Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 8, 5-17
Al entrar en Cafarnaúm, se acercó a Jesús un centurión, rogándole: «Señor, mi sirviente está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente». Jesús le dijo: «Yo mismo iré a sanarlo».
Pero el centurión respondió: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: "Ve", él va, y a otro: "Ven", él viene; y cuando digo a mi sirviente: "Tienes que hacer esto", él lo hace».
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: «Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes». Y Jesús dijo al centurión: «Ve, y que suceda como has creído». Y el sirviente se sanó en ese mismo momento.
Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de éste en cama con fiebre. Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirlo.
Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y Él, con su palabra, expulsó a los espíritus y sanó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías:
"Él tomó nuestras debilidades
y cargó sobre sí nuestras enfermedades".
El segundo milagro de Jesús también se realiza con un marginado. El centurión romano, en cuanto gentil o pagano, era considerado religiosamente impuro por el hecho de no pertenecer al pueblo de Israel. De él Jesús dirá: “No he encontrado en nadie una fe tan grande” (8,10).
Las costumbres de la época enseñaban que los judíos no podían conversar con los gentiles ni tocarlos ni mucho menos entrar en sus casas (recordemos la historia de Pedro y Cornelio: Hechos 10,28). Por eso es sorprendente que Jesús desde el primer instante manifieste un vivo interés por entrar en la casa del romano: “Yo iré a curarlo” (8,7). La intención de Jesús aparece como la respuesta pronta a la noticia de los “terribles sufrimientos” de un criado (además en la más baja categoría social). ¡Jesús le da valor!
Pero no sucede como Jesús planeó en un primer momento. El diálogo que sostienen Jesús y el centurión romano ocupa la mayor parte del relato. Sólo al final se dirá muy brevemente: “Y en aquella hora sanó el criado” (8,13b).
En realidad lo que se coloca en primer plano es la fe del centurión. Llama la atención la manera como el romano expresa siempre más clara y decididamente su propia fe, y cómo Jesús la valora.
Veamos el proceso:
(1) El centurión se aproxima a Jesús, no le formula ninguna petición, sino que –de forma breve y concisa- se limita a describir la dolorosa situación de su criado: “Señor, mi criado yace en cama paralítico con terribles sufrimientos” (8,6). Desde el principio deja a Jesús tomar la decisión que considere conveniente (como hace hizo leproso, imagen del “pobre” del Reino, v.2; ver 5,2). Llama la atención que el centurión se presenta ante Jesús casi como un papá preocupado por su hijo.
(2) Cualquiera, en el lugar del centurión, se habría puesto contento ante la noticia: “Yo iré a curarle” (8,7), que implica un “voy a entrar en tu casa”. En cambio, el centurión ve las cosas desde otro punto de vista: expresa una profunda y clara comprensión de su posición y de su poder. Al renunciar a la visita que le ofrece Jesús, está reconociendo –no sólo con palabras- sin efectiva y realmente, que Jesús tiene una dignidad superior y un poder indiscutible: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo” (8,8a; ver las palabras de Juan Bautista en 3,11).
(3) Enseguida el centurión hace un parangón en el que refleja su manera militar de concebir la autoridad (8,9), lo cual le sirve de lenguaje para expresar que reconoce en Jesús un poder superior capaz de actuar con plena eficacia: “basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano” (8,8b).
Por su parte, Jesús, quien no tuvo ningún escrúpulo para tocar al leproso (8,3) ni tampoco para decidir entrar en la casa del pagano (8,7), se detiene para apreciar con admiración la claridad objetiva y la sobria solidez de la fe del centurión. El centurión no dijo quién era Jesús, pero lo dio a entender de forma práctica y real: Jesús tiene poder para ayudar y curar, ¡el puede salvar!
Jesús toma posición ante la fe del centurión y se la valora: ¡Ésa es la actitud que se necesita para entrar en el Reino de los Cielos!
El Reino aparece representado aquí en la mesa (del final de los tiempos) de los patriarcas (8,11). La novedad del Reino aparece en la imagen gráfica de unos que son admitidos y otros que son expulsados de la mesa (ver el criterio de admisión en el Sermón de la Montaña: 7,21-23). El pueblo de Abraham se reconoce por su “fe”. Juan Bautista y Jesús ya dijeron: una fe que da frutos (3,10; 7,16.20). Pues bien, el centurión demostró la fe necesaria para la salvación, lo cual lo hace digno del pueblo de Dios. Así, el Reino de Dios no tiene barreras, la única exigencia es la fe en Jesús y la aceptación de su propuesta de vida y fraternidad que ya comenzó a plantearse en el Sermón de la Montaña.
Al final Jesús le responde dándole una orden a aquel que confió absolutamente en el poder de su palabra para alcanzar la salvación: “Que suceda como has creído” (8,13).
1. ¿Cómo aparece Jesús en este relato? ¿De qué manera da signos de su misericordia?
2. ¿Cuál es la característica de la fe del centurión romano?
3. La oración del centurión romano es quizás una de las oraciones más repetidas en la celebración de la Eucaristía. Después de leer este relato, ¿Cómo la comprendo? ¿Qué me hace sentir ante la presencia de Jesús que viene a mi encuentro en la Sagrada Comunión?
Pero el centurión respondió: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa; basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque cuando yo, que no soy más que un oficial subalterno, digo a uno de los soldados que están a mis órdenes: "Ve", él va, y a otro: "Ven", él viene; y cuando digo a mi sirviente: "Tienes que hacer esto", él lo hace».
Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían: «Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso les digo que muchos vendrán de Oriente y de Occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados afuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes». Y Jesús dijo al centurión: «Ve, y que suceda como has creído». Y el sirviente se sanó en ese mismo momento.
Cuando Jesús llegó a la casa de Pedro, encontró a la suegra de éste en cama con fiebre. Le tocó la mano y se le pasó la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirlo.
Al atardecer, le llevaron muchos endemoniados, y Él, con su palabra, expulsó a los espíritus y sanó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías:
"Él tomó nuestras debilidades
y cargó sobre sí nuestras enfermedades".
Compartiendo la Palabra
Por CELAM - CEBIPAL
Misericordia que salva (II):
Una fe que sorprende hasta al mismo Jesús
“No he encontrado en nadie una fe tan grande”
Por CELAM - CEBIPAL
Misericordia que salva (II):
Una fe que sorprende hasta al mismo Jesús
“No he encontrado en nadie una fe tan grande”
El segundo milagro de Jesús también se realiza con un marginado. El centurión romano, en cuanto gentil o pagano, era considerado religiosamente impuro por el hecho de no pertenecer al pueblo de Israel. De él Jesús dirá: “No he encontrado en nadie una fe tan grande” (8,10).
Las costumbres de la época enseñaban que los judíos no podían conversar con los gentiles ni tocarlos ni mucho menos entrar en sus casas (recordemos la historia de Pedro y Cornelio: Hechos 10,28). Por eso es sorprendente que Jesús desde el primer instante manifieste un vivo interés por entrar en la casa del romano: “Yo iré a curarlo” (8,7). La intención de Jesús aparece como la respuesta pronta a la noticia de los “terribles sufrimientos” de un criado (además en la más baja categoría social). ¡Jesús le da valor!
Pero no sucede como Jesús planeó en un primer momento. El diálogo que sostienen Jesús y el centurión romano ocupa la mayor parte del relato. Sólo al final se dirá muy brevemente: “Y en aquella hora sanó el criado” (8,13b).
En realidad lo que se coloca en primer plano es la fe del centurión. Llama la atención la manera como el romano expresa siempre más clara y decididamente su propia fe, y cómo Jesús la valora.
Veamos el proceso:
(1) El centurión se aproxima a Jesús, no le formula ninguna petición, sino que –de forma breve y concisa- se limita a describir la dolorosa situación de su criado: “Señor, mi criado yace en cama paralítico con terribles sufrimientos” (8,6). Desde el principio deja a Jesús tomar la decisión que considere conveniente (como hace hizo leproso, imagen del “pobre” del Reino, v.2; ver 5,2). Llama la atención que el centurión se presenta ante Jesús casi como un papá preocupado por su hijo.
(2) Cualquiera, en el lugar del centurión, se habría puesto contento ante la noticia: “Yo iré a curarle” (8,7), que implica un “voy a entrar en tu casa”. En cambio, el centurión ve las cosas desde otro punto de vista: expresa una profunda y clara comprensión de su posición y de su poder. Al renunciar a la visita que le ofrece Jesús, está reconociendo –no sólo con palabras- sin efectiva y realmente, que Jesús tiene una dignidad superior y un poder indiscutible: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo” (8,8a; ver las palabras de Juan Bautista en 3,11).
(3) Enseguida el centurión hace un parangón en el que refleja su manera militar de concebir la autoridad (8,9), lo cual le sirve de lenguaje para expresar que reconoce en Jesús un poder superior capaz de actuar con plena eficacia: “basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano” (8,8b).
Por su parte, Jesús, quien no tuvo ningún escrúpulo para tocar al leproso (8,3) ni tampoco para decidir entrar en la casa del pagano (8,7), se detiene para apreciar con admiración la claridad objetiva y la sobria solidez de la fe del centurión. El centurión no dijo quién era Jesús, pero lo dio a entender de forma práctica y real: Jesús tiene poder para ayudar y curar, ¡el puede salvar!
Jesús toma posición ante la fe del centurión y se la valora: ¡Ésa es la actitud que se necesita para entrar en el Reino de los Cielos!
El Reino aparece representado aquí en la mesa (del final de los tiempos) de los patriarcas (8,11). La novedad del Reino aparece en la imagen gráfica de unos que son admitidos y otros que son expulsados de la mesa (ver el criterio de admisión en el Sermón de la Montaña: 7,21-23). El pueblo de Abraham se reconoce por su “fe”. Juan Bautista y Jesús ya dijeron: una fe que da frutos (3,10; 7,16.20). Pues bien, el centurión demostró la fe necesaria para la salvación, lo cual lo hace digno del pueblo de Dios. Así, el Reino de Dios no tiene barreras, la única exigencia es la fe en Jesús y la aceptación de su propuesta de vida y fraternidad que ya comenzó a plantearse en el Sermón de la Montaña.
Al final Jesús le responde dándole una orden a aquel que confió absolutamente en el poder de su palabra para alcanzar la salvación: “Que suceda como has creído” (8,13).
Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón
1. ¿Cómo aparece Jesús en este relato? ¿De qué manera da signos de su misericordia?
2. ¿Cuál es la característica de la fe del centurión romano?
3. La oración del centurión romano es quizás una de las oraciones más repetidas en la celebración de la Eucaristía. Después de leer este relato, ¿Cómo la comprendo? ¿Qué me hace sentir ante la presencia de Jesús que viene a mi encuentro en la Sagrada Comunión?
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