Por Jesús Peláez
La lectura de las Sagradas Escrituras y su falsa interpretación en el seno del pueblo judío hizo creer a la gente sencilla, en no pocos casos, que estaba escrito en ellas lo que no estaba escrito. Quienes tenían la llave de la ciencia y de la teología, la clave de interpretación de las Escrituras -escri bas y doctores de la ley, sacerdotes y rabinos-, hicieron una lectura de éstas, adaptada y corregida a gusto de las clases dominantes, de las que muchos de ellos formaban parte. Des de esa plataforma reinterpretaron los Escritos Sagrados. Con el correr del tiempo, el pueblo no supo ya distinguir entre la ganga y el buen metal, entre lo escrito y lo nunca dicho. Llegó a creer, en resumen, que estaba escrito lo que jamás profeta alguno había pronunciado.
Jesús, con su vida y obras, se encargó de deshacer el en tuerto. El intento le costó la vida.
Muchos siglos después hemos vuelto a las andadas. Como al pueblo judío, algo similar le ha sucedido a la Iglesia: ¿Dónde está escrito en el evangelio que la jerarquía tenía que asimilarse a los poderosos de la tierra y hacer de obispos y cardenales príncipes de este mundo con corte, palacio, po der y dinero? ¿Dónde que, para ser cristiano, haya que ser de derechas y que, desde las izquierdas, no se pueda ser cre yente? ¿Dónde que los cristianos no se deben meter en polí tica y que sus pastores deben ser neutrales -ni de derechas ni de izquierdas- para poder ser principio de unidad de los fieles?
¿Dónde está escrito que había que defender a capa y es pada el evangelio y que éste debía ser impuesto por la fuerza, la tradición o la costumbre, en lugar de ser anunciado y libremente aceptado por quien buenamente quiera? ¿Dónde que dentro de la Iglesia, comunidad de hermanos e iguales, tenga que haber quienes se constituyan en clase docente y otros sean reducidos a eternos aprendices, con voz pero sin voto, y las más de las veces incluso sin voz? ¿Dónde que la Iglesia deba dividirse en clero y seglares, sacando del siglo al clero y ha ciendo de él una clase aparte, con indumentaria especial in cluida, a más de célibes por imposición? ¿Dónde que mujeres y niños tengan que ser clases marginadas dentro de la insti tución, reducidas al silencio en las asambleas, a llenar bancos en liturgias multitudinarias y a vestir santos? ¿Dónde que, para evangelizar, haya que ser prudentes y pactar con el poder establecido para que éste dé una limosna de libertad a quienes nadie puede poner cadenas?
Nada de esto está escrito, aunque hayamos llegado a creer lo de todo corazón.
Ahora me explico que los pobres se hayan llegado a sentir extraños en la Iglesia -que no es tal si no es pobre y de pobres-, que la clase trabajadora mire con recelo hacia el evangelio, predicado y falsificado por las instancias eclesiásti cas, que las mujeres sean "segundonas" dentro de la organiza ción eclesiástica, que la imagen del sacerdocio se haya deva luado, que el cristianismo, en la mayoría de los casos, sea ya cuestión sociológica y no cristocéntrica.
Lo que está escrito en los evangelios va por otros caminos. Jesús lo anuncié de sí mismo a sus discípulos, cuando éstos soñaban en un futuro de triunfo y de poder: «Este hom bre tiene que padecer mucho, tiene que ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resu citar al tercer día. Y dirigiéndose a todos dijo: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y me siga; porque si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí, la salva rá» (Lc 9,21-24).
Lenguaje extraño, camino de dolor e incomprensión, de amor sin medida que nada tiene que ver con el poder, la ri queza, el prestigio o los honores, la fuerza y la desigualdad. Nada de eso está en los Escritos.
Jesús, con su vida y obras, se encargó de deshacer el en tuerto. El intento le costó la vida.
Muchos siglos después hemos vuelto a las andadas. Como al pueblo judío, algo similar le ha sucedido a la Iglesia: ¿Dónde está escrito en el evangelio que la jerarquía tenía que asimilarse a los poderosos de la tierra y hacer de obispos y cardenales príncipes de este mundo con corte, palacio, po der y dinero? ¿Dónde que, para ser cristiano, haya que ser de derechas y que, desde las izquierdas, no se pueda ser cre yente? ¿Dónde que los cristianos no se deben meter en polí tica y que sus pastores deben ser neutrales -ni de derechas ni de izquierdas- para poder ser principio de unidad de los fieles?
¿Dónde está escrito que había que defender a capa y es pada el evangelio y que éste debía ser impuesto por la fuerza, la tradición o la costumbre, en lugar de ser anunciado y libremente aceptado por quien buenamente quiera? ¿Dónde que dentro de la Iglesia, comunidad de hermanos e iguales, tenga que haber quienes se constituyan en clase docente y otros sean reducidos a eternos aprendices, con voz pero sin voto, y las más de las veces incluso sin voz? ¿Dónde que la Iglesia deba dividirse en clero y seglares, sacando del siglo al clero y ha ciendo de él una clase aparte, con indumentaria especial in cluida, a más de célibes por imposición? ¿Dónde que mujeres y niños tengan que ser clases marginadas dentro de la insti tución, reducidas al silencio en las asambleas, a llenar bancos en liturgias multitudinarias y a vestir santos? ¿Dónde que, para evangelizar, haya que ser prudentes y pactar con el poder establecido para que éste dé una limosna de libertad a quienes nadie puede poner cadenas?
Nada de esto está escrito, aunque hayamos llegado a creer lo de todo corazón.
Ahora me explico que los pobres se hayan llegado a sentir extraños en la Iglesia -que no es tal si no es pobre y de pobres-, que la clase trabajadora mire con recelo hacia el evangelio, predicado y falsificado por las instancias eclesiásti cas, que las mujeres sean "segundonas" dentro de la organiza ción eclesiástica, que la imagen del sacerdocio se haya deva luado, que el cristianismo, en la mayoría de los casos, sea ya cuestión sociológica y no cristocéntrica.
Lo que está escrito en los evangelios va por otros caminos. Jesús lo anuncié de sí mismo a sus discípulos, cuando éstos soñaban en un futuro de triunfo y de poder: «Este hom bre tiene que padecer mucho, tiene que ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resu citar al tercer día. Y dirigiéndose a todos dijo: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue cada día con su cruz y me siga; porque si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí, la salva rá» (Lc 9,21-24).
Lenguaje extraño, camino de dolor e incomprensión, de amor sin medida que nada tiene que ver con el poder, la ri queza, el prestigio o los honores, la fuerza y la desigualdad. Nada de eso está en los Escritos.
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