Dice Pablo en la lectura de la carta a los romanos de este domingo que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Por eso estamos dotados de una esperanza capaz de vencer todas las tribulaciones y todos los obstáculos que se nos pongan por delante. ¡Por formidables que sean! Porque en el fondo de nuestros corazones estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué más queremos?
Ser cristiano, seguir a Jesús es algo más que tener las ideas claras sobre lo que hay que creer. Tiene relativamente poco que ver con conocer bien el catecismo. Mucho menos es esencial haber leído muchos libros de teología o haber seguido cursos especializados. Todo eso puede estar bien pero no es más que el adorno del pastel. Muchos hombres y mujeres han seguido a Jesús sin hacer nada de eso.Tampoco tiene que ver con un sentimiento tal y como se entiende demasiadas veces en la cultura actual: algo tan superficial que puede cambiar de un momento para otro, que se ve afectado por cualquier circunstancia, que no tiene hondura en la persona.
Una profunda experiencia de amor
Más bien seguir a Jesús hunde sus raíces en una profunda experiencia que se identifica con la frase de Pablo con la que he comenzado este comentario: experimentar, sentir, comprender, percibir, reconocer que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. Ahí está la clave. Esa profunda experiencia no brota de un día para otro. Es un proceso, un sedimento, un convencimiento íntimo que lleva su tiempo y que va transformando a la persona desde dentro. Se puede seguir teniendo la misma profesión. Se pueden seguir haciendo las mismas cosas. Pero la persona va cambiando y se va ajustando al “amor de Dios”, se va haciendo “amor”. Se ve invadida por la misericordia, la justicia, la reconciliación.
Recuerdo ahora que a poco de ordenarme fui destinado unos años a Brasil. Allí me encontré con una cultura diferente. Incluso con un estilo de vida diferente. Hasta los alimentos que se ponían a diario sobre la mesa habían cambiado. Hubo una fruta que me sorprendió por su forma, por su sabor, por su textura. Tanto me sorprendió que durante el primer año apenas fui capaz de probar una o dos veces la papaya. El segundo año ya me fue gustando más. Y para el tercer año me di cuenta de que era algo exquisito, que desgraciadamente en mi país de origen no teníamos y que tenía que aprovechar aquella oportunidad que me daba estar en Brasil.
La Trinidad, misterio de amor
De la misma manera es como vamos gustando poco a poco el amor de Dios que se ha derramado en nuestros corazones. Ese amor es el Espíritu Santo que se nos mete adentro, hasta nuestras entrañas y nos hace descubrir en Jesús al Hijo y el enviado del Padre. Ese mismo Espíritu es el que nos hace clamar “Abbá, Padre” y reconocernos como hijos e hijas en el Hijo. La Trinidad es, debería ser, más que un dogma teológico una experiencia vivida en el corazón. Más que un conocimiento intelectual, una actitud vital que nos lleva a vivir con nuestros hermanos y hermanas, con la creación, con nosotros mismos, esa historia de amor, paz, perdón, reconciliación, esperanza, que es la historia de Dios con la humanidad.
Hay que ponerse a tiro para llegar a experimentar así a Dios. Necesitamos encontrarnos con testigos auténticos que nos enseñen con su vida. Necesitamos ser testigos auténticos para los que nos rodean. No se trata de leer libros. Se trata de vivir, de esforzarnos por contemplar este mundo, nuestra historia, los cercanos y los lejanos, con los mismos ojos que Dios contempla todo. Se trata de actuar como Dios actúa: como el que derrama amor, como el que crea esperanza, como el que salva, como el que es Padre que invita a todos a participar en la misma mesa.
Poco a poco se nos irán abriendo los ojos, la mente y el corazón. Descubriremos qué admirable es el nombre de Dios en toda la tierra, como lo expresa León Felipe, un gran poeta:
Señor, yo te amo / porque juegas limpio; / sin trampas –sin milagros–; / porque dejas que salga, / paso a paso, / sin trucos –sin utopías–, / carta a carta, / sin cambios, / tu formidable solitario.
Un solitario que no es más que una historia de amor entre Dios y la humanidad, una historia de vida regalada. Comprender y vivir eso es entender de verdad de la Trinidad.
Ser cristiano, seguir a Jesús es algo más que tener las ideas claras sobre lo que hay que creer. Tiene relativamente poco que ver con conocer bien el catecismo. Mucho menos es esencial haber leído muchos libros de teología o haber seguido cursos especializados. Todo eso puede estar bien pero no es más que el adorno del pastel. Muchos hombres y mujeres han seguido a Jesús sin hacer nada de eso.Tampoco tiene que ver con un sentimiento tal y como se entiende demasiadas veces en la cultura actual: algo tan superficial que puede cambiar de un momento para otro, que se ve afectado por cualquier circunstancia, que no tiene hondura en la persona.
Una profunda experiencia de amor
Más bien seguir a Jesús hunde sus raíces en una profunda experiencia que se identifica con la frase de Pablo con la que he comenzado este comentario: experimentar, sentir, comprender, percibir, reconocer que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. Ahí está la clave. Esa profunda experiencia no brota de un día para otro. Es un proceso, un sedimento, un convencimiento íntimo que lleva su tiempo y que va transformando a la persona desde dentro. Se puede seguir teniendo la misma profesión. Se pueden seguir haciendo las mismas cosas. Pero la persona va cambiando y se va ajustando al “amor de Dios”, se va haciendo “amor”. Se ve invadida por la misericordia, la justicia, la reconciliación.
Recuerdo ahora que a poco de ordenarme fui destinado unos años a Brasil. Allí me encontré con una cultura diferente. Incluso con un estilo de vida diferente. Hasta los alimentos que se ponían a diario sobre la mesa habían cambiado. Hubo una fruta que me sorprendió por su forma, por su sabor, por su textura. Tanto me sorprendió que durante el primer año apenas fui capaz de probar una o dos veces la papaya. El segundo año ya me fue gustando más. Y para el tercer año me di cuenta de que era algo exquisito, que desgraciadamente en mi país de origen no teníamos y que tenía que aprovechar aquella oportunidad que me daba estar en Brasil.
La Trinidad, misterio de amor
De la misma manera es como vamos gustando poco a poco el amor de Dios que se ha derramado en nuestros corazones. Ese amor es el Espíritu Santo que se nos mete adentro, hasta nuestras entrañas y nos hace descubrir en Jesús al Hijo y el enviado del Padre. Ese mismo Espíritu es el que nos hace clamar “Abbá, Padre” y reconocernos como hijos e hijas en el Hijo. La Trinidad es, debería ser, más que un dogma teológico una experiencia vivida en el corazón. Más que un conocimiento intelectual, una actitud vital que nos lleva a vivir con nuestros hermanos y hermanas, con la creación, con nosotros mismos, esa historia de amor, paz, perdón, reconciliación, esperanza, que es la historia de Dios con la humanidad.
Hay que ponerse a tiro para llegar a experimentar así a Dios. Necesitamos encontrarnos con testigos auténticos que nos enseñen con su vida. Necesitamos ser testigos auténticos para los que nos rodean. No se trata de leer libros. Se trata de vivir, de esforzarnos por contemplar este mundo, nuestra historia, los cercanos y los lejanos, con los mismos ojos que Dios contempla todo. Se trata de actuar como Dios actúa: como el que derrama amor, como el que crea esperanza, como el que salva, como el que es Padre que invita a todos a participar en la misma mesa.
Poco a poco se nos irán abriendo los ojos, la mente y el corazón. Descubriremos qué admirable es el nombre de Dios en toda la tierra, como lo expresa León Felipe, un gran poeta:
Señor, yo te amo / porque juegas limpio; / sin trampas –sin milagros–; / porque dejas que salga, / paso a paso, / sin trucos –sin utopías–, / carta a carta, / sin cambios, / tu formidable solitario.
Un solitario que no es más que una historia de amor entre Dios y la humanidad, una historia de vida regalada. Comprender y vivir eso es entender de verdad de la Trinidad.
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