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viernes, 28 de mayo de 2010

Solemnidad de la Santísima Trinidad (Juan 16,12-15)


Hablar balbuceando, caminar cojeando
HOMILIAS A. PRONZATO

El balbuceo, único hablar aceptable

Nunca como en esta fiesta se cae en la cuenta de que hablar de Dios y de su misterio equivale a balbucear. Es más, el balbuceo permite el único hablar aceptable.

Moisés consideraba el ser «torpe de boca y de lengua» (Ex 4,10) como un impedimento, una especie de liberación de la misión que el Señor le confiaba y que, a su juicio, debía ser realizada por «alguien que hable bien».

Y, sin embargo, el balbuceo es el único medio que permite entrever algo del misterio de Dios, sin profanarlo.

Existe una rendija, un ventanuco que deja filtrar la luz divina. Pero existe también una grieta, un intervalo entre una palabra y otra, que deja intuir una realidad inefable.

Predicadores y cristianos deberían ganarse el derecho de hablar de Dios demostrando que son premiosos.

No la seguridad, la desenvoltura, sino el titubeo.

El hombre de la Palabra, siempre, pero hoy de una manera especial, debería ser un contemplativo, o sea, uno que se deja envolver, penetrar por la luz. Y reflejar -más con los silencios que con las palabras alguna ráfaga de aquella luz que lo transfigura.

El amor, en el centro del misterio.

Jesús, en el discurso de despedida (evangelio), asegura: «El Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena».

Sale espontáneo pedir la intervención de este «guía» insuperable para adentrarnos en el conocimiento del misterio de la Trinidad. Pero Pablo (segunda lectura) hace una precisión esencial: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu santo que se nos ha dado».

Por consiguiente el Espíritu, más que llenar nuestro cerebro de ideas, sirve para «despertar» en nuestros corazones el amor de Dios.

O sea, cuando, a través de la guía del Espíritu, llegamos a descubrir el amor, hemos llegado al centro del misterio.

La Trinidad no es objeto (y mucho menos conquista) de una especulación de tipo intelectual, sino un dato de experiencia vital, que se hace posible gracias a la fe y al amor.

Una vez más Jesús, a través del Espíritu, no nos dice: «Ven y aprende», sino «ven y verás» (Jn 1,39).

Se nos invita a recorrer un camino, pero este camino no nos lleva a «saber» sino a «habitar». El encuentro, la amistad, la comunión de vida con él y con el Padre son los que hacen posibles los descubrimientos más inauditos.

El entendimiento nunca podrá soportar el peso de las «muchas cosas» que Cristo todavía ha de decirnos. La mente no logra sostener el peso de la gloria. Solamente el corazón, o sea, la profundidad del ser, allá donde el Espíritu ha fijado la propia morada, y donde una criatura «habita» en el amor, llega a ser el laboratorio en el que se desarrolla el experimento de lo divino y en el que encuentra su plena instalación el misterio trinitario.

«El Espíritu de verdad... recibirá de mí lo que os irá comunicando». «Todo lo que tiene el Padre es mío».

Las riquezas de esta familia divina son comunes.

El Espíritu puede alcanzar lo que pertenece al Hijo. Y el Hijo hace suyo «todo lo que tiene el Padre».

La unidad se realiza también por este acceso común al tesoro.

Y nuestra participación en estas riquezas se convierte en el signo más seguro de nuestro «estar metidos» en el corazón del misterio.

El libro de los Proverbios (primera lectura) habla de la Sabiduría que asiste a Dios en la obra de la creación. «Arquitecto» y «danzarina» a la vez («todo el tiempo jugaba en su presencia». Y alguno lo traduce precisamente así: «Danzaba ante él ...»).

Y puesto que esta Sabiduría, según se nos ha asegurado, pone sus «delicias entre los hijos de los hombres», no queda sino invitarla a descender a la sede que le es más grata: el corazón.

Entonces, gracias a esta «sabiduría del corazón», también los hijos de los hombres podrán al menos rozar el confín inaccesible del misterio.

El camino, que lleva a la esperanza, se llama paciencia

Y Pablo (segunda lectura) también habla de la posibilidad de acceder, mediante la fe, «a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios».

Pero ese gloriarse, a que hace alusión Pablo, está también «en las tribulaciones». En efecto, «la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda... ».

De todos modos como realidad fundamental queda la paz.

«Paz con Dios», pero también paz con todo aquello que nos cerca amenazadoramente y parece que quiere aplastarnos.

En efecto Dios, mediante la experiencia de su amor, transforma todo lo que vemos como negativo en realidad positiva e incluso en... gloria.

Basta que nosotros, en vez de dejarnos abatir en las pruebas, entremos en el camino de la paciencia que nos hace llegar a la esperanza.

En el fondo, Pablo nos exhorta también a pensar en Dios, a hablar de él, en la paz, en la serenidad.

«El amor derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo» no crea acomplejados, atormentados por sentimientos de culpa, inquietos, sino seres pacificados. Dios es Shálóm.

Y tampoco las pruebas crean gente «desconfiada», sino criaturas «pacientes».

Pablo no dice que las tribulaciones nos obtengan méritos. Insiste, por el contrario, sobre el «saber» («sabiendo...»). Los sufrimientos, pruebas se convierten entonces en la prueba de que no somos unos vencidos, sino unos vencedores.

Y todo esto se convierte en motivo de «gloria», de bravura. Postura más que justificada, desde el momento que somos conscientes de haber «obtenido» todo de Dios.

De esta manera, el apóstol nos ayuda a trasladar a la experiencia cotidiana -que aflora precisamente por la alusión a las dificultades- el misterio trinitario.

Aprender a cojear

Hemos aludido, al principio, a la necesidad de balbucear. Para terminar, quiero sugerir otro verbo: cojear.

La exploración del misterio exige que nuestro paso sea claudicante. Es verdad que Elías lanzaba una advertencia severa: «¿Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies?» (1 Re 18,21). Pero lo que aquí se condena es la indecisión, la incapacidad de comprometerse abiertamente con Dios.

Sin embargo, nosotros nos contentamos con cojear solamente de un lado (el de la pretensión de tipo intelectual).
Y deseamos que el pie de apoyo sea el de la fe.

Jacob, después de haber luchado obstinadamente con Dios, «cojeaba del muslo» (Gén 32,32).

Cuando Dios anda de por medio, nos empuja lejos sólo después de haber obtenido la gracia de cojear del lado preciso.

En conclusión, se trata de:

-hablar de Dios balbuceando

-comprender viviendo

-explorar cojeando

-acercarse al misterio adorando.

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