados por aquella presencia de Jesús y por su desaparición que no sabían más que hacer que mirar al cielo.
Enviados a anunciar el Reino
Y, mirando al cielo, se han olvidado de que muy poco antes, justo antes de desaparecer en la nube, Jesús les ha vuelto a reiterar que tienen una misión que llevar adelante: “ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, Samaria y hasta los confines del mundo”. Lo suyo no es esperar pasivamente la llegada del Reino, como aquellos hombres de mi tierra que desde el borde del camino observaban el ir y venir de coches y camiones. Los discípulos están llamados a subirse a esos vehículos y a dirigirse por los caminos del mundo hasta los confines más lejanos. Hay que anunciar el Reino y eso es una urgencia. Jesús volverá. Los hombres vestidos de blanco se lo prometen pero en el mientras tanto hay mucho que hacer.
El Reino es la gran tarea pendiente. Hay que anunciar su venida. Y eso se hace desde la experiencia propia del que ha vivido el amor de Dios. Hay que leer y releer la segunda lectura en la que Pablo nos abre los ojos a la realidad a que estamos llamados. Sus palabras nos descubren un mundo nuevo: esperanza, riqueza de gloria, extraordinaria grandeza de poder. Todo ello fruto de la generosidad de Dios, de su amor, manifestado en Cristo Jesús, en su resurrección.
El Espíritu alumbra la esperanza
Además, está presente en las tres lecturas la promesa del Espíritu (Pentecostés está cerca). Él será la presencia que llenará a los discípulos de fuerza para cumplir su misión, para predicar la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos. No dice para amenazar con el infierno. El mensaje es positivo. Se trata de vivir y dar testimonio del amor salvador de Dios. Se trata de ir haciendo presencia en los corazones de todos de ese Reino que tanto esperamos. El Reino de Dios no llegará de una forma espectacular sino en el contacto de persona a persona, en la experiencia íntima, directa, inmediata, del amor de Dios, de la plenitud del Espíritu que nos descubre la esperanza a la que estamos llamados.
Pero el Reino no se queda ahí. Sentir esa presencia en nuestros corazones nos hace vivir de otra manera, descubrimos a los que nos rodean como hermanos y hermanas, nuestra relación con ellos se basa en la justicia y el amor, en el perdón y la reconciliación. Es toda una forma nueva de vivir.
Como los discípulos en el monte, también hoy nosotros escuchamos a aquellos hombres que nos dicen: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” Hay mucho que hacer. Hay que mirar a la tierra, poner los pies en el suelo, mancharnos de barro, estrechar la mano al hermano, construir el Reino aquí y ahora. No podemos ser como aquellos jubilados que miraban cómo pasaban los coches y camiones sin hacer nada, que no hacían más que dejar pasar el tiempo. Nosotros tenemos mucho que hacer, mucho que vivir, mucho que comunicar, mucho que disfrutar. Porque conocemos y vivimos ya la esperanza a la que Dios nos ha llamado en su inmenso amor manifestado en Cristo Jesús.
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