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lunes, 24 de mayo de 2010

La humildad

¡Grande eres Señor, fuente de toda inmensidad!

Cuando hablan del conocimiento de sí mismo, los autores ascéticos lo asocian con la virtud de la humildad. El gran doctor de esta virtud es, sin duda, san Agustín que, tras experimentar la debilidad del hombre en la virtud, después tuvo que combatir la autosuficiencia de los pelagianos.
San Agustín afirma que la humildad es una virtud típicamente cristiana y que los paganos no la conocían. Clemente de Alejandría y Orígenes no piensan lo mismo. Platón y otros sabios griegos señalan los peligros de la soberbia y los aspectos ridículos de la vanagloria. Recomiendan la metriótes, el sentido de la justa medida en todas las cosas.
El hombre sabio no es ni vanidoso ni pusilánime ni deprimido. Orígenes, comentando el Magníficat, dice que lo que la Escritura llama tapeínosis es lo que los sabios antiguos llamaban atypía, no hincharse. En la Biblia, tiene un sentido positivo. Es una triste experiencia de la debilidad social. Humilde es el humillado en una sociedad inhóspita. ¿De quién es la culpa? Primero hay que buscarla en el propio individuo. El que es perezoso y negligente será siempre pobre. No hay que extrañarse, pues, de que sea despreciado por los otros más diligentes.
Más tarde, sobre todo en tiempo de los profetas, la situación cambia. Hay muchos pobres que son inocentes. La culpa recae entonces sobre la injusticia de los ricos. Esos pobres, aunque sean despreciados por los hombres, encontrarán un protector inesperado: Dios mismo. Desde ese momento, serán afortunados a pesar de su pobreza y sus debilidades.Estos humildes del Antiguo Testamento, pobres de Yavé, son símbolo de la actitud cristiana fundamental que expresa la virtud de la humildad.
No es la metriótes de los filósofos, la situación media entre una exagerada grandeza y un insincero abatimiento. La humildad cristiana une dos extremos: la debilidad del hombre y el poder de la gracia divina. Según el pensamiento de san Agustín, la humildad cristiana se asemeja a un árbol que hunde sus raíces en profundidad para crecer más alto. El cristiano humilde es el constructor de su propia casa. Cuanto más alta vaya a ser, más habrá que ahondar los cimientos.
Al ser una virtud que encierra una antinomia, es difícil expresar lo que es la humildad con términos profanos. Hay en ella algo de divino, de misterioso, de inexplicable, sobre todo en la humildad de los santos. Según Juan Clímaco, «con la humildad sucede como con el sol: nunca sabremos definir claramente su virtud y su sustancia…la juzgamos por sus diversos efectos y cualidades».
Los Padres son unánimes en hacer de Cristo el modelo de humildad. Por eso llaman a esta virtud «imitadora de Cristo», quien, por una parte, es Hijo unigénito del Padre que está en los cielos, heredero del universo, y, por otra, se ha humillado hasta la muerte de cruz (Flp 2,8). Por eso, el cristiano debe reconocer su grandeza de hijo adoptivo de Dios. «El hombre es una gran cosa», exclama san Basilio. Para Dios, dice Clemente de Alejandría, «es mucho más querido el hombre, el viviente, que todas las demás cosas creadas por Él».
«¿Hay algún otro habitante de la tierra que haya sido hecho a imagen del Creador?», se pregunta Basilio, y él mismo responde: «Tú has recibido un alma inteligente… Todos los animales terrestres son esclavos tuyos… Por ti Dios está en medio de los hombres y el Espíritu Santo derrama su liberalidad». Además el hombre tiene una gran capacidad de hacer el bien por la gracia divina. Son maravillosos también los dones naturales de conocer, trabajar, crear y transformar la tierra. Quien desprecia estos dones deshonra al Dador, dice san Juan Crisóstomo.
Pero, al mismo tiempo, hay que ver el otro aspecto de la antinomia. Se advierte la debilidad humana sobre todo en tres aspectos. El soberbio se atribuye a sí mismo sus grandes cualidades, olvidando al Dador. Es imagen de Dios pero se transforma en ídolo. El vanidoso cae en otro defecto. Considera grandes las cosas que, a los ojos de Dios y desde la perspectiva de la eternidad, no tienen valor, como, por ejemplo, los éxitos mundanos y los encantos carnales.
Pero la prueba más segura de humildad es la de saber reconocer el propio pecado. Condenar la propia maldad, reconocerse pecador, es el principio de la sabiduría espiritual, repiten a menudo los Padres del desierto. Todos somos capaces de parecer humildes, pero la humildad sincera depende del grado de la propia perfección espiritual. Sólo los santos son capaces de considerarse los mayores pecadores del mundo.
Por eso, el abad Isaías incita a no exagerar las confesiones demasiado humildes y a ejercitarse en cosas sencillas: no juzgar al prójimo, no censurarlo, no tratar de dominarlo, no contradecir a los superiores, dedicarse al trabajo. Ése es el camino cristiano que conduce al conocimiento de sí mismo y a dar gloria a Dios por la grandeza de los dones que nos concede.

Extraído de “El camino del Espíritu”
de Tomas Spidlik
http://hesiquia.wordpress.com/

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