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viernes, 14 de mayo de 2010

El cielo es hoy

VII Domingo de Pascua,
Fiesta de la Ascensión del Señor (Lucas 24, 46-53)
Por A. Pronzato

Lucas, después de su evangelio, escribe otro libro que documenta el nacimiento y el desarrollo de la primera comunidad cristiana. Se podría decir que cuenta la primavera de la Iglesia.
Punto de partida de los Hechos de los apóstoles es la Iglesia- madre de Jerusalén, presentada en sus orígenes y en su expansión.
Lucas nos ofrece dos rostros de la misma realidad:
-la vida interna de la comunidad (oración, fraternidad, unión, participación de bienes);
-el dinamismo misionero (sostenido por la fuerza del Espíritu, y por la eficacia de la Palabra, proclamada con coraje).
Precisamente, para la fiesta de la Ascensión, se ha escogido el texto inicial del libro, donde se recogen sintéticamente los acontecimientos del período de transición entre la aventura terrena de Jesús y el tiempo de la Iglesia.

Durante las apariciones pascuales, Cristo, en cierto sentido, efectúa el paso de las consignas y «abre» la misión apostólica. Como si dijese a los discípulos: «Ahora os toca a vosotros». Nos acerca así a la separación visible.

«Con la Ascensión de Jesús al cielo comienza el tiempo de la Iglesia, un tiempo de testimonio público y valiente que progresivamente ha de alcanzar a todos los hombres. La Ascensión, pues, señala el cambio histórico determinante, es la línea divisoria entre la historia de Jesús y la de la comunidad pos-pascual. Desde el momento que Jesús, "ha subido al cielo" la comunidad de los discípulos puede iniciar su propio camino histórico sin nostalgias y sin fugas apocalípticas. Tienen ante sí el mundo y la historia donde madura la experiencia cristiana gracias a la fuerza del Espíritu prometido por el Señor».

Las «instrucciones» de Jesús se refieren al reino de Dios, o sea, a su proyecto salvífico. Ya era el tema de la predicación del Maestro. Otro elemento peculiar de las apariciones pascuales viene dado por la «convivialidad»:

«... una vez que comían juntos les recomendó...». La comida compartida con los discípulos constituye una prueba de que el Resucitado no es un fantasma, una alucinación. Pero remite también al banquete eucarístico, o sea, al lugar por excelencia en el que los amigos podrán estar en comunión con su Señor.

Respondiendo a una precisa pregunta de los apóstoles («¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?»), Jesús precisa que su victoria pascual no instaura inmediatamente el reino de Dios. Más bien, desde la mañana de pascua, se abre un período (cuya duración no interesa) caracterizado:

-por el esfuerzo misionero

-por la acción del Espíritu.

Estas son las únicas informaciones concedidas por Jesús a los «suyos».

La narración de la ascensión, insistiendo sobre la «partida» de Cristo, sirve para puntualizar la responsabilidad de los apóstoles, llamados bruscamente a su tarea específica por los ángeles («... ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?»).

De todos modos, todavía no es la señal de partida para la misión. Es más, Jesús Resucitado ordena: «no os alejéis de Jerusalén». No ha llegado todavía el momento de la dispersión.

Por tanto, la primera imagen que nos llega de la Iglesia es la de algunas personas «agrupadas» que están a la espera.

Antes de ser un «equipo» apostólico, la Iglesia aparece como una comunidad de oración. Su misión podrá ser animada solamente por el Espíritu, y por eso no comenzará antes de su venida.

Luego la Iglesia, reunida por Cristo, bien estructurada, tiene necesidad del soplo vital, que le será dado por el Espíritu.

«Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu santo».

Sin inmersión en el Espíritu, la Iglesia no puede sumergirse en el mundo. Por otra parte, Cristo mismo ha iniciado su propia misión terrena después de la investidura por parte del Espíritu, con ocasión del bautismo en el Jordán.

Sin el Espíritu, no hay vida, no hay fuerza de expansión, no hay capacidad de testimonio para la Iglesia.

Sin el impulso del Espíritu, la comunidad queda como bloqueada, impedida, imposibilitada para transmitir el mensaje.

Solamente el Espíritu «habilita» a la Iglesia para presentarse en el mundo.

«Una nube se lo quitó de la vista». La nube forma parte de ese aparato simbólico del que Lucas se sirve para informarnos del acontecimiento (la misma «subida» al cielo simboliza la entrada en el mundo de Dios, y no hay que tomarlo necesariamente al pie de la letra).

La nube, en la Biblia, es signo de la presencia de Dios. Por eso la nube, que quita a Jesús de la vista de los apóstoles, señala el fin de un cierto modo de presencia en el mundo (carnal, visible), e inaugura otro modo (espiritual).

Lucas es el único evangelista que presenta la ascensión en forma de narración. Es más, facilita dos narraciones: una al final del evangelio, otra al principio de los Hechos.

Entre los dos textos la diferencia que sale de ojo es la de la fecha: en el evangelio la ascensión se pone en la misma tarde de la pascua. En los Hechos, después de cuarenta días (o, siendo meticulosos, los cuarenta días son los de las apariciones e instrucciones pascuales).

También los cuarenta días tienen una significación simbólica: indican el tiempo de una revelación y de una prueba. Baste recordar los cuarenta días de ayuno de Jesús en el desierto, que preceden su misión. Entonces, los cuarenta días después de pascua pueden ser el tiempo de preparación para la misión de la Iglesia.

Pero volvamos al evangelio. Lucas, a costa de alargar las 24 horas de la jornada, coloca dentro de ella varios acontecimientos y logra meter incluso la ascensión, vista como glorificación de Cristo ante el Padre, y por tanto inseparable de la resurrección.

Se insiste todavía en la función de los apóstoles en cuanto testigos, y en la necesidad de no alejarse de la ciudad hasta que «os revistáis de la fuerza de lo alto».

Podemos fijar dos momentos:

«Les sacó hacia Betania» ... Parece uno de tantos viajes para la proclamación del Reino. Jesús parte, una vez más, a la cabeza del grupo de los apóstoles después de haber puesto en movimiento a la comunidad y de ponerse en camino. Como para indicar que él será siempre su guía cada vez que se muevan para anunciar el evangelio. «Levantando las manos, los bendijo. Y mientras les bendecía se separó de ellos, subiendo al cielo».

Jesús se separa de los amigos con un signo de bendición. Y la última imagen que ellos registran es precisamente la del Señor glorioso que bendice.

Indudablemente se trata de un gesto sacerdotal.

Ben Sirá (Eclo 50,20-24) presenta la escena del sumo sacerdote Simeón que «elevaba las manos» al final de la solemne liturgia para «bendecir» al pueblo «postrado» (y también los discípulos, en la narración de Lucas, están postrados en adoración). Con la bendición pide a Dios que dé al pueblo «contento de corazón» (y también los discípulos vuelven a Jerusalén llenos de alegría).

Por muy paradójico que pueda parecer, los apóstoles saludan la partida del Señor no con el llanto sino con la alegría («se volvieron a Jerusalén con gran alegría»). Se puede decir que se la encontraron «dentro», como fruto de aquella bendición final.

Deben afrontar un mundo en el que aparentemente nada ha cambiado (donde aún actúan las potencias del mal, el sufrimiento, la muerte, el odio). Y anunciar que todo ha cambiado.

Deben afrontar un mundo hostil llevando la paz, el amor y el perdón. Y lo hacen revistidos con la «fuerza de lo alto», y de la alegría, también recibida de lo alto.

Pablo (segunda lectura), presentando a Cristo como cabeza de la Iglesia y soberano de todo lo creado, formula este deseo a los cristianos de Efeso: «Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo... os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama...».

He ahí, pues, que la fiesta de la Ascensión inaugura el tiempo de la Iglesia.

E inaugura, contemporáneamente, el tiempo de la esperanza (quiero decir del compromiso de la esperanza).

En un mundo cerrado en sí mismo, limitado por los propios horizontes económicos, satisfecho de sus proyectos reductores, que se contenta con ser «realista», un grupito de individuos se presenta como portador de la única utopía posible.

En medio de gente que ha oído ya tantas palabras, van a contar de un Dios protagonista de una larga historia de fidelidad.

A hombres desorientados, estos testigos de la esperanza declaran que el cielo no está al otro lado de las nubes. Está aquí. No es para mañana. El cielo es hoy.

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