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miércoles, 23 de junio de 2010

Evangelio Misionero del Dia: 24 de Junio de 2010 - NACIMIENTO DE SAN JUAN BAUTISTA Solemnidad

Juan nos presenta a Jesús

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 1, 57-66. 80

Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella.
A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: «No, debe llamarse Juan».
Ellos le decían: «No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre».
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Éste pidió una pizarra y escribió: «Su nombre es Juan».
Todos quedaron admirados. Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: «¿Qué llegará a ser este niño?» Porque la mano del Señor estaba con él.
El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.

Palabra del Señor.

Compartiendo la Palabra
Por CELAM - CEBIPAL

Escuela de Padres:
Un niño, portador de esperanza
“¿Qué será de este niño?”

Ante el niño recién nacido, la expresión de los padres de familia no debería ser otra que la del Salmo: “Te doy gracias por tantas maravillas” (139,14). Si miramos atentamente el texto de hoy, que narra las circunstancias del nacimiento de Juan el Bautista, notaremos que en boca de todos los personajes hay expresiones de alegría y de alabanza.

El nacimiento de Juan nos invita a descubrir las actitudes con que deberíamos recibir la venida al mundo de las nuevas criaturas.

Es verdad que la venida de Juan es en primer lugar un acontecimiento propio de él. Juan, en los evangelios acumula muchos títulos, los suficientes para merecer nuestra atención en un festejo de su nacimiento. El mismo Jesús le lanzó elogios tales como: “él era la lámpara que arde y alumbra” (Juan 5,35); “no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista” (Mateo 11,11).

Pero desde su mismo nacimiento, el niño ya estuvo rodeado de elogios, y estos elogios partieron de la felicitación a la mamá (y se sobreentiende al padre) porque “el Señor le había hecho gran misericordia” (Lucas 1,58), del cántico gozoso del papá, de los comentarios positivos de la farándula de la vecindad; todos ellos nos invitan a posicionarnos frente al misterio del niño que nace.

Por eso vale la pena releer el evangelio de hoy, observando las relaciones familiares, particularmente desde el punto de vista de los padres –y también los otros adultos que rodean la familia- con los hijos, para que veamos las actitudes evangélicas con que se recibe al hijo. Sugerimos comenzar leyendo el texto por cuenta propia, anotando lo que hace cada uno de los personajes: (1) la mamá; (2) el papá; (3) los familiares; (4) los vecinos; y (5) el gran protagonista: Dios. Luego, veamos cómo todo converge en torno a la “bienvenida” que se le da al hijo. En las líneas que siguen nos vamos a detener en este último enfoque.

1. Un hijo deseado y esperado con amor

Para los padres de Juan, la venida del niño fue toda una sorpresa. Si bien lo habían deseado ardientemente durante toda su vida, el hijo llegó en el momento menos esperado: cuando ya estaban ancianos -“Yo soy viejo y mi mujer de avanzada edad”, dijo Zacarías en Lucas 1,18-; con razón su primera reacción fue la no darle credibilidad a las palabras del Ángel aquel día en el Templo (ver 1,20).

Aunque era claro que lo quería, el estremecimiento vivido en aquella escena de la anunciación, nos muestra que aquel día Zacarías comprendió que su hijo era deseado en primer lugar por el mismo Dios.

Pero lo maravilloso es esto: aunque inesperado, el niño que había sido toda una vida deseado, proviene desde donde salen lo deseos más profundos: la oración. El don de la vida de Juan fue acogido en un ambiente de oración:
(1) El papá recibe la noticia cuando está en oración: “tu petición ha sido escuchada” (1,13)
(2) A lo largo del embarazo la mamá no hizo sino orar bendiciendo a Dios por el amor que le tuvo: “Esto es lo que ha hecho por mí el Señor…” (1,25).
(3) La fiesta pasa del corazón de la madre a toda la familia y a los vecinos apenas nace el niño. En esta fiesta familiar todos reconocen en el niño un signo de la presencia de Dios (“se llenaron de temor”, 1,5) y reconocen que: “la mano del Señor estaba con él” (1,66; ver también 1,58).

En realidad la fiesta ya había comenzado tres meses antes. Durante su embarazo, tanto la madre como el niño todavía en el vientre, tuvieron la gracia de vivir una fuerte experiencia de Dios. Nuevos signos confirmaron la decisión de recibir al niño: el encuentro con María atrajo la efusión del Espíritu sobre madre e hijo en su entrañable comunión, entonces el niño danzó de alegría y la madre cantó las bendiciones de la obra de Dios en la maternidad y en la fe de “la Madre de mi Señor” (1,41-45).

En ese entonces, María –la primera en festejar- había ido a ver el signo que le había dado el Ángel (ver 1,36). María comprobó en el nacimiento de Juan que “ninguna cosa es imposible para Dios” (1,37).

En el caso de la vida familiar de Zacarías e Isabel, sucede como en la historia de Abraham y Sara: quienes también eran ancianos y con una vida de pareja ensombrecida por la incapacidad de engendrar. Como cuenta el libro del Génesis, la concepción, gestación y nacimiento del hijo les abrió los ojos ante la grandeza de Dios cuando las circunstancias parecían adversas: “¿Es que hay nada milagroso para Yahvé?” (Génesis 18,14).

La risa de Sara se repite en todas las madres y padres: no la risa irónica de desconfianza por las palabras “imposibles” de Dios sino porque en el hijo Dios entra en la familia para traerle una inmensa felicidad. El hijo es signo de la presencia del Dios de la vida. La paternidad-maternidad es una profunda experiencia de Dios. Una mamá y un papá deberían decir a propósito de sus hijos: “Dios me ha dado una gran alegría”.

2. Un hijo que renueva su familia

La noticia de un embarazo siempre causa alguna sorpresa. La vida de la pareja comienza entonces a cambiar. Pero lo que no se puede perder de vista desde la primera noticia es que, sea inesperado o sea deseado, todo hijo es una maravilla de Dios y es querido por Dios, si bien dependa también de la decisión libre de sus progenitores.

La venida de Juan introdujo cambios en la vida de la anciana y solitaria pareja. Para Isabel fue la plenitud de su feminidad: la fecundidad. No sería más señalada como estéril, sino como una mujer profundamente amada y considerada por Dios: “El Señor le había hecho una gran misericordia” (1,58).

La vida del sacerdote del Templo de la antigua alianza, Zacarías, llegó también a la plenitud de su vocación cuando, invadido por el Espíritu Santo, comenzó a profetizar contemplando con gran alcance el horizonte del evangelio que estaba por comenzar (1,67). Pero esto lo provocó el nacimiento de su hijo Juan: “Y al punto se abrió su boca y su lengua y hablaba bendiciendo a Dios” (1,64).

La verdadera palabra siempre viene del silencio, y así sucedió con Zacarías: la venida “sorpresa” de su hijo “deseado” lo hizo pasar por todas las fases de la comunicación profunda y auténtica: palabra-silencio-palabra. Al mismo tiempo que su hijo se gestaba en el vientre de Isabel, también Zacarías acogía y hacía crecer dentro de sí durante nueve meses de mudez la nueva obra que Dios estaba realizando en él, hasta que le llegó también a él el parto de una palabra madurada en el corazón: su cumplimiento (ver 1,63) y la profecía (1,67-79). Zacarías aprende de nuevo a hablar; sus palabras en adelante serán las de Dios. ¿No es así como debería provocarse una fluida y transparente comunicación en cada comunidad, en cada familia?

Todos estos detalles de valoración de la pareja, de reconocimiento y plenitud de la feminidad, de realización personal del papá, de nuevos niveles de comunicación auténtica y profunda, son el resultado de la acogida amorosa del hijo y son expresión patente de la obra de la Palabra de Dios en la familia.


3. Un hijo es una gran luz para la familia y fuente de esperanza para la humanidad

Lo que sucede con Juan es apenas el preludio de lo que está a punto de suceder con la venida de Jesús. El misterio de este niño está iluminado -y por su parte también iluminará- por el misterio del niño divino.

Por eso en el texto de hoy se destacan dos sucesos: uno dentro de la casa (con los familiares y vecinos abordo) y el otro fuera, en la comarca, “en toda la montaña de Judea” (1,65).

El suceso dentro de la casa se da en torno al nombre del niño -siempre motivo de discernimiento y acuerdo en toda pareja y familia-; se trata de una decisión que afectará para siempre la vida del niño. Según las costumbres orientales, el nombre identifica el servicio o el origen del recién nacido. Desde el punto de vista del evangelio, el nombre identifica a toda nueva oveja del rebaño y constituye un proyecto al cual responde la vocación del que lo lleva (ver Juan 10,3).

Se le pregunta a Zacarías el nombre y éste escribe sobre la tablilla: “Juan es su nombre” (1,63). Vale la pena destacar:
(1) Que la madre y el padre están en completo acuerdo al respecto. La madre corrige a los familiares: “No; se ha de llamar Juan” (ver 1,60). Aquí hay un signo de comunión en la pareja.
(2) Que este nombre significa “Dios hizo misericordia”, lo cual es la síntesis de la historia de sus padres, pero también el maravilloso programa de vida de Juan: la gran dignidad que le concedió Jesús.
(3) Que el nombre proviene del mismo Dios: “le pondrás por nombre Juan” (1,13). En el nombre hay una misión: Dios tiene un sueño para cada uno de sus pequeños, y para ello, Él les concede los dones, talentos y gracias para cumplir lo mejor posible su tarea –por muy pequeña que sea- de aportar su servicio –su “grano de arena”- a la humanidad.

Finalmente, en toda la región, donde el nacimiento de Juan se vuelve evangelio, la pregunta siempre es la misma: “¿Qué será de este niño?” (1,66a). El niño se convirtió en lugar de la experiencia de Dios, porque la gente no veía solamente un niño sino que “la mano del Señor estaba con él” (1,66b). De hecho, ya desde su nacimiento “el Profeta del Altísimo” va “delante del Señor para preparar sus caminos” (1,76), porque si con él se suscita ahora tanta admiración, ¿cómo será cuando nazca el salvador? El nacimiento del niño allana los difíciles caminos del conocimiento del reconocimiento del salvador.

La gente contempla en el recién nacido una misión y un mensaje: “¿Qué será de este niño?”. ¿No habrá que hacerse la misma pregunta cada vez que nace un niño y se toma la frágil y maravillosa criatura entre los brazos? Entonces tendremos que saber mirar lejos y comprometernos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para que su crecimiento, maduración, ubicación en el mundo y realización plena sean posibles (ver 1,80).

Zacarías delante de su hijo recién nacido y junto a su madre emocionada –y tan ampliamente felicitada-, contempla horizontes nuevos de esperanza en el gozo del Espíritu Santo. En el niño se contempla un futuro repleto de promesas. En la vida de cada niño hay que descubrir un anuncio de aquel otro niño que nos trae la vida plena. Ninguna otra palabra puede exaltar tanto un nacimiento como ésta:
“Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación…
Y a ti, niño, te llamarán Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados…
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tiniebla y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos, por el camino de la paz” (1,68-69.76-79).

El niño “sorpresa” de Isabel y Zacarías, el niño “sorpresa” de Sara y Abraham, y por que no, todos los niños que vienen –esperados o venidos de improviso- a este mundo, son fuente de alegría y esperanza, la grandeza de su pequeñez es un anuncio del paso y de la venida de Dios entre nosotros.



Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

1. ¿Cuáles fueron las circunstancias que rodearon el nacimiento de Juan Bautista? ¿Qué decían sus parientes y conocidos? ¿Cómo reaccionaron sus padres?

2. En un diálogo con mi esposo/a recordamos cuál fue nuestra reacción en el momento del nacimiento de cada uno de nuestros hijos. ¿Cómo es nuestra relación hoy con ellos? ¿La presencia de ellos es un motivo continuo para alabar y agradecer a Dios?

3. ¿En qué forma estamos ayudando y acompañando a nuestros hijos para que ellos crezcan, maduren y se ubiquen acertadamente en el mundo según lo que Dios quiere de cada uno de ellos?

4. ¿Cómo podemos, como familia, ayudar a que nuestros vecinos sean cada día más conscientes de su responsabilidad de ser buenos padres y educadores y a su vez los hijos respondan con empeño a su preocupación por ellos?

5. ‘La verdadera palabra siempre viene del silencio’. Así sucedió a Zacarías. ¿Qué espacios de silencio y oración favorecemos en nuestra familia para el encuentro con el Señor?


Dejemos ahora hablar a Juan Bautista:
“Dinos, Juan, ¿Cómo, todavía encerrado en la oscura morada del seno materno, puedes ver y oír? ¿Cómo contemplas las cosas divinas?...”
Él responde:
“Veo, porque el Sol que está en el seno virginal me alumbra y me hace ver.
Mis oídos oyen, porque estoy naciendo para ser la voz de Aquél que es el Verbo por excelencia.
Porque considero al Hijo único de Dios envuelto en carne.
Exulto porque veo al Creador del universo apropiarse la naturaleza humana…
Soy el precursor de su Advenimiento y vengo, en cierto modo, al encuentro de vosotros, para testimoniar”.
(De una homilía de San Juan Crisóstomo)

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