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sábado, 12 de junio de 2010

Dejar sitio a Dios en el centro de la propia miseria


Domingo XI del TO (Lc 7, 36-8, 3) - Ciclo C
Por A. Pronzato

Las huellas digitales han sido borradas en el lugar del crimen

«¡Tú eres ese hombre!».

«Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora».

En un caso (primera lectura) la palabra de Dios hace descubrir al hombre el propio pecado.

En el segundo caso (evangelio) el hombre hospeda en casa la Palabra, pero sin permitirle que ilumine el interior, es más, encaminándola hacia los pecados ajenos para iluminar de rechazo el propio diploma de «buena conducta».

Pero reconstruyamos las dos situaciones.

David, que ha perdido la cabeza por Betsabé (el corazón es otra cosa), mujer muy hermosa de un soldado suyo, Urías, que se está jugando el tipo en el frente por el rey y por la patria, ha caído en una serie increíble de acciones abyectas: deseo de la mujer ajena, violencia, adulterio, asesinato «comisionado» del marido legítimo después de la tentativa fracasada de atribuirle la paternidad del fruto envenenado, hipocresía descarada (con las variantes de engaños, trampas, intrigas) para salvar el tipo.

Su pecado asume una gravedad excepcional sobre todo porque representa el desbarajuste del poder. La autoridad, en efecto, le ha sido concedida por Dios para que la ejercite en beneficio de los demás, especialmente de los más débiles. El, por el contrario, la ha entendido como privilegio intocable para satisfacer el propio placer, y después para organizar el proyecto criminal que debería haber borrado las huellas después de haber alargado las manos ávidamente hacia aquello que no le pertenecía y hacia la vida ajena, y consiguientemente quedar absuelto y aparecer limpio a los ojos de la gente.

El rey está agazapado sin peligro en el propio palacio. Ha puesto en movimiento sus defensas, jugando también con la complicidad de los cortesanos (reticencias, silencios, astucias varias, favoritismo, falsa solidaridad, distorsión de las pruebas, corrupción, guiños de complicidad...).

Pero a David le ha quedado un lado al descubierto. También porque de esa parte no hay defensa que valga. Se puede defender uno —más o menos torpemente— frente al juicio de los hombres. Pero cuando el juez es Dios, entonces el hombre, aunque poderoso, —es más, especialmente cuando desenvaina la insolencia del poder— aparece desnudo en su miseria, ya no encubierta por sus preciosos trapos coloreados sino hecha más patente precisamente en ellos.

Rota la cortina de terciopelo

La palabra de Dios —«llevada» por el profeta Natán— penetra en el palacio real de la infamia, rompe el muro del silencio, arroja un haz de luz despiadada sobre aquel cúmulo de inmundicia «real» que se había hecho la ilusión de ocultar bajo el prestigio del trono.

«¡Tú eres ese hombre!». Un adúltero, un asesino, uno que considera presa personal los ahorros de pobres y su vida. Uno que, aunque rey, aparece a los ojos de Dios simplemente como un hombre miserable.

Natán, desde el principio, parece que toma las cosas de lejos, con aquella parábola del rico prepotente que pone sus manos ávidas sobre la única «corderilla» de un desgraciado. Pero no por táctica diplomática dictada por la prudencia. Simplemente pretende conducir a David a la indignación frente a una injusticia tan colosal. Y cuando el rey llega al punto justo de escándalo por aquella acción abominable, ya no hay más que dirigir hacia el verdadero blanco el juicio de condena pronunciada contra un culpable anónimo: «¡Tú eres ese hombre!».

La salvación está en la no fuga

La sentencia de Dios suena inexorable. La cadena de favores anteriores, que deberían haberse empleado para utilidad pública y que han sido desviados para provecho individual, se convierten en otras tantas circunstancias agravantes que hacen insostenible, desesperada la posición del rey.

Pero en este momento David descubre la salvación. No en la fuga, sino dejándose clavar en sus responsabilidades. Permitiendo a esa palabra violar su intocabilidad. Consistiendo en la denuncia profética que le arranca la máscara.

David renuncia a justificarse, y se acusa: «He pecado contra el Señor».

Después de esta confesión explícita, llega inmediatamente, sorprendente, el anuncio de la gracia: «Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás».

La palabra que David antes había «despreciado», haciendo descaradamente «lo que a él le parece mal», esa misma palabra que se reveló implacable en la denuncia del pecado, ahora se convierte en palabra que anuncia el perdón.

La hipocresía no deja filtrar la luz

El fariseo, por el contrario, que también ha hospedado a Jesús en casa —una invitación a comer más bien formal: quizás para darse un diploma de importancia frente a la gente, o incluso para someter al huésped a la propia mirada indagadora y sospechosa— ha equivocado clamorosamente las ceremonias.

Se ha hecho ilusiones pensando hacerle admirar sus méritos. Y no le ha permitido inspeccionar las miserias y hacérselas descubrir.

El fariseo no se deja desmantelar las defensas invulnerables levantadas por la hipocresía. Su máscara de honorabilidad ya forma cuerpo con él.

Aquí hay además dos parábolas, que tienen una función «reveladora».

La primera es una «parábola de acción», interpretada de verdad por una pecadora patentada. Ella ni siquiera tiene necesidad de confesar las propias culpas. Las conocen todos. Y además ya se ha preocupado de «confesarlas» el amo de casa (si la acusación de los pecados la hiciesen los «no interesados», es probable que los confesores no se encontrasen escasos de trabajo...). Por lo que se limita a expresar el propio arrepentimiento improvisando los ritos de una sorprendente liturgia del amor y de la ternura.

Jesús saca las conclusiones de esta parábola: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».

La otra parábola, la de los dos deudores, contada por Jesús, le ofrece también la posibilidad de hacer la exégesis de la parábola que poco antes había «pronunciado» la mujer.

Me parece que ninguna de las dos parábolas logra hacer salir al descubierto al pobrecillo fariseo, que prefiere permanecer protegido por sus arapos de personaje, «hombre de bien», apreciado y honrado por los otros, y que no quiere levantar acta de lo que alberga en el secreto del propio ser.

No ha entendido que la grandeza (y la salvación) del hombre consiste en admitir —como ha hecho David— soy «un pobre hombre».

No ha caído en la cuenta de que el verdadero pecado —como dice G. Ravasi— es «ausencia de amor». Que el arrepentimiento es reconocimiento de los propios incumplimientos frente al código del amor, y deseo intenso de amar y ser amado. Que el perdón no es otra cosa que experiencia de la plenitud del amor.

El fariseo «sabe» los pecados de la mujer intrusa.

Pero «no sabe» que no existe ninguna virtud que pueda llenar o sustituir el vacío de amor.

El se contenta con estar en regla, irreprensible, con mantener el orden exterior. Tiene miedo de las lágrimas (le estropearían el truco, le descolocarían la máscara).

No acepta el riesgo de ser despojado de las apariencias, de descubrir la propia miseria escondida y de emprender el camino comprometido del amor fiel.

«Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor». «...Pero al que poco se le perdona, poco ama».

El perdón limitado, sin embargo, no se debe a la escasa generosidad del Acreedor, sino únicamente al pecado imperdonable de quien no se considera culpable, a la ceguera de quien ama la luz para brillar y no para dejarse hurgar dentro.

«No ha pasado nada», quiere hacer creer David. Pero después descubre que ha sucedido algo enorme: su pecado y el perdón de Dios.

«Todo debe continuar como antes» es el programa del fariseo (esto se puede leer entre las líneas de los invitados e incluso del menú). Y pierde la ocasión irrepetible de hacer suceder algo nuevo y decisivo en aquella existencia «regular».

Una absolución de una serie de delitos.

Una mujer pecadora «liberada» del peso del pasado.

Y solamente él, el fariseo, condenado a «repetir» el vacío, obligado a la penitencia interminable de mirarse al espejo para contemplar la máscara trasplantada y puesta en lugar del rostro.

No está permitido pagar las deudas con moneda falsa

Quedaría por comentar el texto de la segunda lectura, uno de los pilares de la teología paulina acerca de la salvación como «gracia» y no conquista del hombre, como don y no como mérito, como producto de la fe y no de las «obras de la ley».

El espacio no consiente más que una rápida alusión. Pero, después que hemos intentado enfocar las vicisitudes que tenían por protagonistas a un rey, a una pecadora, y a un «virtuoso» fariseo, la página de la Carta a los Gálatas ya está colocada en su justa luz.

«Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí».

David ha acogido una dura palabra de juicio y ha podido comenzar a vivir (partiendo de la muerte del «personaje» irreprensible y, sobre todo, del perdón obtenido).

La mujer ha llenado el vacío dejando sitio al amor en la propia vida.

El fariseo, por el contrario, que se considera justificado por la ley, y seguro gracias a las propias prestaciones virtuosas, es uno para quien la «muerte de Cristo es inútil».

Hay algo peor que matar la oveja del vecino pobre. Y es «restituirla» a Dios, con alguna práctica cultual.

Hay algo peor que sofocar la voz de la conciencia. Y es no experimentar la alegría de una palabra que dice: «¡Vete en paz!».

Hay algo peor — para quien tiene autoridad— que ser un pobre hombre. Y es la incapacidad de admitir «he pecado» frente al débil, al indefenso, al que no tiene voz.

Hay algo peor que ser deudor insolvente e incobrable. Y es rechazar que alguien pague con sus manos atravesadas por los clavos nuestras deudas, quizás haciéndose ilusiones de que puede saldar la cuenta con regulares y escrupulosos pagos... en moneda falsa.

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