Mucho se ha dicho ya sobre la difícil situación por la que pasa nuestro mundo en todos los sentidos; sin embargo, es una falta contra la justicia detenerse a contemplar lo malo sin mantener la gratitud por tantas cosas buenas con las que Dios jamás ha dejado de bendecirnos. El hecho de que en nuestro tiempo, convulso como es, sigan floreciendo santos, es decir, hombres y mujeres que lo aman a Él y al prójimo hasta dar la vida, es uno de los más bellos motivos para ser agradecidos con Dios por ser así, constante, y para decirle aquella hermosa plegaria litúrgica: «te damos gracias porque no cesas nunca de bendecirnos».
Dios nunca ha dejado de acompañarnos en esta historia, que es la Historia de la Salvación precisamente porque la conduce Él a través de los santos. Pero es lamentable que los medios de comunicación no hablen de estos amigos de Dios y se empeñen en acentuar la maldad, el vicio y toda expresión de la miseria humana. Y es que la prensa amarillista ha sido siempre la más lucrativa. Sabemos lo que sucede, por ejemplo, si en una misma semana muere una humilde santa y una glamurosa princesa; sabemos quien se lleva los encabezados de los diarios y las mayores coberturas en la radio y la televisión. Y si se han de destacan las virtudes de algún santo será en la medida en que convenga al sistema.
Pero volvamos a la caridad constante de Dios. Es su voluntad que aprendamos a ser constantes como Él en la procuración del bien, y a dar no de lo que nos sobra, sino de lo que nos constituye, darnos nosotros mismos. Un ejemplo nos ayuda a comprender en qué consiste la constancia a la que nos referimos:
Hablando de la limosna, un israelita preguntó a un rabino si da lo mismo entregar en un solo momento lo correspondiente a las limosnas de un año o ir pagando uno a uno los diezmos y demás cooperaciones cotidianas que pide la Ley.
«No ‒dijo el sabio‒. Por supuesto que no da lo mismo, pues ya no tendría el mismo valor». « ¿Por qué no? ‒replicó el buen hombre‒. Considero que si hago bien mis cálculos y entrego exactamente lo que me pide la Ley en el transcurso de un año habré hecho lo que Dios quiere.» Pero el rabino instruyó a su interlocutor: «No, no habrás hecho lo que Dios quiere. Tal vez cubras bien el monto que pide la Ley, pero eso no es lo que Dios quiere. Lo que quiere es que el hombre aprenda a ser como Él, que es siempre solícito frente al necesitado, y no lo es sólo en algunas ocasiones. Si damos todo de una vez será seguramente porque es una molestia escuchar al hermano que pide ayuda; será porque causa fastidio irse desprendiendo día con día de las cosas que consideramos nuestras. El egoísmo se molesta; la miseria no soporta que el prójimo venga a reclamar ayuda. Y esto es lo que Dios quiere: la constancia en el amor, la continuidad en las obras buenas. Dios quiere que ser cotidianamente generosos no nos sea molesto; que no nos cueste ser buenos; que sea natural para nosotros compartir cuanto tenemos y aun lleguemos a hacerlo alegremente, pero no sólo un día, sino todos los días, todas las veces que el hermano nos necesite. Esto no lo hace quien da todo de una vez con la intención de que dejen de molestarlo, ni su limosna es grata a los ojos del Altísimo».
* Lilián Carapia Cruz es licenciada en Filosofía y religiosa del Instituto de Hermanas Misioneras Servidoras de la Palabra, en México.
Dios nunca ha dejado de acompañarnos en esta historia, que es la Historia de la Salvación precisamente porque la conduce Él a través de los santos. Pero es lamentable que los medios de comunicación no hablen de estos amigos de Dios y se empeñen en acentuar la maldad, el vicio y toda expresión de la miseria humana. Y es que la prensa amarillista ha sido siempre la más lucrativa. Sabemos lo que sucede, por ejemplo, si en una misma semana muere una humilde santa y una glamurosa princesa; sabemos quien se lleva los encabezados de los diarios y las mayores coberturas en la radio y la televisión. Y si se han de destacan las virtudes de algún santo será en la medida en que convenga al sistema.
Pero volvamos a la caridad constante de Dios. Es su voluntad que aprendamos a ser constantes como Él en la procuración del bien, y a dar no de lo que nos sobra, sino de lo que nos constituye, darnos nosotros mismos. Un ejemplo nos ayuda a comprender en qué consiste la constancia a la que nos referimos:
Hablando de la limosna, un israelita preguntó a un rabino si da lo mismo entregar en un solo momento lo correspondiente a las limosnas de un año o ir pagando uno a uno los diezmos y demás cooperaciones cotidianas que pide la Ley.
«No ‒dijo el sabio‒. Por supuesto que no da lo mismo, pues ya no tendría el mismo valor». « ¿Por qué no? ‒replicó el buen hombre‒. Considero que si hago bien mis cálculos y entrego exactamente lo que me pide la Ley en el transcurso de un año habré hecho lo que Dios quiere.» Pero el rabino instruyó a su interlocutor: «No, no habrás hecho lo que Dios quiere. Tal vez cubras bien el monto que pide la Ley, pero eso no es lo que Dios quiere. Lo que quiere es que el hombre aprenda a ser como Él, que es siempre solícito frente al necesitado, y no lo es sólo en algunas ocasiones. Si damos todo de una vez será seguramente porque es una molestia escuchar al hermano que pide ayuda; será porque causa fastidio irse desprendiendo día con día de las cosas que consideramos nuestras. El egoísmo se molesta; la miseria no soporta que el prójimo venga a reclamar ayuda. Y esto es lo que Dios quiere: la constancia en el amor, la continuidad en las obras buenas. Dios quiere que ser cotidianamente generosos no nos sea molesto; que no nos cueste ser buenos; que sea natural para nosotros compartir cuanto tenemos y aun lleguemos a hacerlo alegremente, pero no sólo un día, sino todos los días, todas las veces que el hermano nos necesite. Esto no lo hace quien da todo de una vez con la intención de que dejen de molestarlo, ni su limosna es grata a los ojos del Altísimo».
* Lilián Carapia Cruz es licenciada en Filosofía y religiosa del Instituto de Hermanas Misioneras Servidoras de la Palabra, en México.
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