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sábado, 12 de junio de 2010

Domingo XI del TO (Lc 7, 36-8, 3) - Ciclo C: Siempre es tiempo de perdón

Por Fernando Torres Pérez cmf
Publicado por Ciudad Redonda

Nuestro mundo se caracteriza por un anhelo grande de justicia. Ante la violencia existente en nuestras calles, en nuestras familias, en la sociedad en conjunto, se pide, se exige que haya justicia. Y la justicia se identifica casi siempre con el castigo. Un delito, una falta, han de tener siempre el castigo adecuado y proporcional. En muchos países las iniciativas legislativas en este campo se orientan generalmente a establecer las penas para los comportamientos que la sociedad va entendiendo como negativos y reprobables o a aumentar las existentes. El castigo se incrementa pensando que así, de alguna manera, se compensa a las víctimas. No es más que la aplicación de aquel antiguo “ojo por ojo” del Antiguo Testamento. El resultado: las cárceles cada vez están más llenas.
En el Nuevo Testamento, sin embargo, se parte de una idea diferente: el perdón y la reconciliación. Es la misma justicia pero entendida de otra manera. Supera todos los tintes y rastros de venganza que hay en la justicia como la entendemos habitualmente. Da una nueva oportunidad a las personas. No condena sino que salva. No se mira al pasado sino al futuro de la persona.


Jesús abre nuevos caminos

La historia que nos cuenta el Evangelio de hoy es representativa de esta forma de pensar y de actuar de Jesús, que no se adapta ni a lo que se entendía entonces como justicia ni a lo que entendemos hoy. Jesús como siempre va más allá, rompe esquemas y abre nuevos caminos para la convivencia y la fraternidad.
De entrada, Jesús se sienta a comer invitado por un fariseo –sí, precisamente uno de esos a los que llamaba hipócritas y otras lindezas–. Es que para Jesús todos son hijos e hijas de Dios, hermanos y hermanas, y nadie es excluido por principio. Allí aparece una mujer –se dice de ella que es una pecadora y ya se sabe que eso significa que sería una prostituta– que lava con sus lágrimas y enjuga con sus cabellos los pies de Jesús. El fariseo, preocupado por la pureza, no entiende a Jesús. Dejarse tocar por una mujer pecadora es hacerse uno mismo impuro y, posiblemente, al resto de comensales. Jesús está jugando no sólo con su buena fama sino con la buena fama del mismo fariseo que le ha invitado a comer.
Aunque el fariseo no dice nada, Jesús lo intuye y le cuenta una parábola. Va sobre el perdón y el agradecimiento. Va sobre una pecadora a la que se le regala el perdón porque ama mucho y sobre un fariseo que no siente siquiera la necesidad del perdón. Va sobre los que se sienten puros y capaces de juzgar con severidad a los demás y los que, conscientes de sus limitaciones, lo esperan todo de la gracia. Va sobre el amor, la paz, la salvación y cómo todos esos dones –los más preciados para una buena vida– no se consiguen a base de esfuerzo sino de gratuidad, de amor sin condiciones. Va sobre el amor infinito con el que nos ama Dios.
Todo eso es lo que el fariseo no había entendido. Todo eso es lo que había expresado con sus actos aquella mujer. Todo eso es la propuesta de Jesús para montar nuestra sociedad sobre la base del amor, de la reconciliación, del perdón, de la gratuidad.


Justificados por el amor y el perdón

Como dice Pablo en la segunda lectura, nadie se justifica por cumplir la ley. Lo que nos justifica es la gracia de Dios. Dicho de otro modo: nuestra fe en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. Dicho de otro modo: el amor con el que Dios nos ama en Cristo Jesús. Ahí está la verdadera justificación. No en que nos hagamos justos a nosotros mismos a base de conseguir méritos que nos den el derecho a una plaza en el Reino de Dios. Sino en que es Dios el que nos levanta, el que nos saca de las tinieblas y nos lleva a la luz, el que nos abre a la vida, porque nos amó hasta entregarse por nosotros.
Dios es el que siempre nos da otra oportunidad, el que confía en nosotros más que nosotros mismos. El pecado de David había sido terrible –matar al marido para quedarse con su mujer–. Pero también tuvo perdón. Y para David se abrió un nuevo futuro de vida.
Confesar los pecados ante Dios no es caer en una revisión angustiosa de nuestros errores y obsesionarnos con lo malos que somos y el barrizal en que chapaleamos sin lograr levantar la cabeza nunca a lo alto. Es más bien lo contrario: darnos cuenta de que la mano de Dios nos levanta del barro, nos saca de lo hondo del pozo y nos da la posibilidad de volver a caminar mano a mano con nuestros hermanos y hermanas. Es experimentar en nuestra carne la gracia y el amor de Dios.
Y descubrir que una sociedad mejor no se construye sobre la venganza ni el castigo sino sobre la reconciliación y el perdón generoso. Por graves que hayan sido los delitos.

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