Aunque Mateo intenta minimizar el episodio –sabemos por Marcos que fueron los dos discípulos, no su madre, quienes se dirigieron a Jesús-, no puede negar que los caminos del Maestro y de sus seguidores aparecen como radicalmente divergentes.
A las tres ocasiones en que Jesús habla de su final –los llamados “tres anuncios de la Pasión”-, optando por un camino de entrega servicial, sucede una reacción de los discípulos marcada por la ambición.
En la respuesta de Jesús, leída por quien ya conoce el final de su vida, no puede dejar de advertirse la ironía: “No sabéis lo que pedís”. Ciertamente, si hubiesen sabido que estar a la derecha o a la izquierda de Jesús implicaba ser crucificado, es probable que no lo hubieran pedido.
Quien pide los lugares de privilegio es el ego. ¿Quién necesita poder? ¿Quién necesita destacar y “ser importante”? Ambiciona desesperadamente un lugar y, mientras se afana en ello, experimenta la misma sensación que el drogadicto cuando va en busca de su dosis.
Sin embargo, vacío como es, el yo nunca tiene suficiente: alcanzado un poder, se devanará por “algo más”. Es la tragedia del yo: le ocurre lo mismo en todas sus empresas, esté en juego el poder, el tener o el placer… Al apego le sucede la frustración y el dolor, hasta que el círculo empieza a girar de nuevo.
Ello indica que no cabe solución en tanto dure nuestra identificación con él. El yo no sólo es incapaz de salir de ese círculo vicioso, sino que lo agudiza hasta la desesperación. Pero es aquella misma identificación la que nos vuelve ciegos: la falta de distancia siempre impide la perspectiva suficiente para poder “ver”.
Como ha escrito André Comte-Sponville,
“vivimos prisioneros de las falsas evidencias de la conciencia común, de lo cotidiano, de la repetición, de lo ya conocido, de lo ya pensado, de la pretendida o contrastada familiaridad de las cosas; en suma, de la ideología o del hábito”
(A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006, p.151).
¿Cuándo nos abriremos a la novedad? ¿Cuándo podremos llegar a reconocer nuestra verdadera identidad, y la Comprensión que emerge de ella? Identificados con el yo, la lucha por el poder y los enfrentamientos son inevitables. Establecidos en la Presencia que somos, todo eso dejará de afectarnos.
Hagamos un ejercicio de imaginación. Imaginemos dos barcas (que llamaremos “A” y “B”) navegando por un río que, en un momento determinado, chocan entre sí, causándose algún desperfecto. Las posibilidades son varias:
La barca “A” va dirigida por un barquero; la “B” está vacía.
Las dos barcas son conducidas por su correspondiente barquero.
Las dos barcas están vacías.
¿Cuáles serán las reacciones que se produzcan tras el choque en cada uno de los tres casos?
En el caso primero, el barquero de “A” no se enfrentará a nadie; tampoco se le ocurrirá recriminar a la barca “B”, que va vacía. Si acaso, se reprochará y culpará a sí mismo, por su despiste o impericia. Es fácil que termine enojado consigo y más o menos roto por dentro: se habrá generado a sí mismo sufrimiento inútil.
En el segundo caso, la discusión y el enfrentamiento están servidos: lo más probable es que ambos barqueros se enzarcen en una acalorada discusión, en la que cada cual culpe al otro del desastre ocurrido, hasta terminar en una batalla, que generará sufrimiento para ambos.
Finalmente, en la posibilidad última, no habrá reproche, ni discusión, ni sufrimiento. Se acepta lo que es y se permite que la Vida fluya.
El barquero es el “yo”: él es el sujeto de los reproches, juicios, recriminaciones, enfrentamientos, peleas…, en definitiva, sufrimiento. Por eso, donde hay yo, habrá todo eso.
Por el contrario, la ausencia de “yo” elimina el sufrimiento y hace posible la paz. El barquero era sólo una ficción, que “personaliza” lo ocurrido y, a partir de ahí, de acuerdo con las pautas mentales y emocionales aprendidas a lo largo de su historia, reacciona. En esa reacción, no busca sino afirmarse. Y eso le hace funcionar atacando o defendiéndose, situándose en la vida como vencedor o como víctima.
En ausencia de yo, toda reacción desaparece. En su lugar, se dan sencillamente respuestas a lo que es.
El yo tiene una mirada corta y engañosa: lo poco que ve sólo puede verlo girando en torno a él. La suya es, por eso, una visión dualista y egocentrada. Creyéndose separado de la realidad (!), a la que imagina “ahí fuera”, enfrente de él, la distorsiona.
Cuando, por el contrario, somos capaces de “tomar distancia” y acallarlo, toda la percepción se modifica: caen el dualismo y la egocentración. Simplemente, todo es.
He citado más arriba a un filósofo contemporáneo que, confesándose ateo, aboga sin embargo por el cultivo de la espiritualidad. Porque, como él mismo dice,
“la espiritualidad es el aspecto más noble del hombre”.
Y añade:
“Podemos prescindir de la religión, pero no de la comunión, no de la felicidad, no del amor”.
Por todo ello, reivindica una espiritualidad al margen de las creencias y de las religiones: por extraño que a alguien le parezca, una espiritualidad “a-tea”.
Personalmente, su postura no sólo me parece legítima, sino sabia. La religión es el vehículo transportador de la espiritualidad, el mapa que quiere balizar el Territorio. Pero no es la religión lo que buscamos, sino la Espiritualidad.
Aquélla separa –porque sus fronteras están delimitadas por sus creencias-; ésta une. Más allá de las creencias de cada cual –religión y espiritualidad no se identifican, pero tampoco tienen por qué estar reñidas-, la Espiritualidad remite a la dimensión profunda de lo Real que todos compartimos y a todos nos constituye.
¿Cómo no sería posible una espiritualidad no religiosa? Al contrario: es una buena noticia, que abre un horizonte magnífico en la dirección correcta.
Pero si he nombrado aquí a Comte-Sponville, es por reproducir su testimonio, en el que podemos apreciar dos cosas: la posibilidad de una experiencia mística al margen de la religión, y el cambio de perspectiva que se produce cuando, en esa experiencia, el yo es trascendido.
Y únicamente cuando se trasciende el yo, pueden acabar su mirada y su comportamiento egocentrados y marcados por la ambición. El lo narra de este modo:
“La primera vez sucedió en un bosque del norte de Francia. Tenía 25 ó 26 años. Daba clases de filosofía –era mi primer empleo- en el instituto de una ciudad muy pequeña, perdida entre campos, al borde de un canal, no lejos de Bélgica.
Esa noche, después de cenar, salí a pasear con algunos amigos por ese bosque al que amábamos. Estaba oscuro. Caminábamos. Poco a poco, las risas se apagaron; las palabras escaseaban. Quedaba la amistad, la confianza, la presencia compartida, la dulzura de esa noche y de todo… No pensaba en nada. Miraba. Escuchaba. Rodeado por la oscuridad del sotobosque. La asombrosa luminosidad del cielo. El silencio ruidoso del bosque: algunos crujidos de las ramas, algunos gritos de los animales, el ruido más sordo de nuestros pasos… Todo eso hacía que el silencio fuera más audible.
Y de pronto… ¿Qué? ¡Nada! Es decir, ¡todo! Ningún discurso. Ningún sentido. Ninguna interrogación. Sólo una sorpresa. Sólo una evidencia. Sólo una felicidad que parecía infinita. Sólo una paz que parecía eterna. El cielo estrellado sobre mi cabeza, inmenso, insondable, luminoso, y ninguna otra cosa en mí que ese cielo, del que yo formaba parte; ninguna otra cosa en mí que ese silencio, que esa luz, como una vibración feliz, como una alegría sin sujeto, sin objeto (sin otro objeto que todo, sin otro sujeto que ella misma), ¡ninguna otra cosa en mí, en la noche oscura, que la presencia deslumbrante de todo!
Paz. Una paz inmensa. Simplicidad. Serenidad. Alegría. Estas dos últimas palabras podrían parecer contradictorias, pero no se trata de palabras: era una experiencia, un silencio, una armonía. Formaba como un calderón, pero eterno, sobre un acorde perfectamente afinado, que era el mundo.
Me sentía bien. ¡Sorprendentemente bien! Tan bien que no sentía la necesidad de decírmelo, ni siquiera el deseo de que no se terminara. Ya no había palabras, ni carencia ni espera: puro presente de la presencia. Apenas puedo decir que paseara: sólo estaba el paseo, el bosque, las estrellas, nuestro grupo de amigos…
Ya no había ego, ni separación ni representación: únicamente la presentación silenciosa de todo. Ya no había juicios de valor: tan sólo lo real. Ya no había tiempo: tan sólo el presente. Ya no había la nada: tan sólo el ser. Ya no había insatisfacción, ni odio, ni miedo, ni cólera ni angustia: únicamente alegría y paz. Ya no había comedida, ni ilusiones ni mentiras: tan sólo la verdad que me contiene y a la que yo no contengo.
Todo eso duró apenas algunos segundos. A la vez, me sentía agitado y reconciliado, agitado y más tranquilo que nunca. Desasimiento. Libertad. Necesidad. El universo al fin devuelto a sí mismo. ¿Finito? ¿Infinito? No se plantea la pregunta. Ya no había preguntas. ¿Cómo se les podría dar respuesta? Sólo había la evidencia. Sólo había el silencio. Sólo había la verdad, pero sin frases. Sólo el mundo, pero sin significación ni meta. Sólo la inmanencia, pero sin contrario. Sólo lo real, pero sin otro. N fe. Ni esperanza. Ni promesa. Sólo había todo, y la belleza de todo, y la verdad de todo, y la presencia de todo.
Eso era suficiente. ¡Eso era mucho más que suficiente! Aceptación, pero alegre. Quietud, pero tónica (sí, provocaba como un inagotable coraje). Reposo, pero sin fatiga. ¿La muerte? No era nada. ¿La vida? Era sólo esta palpitación del ser en mí. ¿La salvación? Era sólo una palabra, o era eso mismo. Perfección. Plenitud. Beatitud. ¡Qué gozo! ¡Qué felicidad! ¡Qué intensidad!
Me dije: «Esto es a lo que Spinoza llama ‘la eternidad’…». Y esto, os lo imagináis, la hizo cesar, o mas bien me expulsó de ella. Regresaban las palabras, y el pensamiento, y el ego, y la separación… No importaba: el universo siempre estaba ahí, y yo con él, y yo dentro. ¿Cómo podría salirme del Todo? ¿Cómo podría concluir la eternidad? ¿Cómo podrían las palabras asfixiar el silencio?
Había vivido un momento perfecto, justo lo suficiente para saber lo que es la perfección. Un momento bienaventurado, justo lo suficiente para saber lo que es la beatitud. Un momento de verdad, justo lo suficiente para saber, pero por experiencia, que es eterna”
(A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo…, pp. 163-166).
www.enriquemartinezlozano.com
A las tres ocasiones en que Jesús habla de su final –los llamados “tres anuncios de la Pasión”-, optando por un camino de entrega servicial, sucede una reacción de los discípulos marcada por la ambición.
En la respuesta de Jesús, leída por quien ya conoce el final de su vida, no puede dejar de advertirse la ironía: “No sabéis lo que pedís”. Ciertamente, si hubiesen sabido que estar a la derecha o a la izquierda de Jesús implicaba ser crucificado, es probable que no lo hubieran pedido.
Quien pide los lugares de privilegio es el ego. ¿Quién necesita poder? ¿Quién necesita destacar y “ser importante”? Ambiciona desesperadamente un lugar y, mientras se afana en ello, experimenta la misma sensación que el drogadicto cuando va en busca de su dosis.
Sin embargo, vacío como es, el yo nunca tiene suficiente: alcanzado un poder, se devanará por “algo más”. Es la tragedia del yo: le ocurre lo mismo en todas sus empresas, esté en juego el poder, el tener o el placer… Al apego le sucede la frustración y el dolor, hasta que el círculo empieza a girar de nuevo.
Ello indica que no cabe solución en tanto dure nuestra identificación con él. El yo no sólo es incapaz de salir de ese círculo vicioso, sino que lo agudiza hasta la desesperación. Pero es aquella misma identificación la que nos vuelve ciegos: la falta de distancia siempre impide la perspectiva suficiente para poder “ver”.
Como ha escrito André Comte-Sponville,
“vivimos prisioneros de las falsas evidencias de la conciencia común, de lo cotidiano, de la repetición, de lo ya conocido, de lo ya pensado, de la pretendida o contrastada familiaridad de las cosas; en suma, de la ideología o del hábito”
(A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006, p.151).
¿Cuándo nos abriremos a la novedad? ¿Cuándo podremos llegar a reconocer nuestra verdadera identidad, y la Comprensión que emerge de ella? Identificados con el yo, la lucha por el poder y los enfrentamientos son inevitables. Establecidos en la Presencia que somos, todo eso dejará de afectarnos.
Hagamos un ejercicio de imaginación. Imaginemos dos barcas (que llamaremos “A” y “B”) navegando por un río que, en un momento determinado, chocan entre sí, causándose algún desperfecto. Las posibilidades son varias:
La barca “A” va dirigida por un barquero; la “B” está vacía.
Las dos barcas son conducidas por su correspondiente barquero.
Las dos barcas están vacías.
¿Cuáles serán las reacciones que se produzcan tras el choque en cada uno de los tres casos?
En el caso primero, el barquero de “A” no se enfrentará a nadie; tampoco se le ocurrirá recriminar a la barca “B”, que va vacía. Si acaso, se reprochará y culpará a sí mismo, por su despiste o impericia. Es fácil que termine enojado consigo y más o menos roto por dentro: se habrá generado a sí mismo sufrimiento inútil.
En el segundo caso, la discusión y el enfrentamiento están servidos: lo más probable es que ambos barqueros se enzarcen en una acalorada discusión, en la que cada cual culpe al otro del desastre ocurrido, hasta terminar en una batalla, que generará sufrimiento para ambos.
Finalmente, en la posibilidad última, no habrá reproche, ni discusión, ni sufrimiento. Se acepta lo que es y se permite que la Vida fluya.
El barquero es el “yo”: él es el sujeto de los reproches, juicios, recriminaciones, enfrentamientos, peleas…, en definitiva, sufrimiento. Por eso, donde hay yo, habrá todo eso.
Por el contrario, la ausencia de “yo” elimina el sufrimiento y hace posible la paz. El barquero era sólo una ficción, que “personaliza” lo ocurrido y, a partir de ahí, de acuerdo con las pautas mentales y emocionales aprendidas a lo largo de su historia, reacciona. En esa reacción, no busca sino afirmarse. Y eso le hace funcionar atacando o defendiéndose, situándose en la vida como vencedor o como víctima.
En ausencia de yo, toda reacción desaparece. En su lugar, se dan sencillamente respuestas a lo que es.
El yo tiene una mirada corta y engañosa: lo poco que ve sólo puede verlo girando en torno a él. La suya es, por eso, una visión dualista y egocentrada. Creyéndose separado de la realidad (!), a la que imagina “ahí fuera”, enfrente de él, la distorsiona.
Cuando, por el contrario, somos capaces de “tomar distancia” y acallarlo, toda la percepción se modifica: caen el dualismo y la egocentración. Simplemente, todo es.
He citado más arriba a un filósofo contemporáneo que, confesándose ateo, aboga sin embargo por el cultivo de la espiritualidad. Porque, como él mismo dice,
“la espiritualidad es el aspecto más noble del hombre”.
Y añade:
“Podemos prescindir de la religión, pero no de la comunión, no de la felicidad, no del amor”.
Por todo ello, reivindica una espiritualidad al margen de las creencias y de las religiones: por extraño que a alguien le parezca, una espiritualidad “a-tea”.
Personalmente, su postura no sólo me parece legítima, sino sabia. La religión es el vehículo transportador de la espiritualidad, el mapa que quiere balizar el Territorio. Pero no es la religión lo que buscamos, sino la Espiritualidad.
Aquélla separa –porque sus fronteras están delimitadas por sus creencias-; ésta une. Más allá de las creencias de cada cual –religión y espiritualidad no se identifican, pero tampoco tienen por qué estar reñidas-, la Espiritualidad remite a la dimensión profunda de lo Real que todos compartimos y a todos nos constituye.
¿Cómo no sería posible una espiritualidad no religiosa? Al contrario: es una buena noticia, que abre un horizonte magnífico en la dirección correcta.
Pero si he nombrado aquí a Comte-Sponville, es por reproducir su testimonio, en el que podemos apreciar dos cosas: la posibilidad de una experiencia mística al margen de la religión, y el cambio de perspectiva que se produce cuando, en esa experiencia, el yo es trascendido.
Y únicamente cuando se trasciende el yo, pueden acabar su mirada y su comportamiento egocentrados y marcados por la ambición. El lo narra de este modo:
“La primera vez sucedió en un bosque del norte de Francia. Tenía 25 ó 26 años. Daba clases de filosofía –era mi primer empleo- en el instituto de una ciudad muy pequeña, perdida entre campos, al borde de un canal, no lejos de Bélgica.
Esa noche, después de cenar, salí a pasear con algunos amigos por ese bosque al que amábamos. Estaba oscuro. Caminábamos. Poco a poco, las risas se apagaron; las palabras escaseaban. Quedaba la amistad, la confianza, la presencia compartida, la dulzura de esa noche y de todo… No pensaba en nada. Miraba. Escuchaba. Rodeado por la oscuridad del sotobosque. La asombrosa luminosidad del cielo. El silencio ruidoso del bosque: algunos crujidos de las ramas, algunos gritos de los animales, el ruido más sordo de nuestros pasos… Todo eso hacía que el silencio fuera más audible.
Y de pronto… ¿Qué? ¡Nada! Es decir, ¡todo! Ningún discurso. Ningún sentido. Ninguna interrogación. Sólo una sorpresa. Sólo una evidencia. Sólo una felicidad que parecía infinita. Sólo una paz que parecía eterna. El cielo estrellado sobre mi cabeza, inmenso, insondable, luminoso, y ninguna otra cosa en mí que ese cielo, del que yo formaba parte; ninguna otra cosa en mí que ese silencio, que esa luz, como una vibración feliz, como una alegría sin sujeto, sin objeto (sin otro objeto que todo, sin otro sujeto que ella misma), ¡ninguna otra cosa en mí, en la noche oscura, que la presencia deslumbrante de todo!
Paz. Una paz inmensa. Simplicidad. Serenidad. Alegría. Estas dos últimas palabras podrían parecer contradictorias, pero no se trata de palabras: era una experiencia, un silencio, una armonía. Formaba como un calderón, pero eterno, sobre un acorde perfectamente afinado, que era el mundo.
Me sentía bien. ¡Sorprendentemente bien! Tan bien que no sentía la necesidad de decírmelo, ni siquiera el deseo de que no se terminara. Ya no había palabras, ni carencia ni espera: puro presente de la presencia. Apenas puedo decir que paseara: sólo estaba el paseo, el bosque, las estrellas, nuestro grupo de amigos…
Ya no había ego, ni separación ni representación: únicamente la presentación silenciosa de todo. Ya no había juicios de valor: tan sólo lo real. Ya no había tiempo: tan sólo el presente. Ya no había la nada: tan sólo el ser. Ya no había insatisfacción, ni odio, ni miedo, ni cólera ni angustia: únicamente alegría y paz. Ya no había comedida, ni ilusiones ni mentiras: tan sólo la verdad que me contiene y a la que yo no contengo.
Todo eso duró apenas algunos segundos. A la vez, me sentía agitado y reconciliado, agitado y más tranquilo que nunca. Desasimiento. Libertad. Necesidad. El universo al fin devuelto a sí mismo. ¿Finito? ¿Infinito? No se plantea la pregunta. Ya no había preguntas. ¿Cómo se les podría dar respuesta? Sólo había la evidencia. Sólo había el silencio. Sólo había la verdad, pero sin frases. Sólo el mundo, pero sin significación ni meta. Sólo la inmanencia, pero sin contrario. Sólo lo real, pero sin otro. N fe. Ni esperanza. Ni promesa. Sólo había todo, y la belleza de todo, y la verdad de todo, y la presencia de todo.
Eso era suficiente. ¡Eso era mucho más que suficiente! Aceptación, pero alegre. Quietud, pero tónica (sí, provocaba como un inagotable coraje). Reposo, pero sin fatiga. ¿La muerte? No era nada. ¿La vida? Era sólo esta palpitación del ser en mí. ¿La salvación? Era sólo una palabra, o era eso mismo. Perfección. Plenitud. Beatitud. ¡Qué gozo! ¡Qué felicidad! ¡Qué intensidad!
Me dije: «Esto es a lo que Spinoza llama ‘la eternidad’…». Y esto, os lo imagináis, la hizo cesar, o mas bien me expulsó de ella. Regresaban las palabras, y el pensamiento, y el ego, y la separación… No importaba: el universo siempre estaba ahí, y yo con él, y yo dentro. ¿Cómo podría salirme del Todo? ¿Cómo podría concluir la eternidad? ¿Cómo podrían las palabras asfixiar el silencio?
Había vivido un momento perfecto, justo lo suficiente para saber lo que es la perfección. Un momento bienaventurado, justo lo suficiente para saber lo que es la beatitud. Un momento de verdad, justo lo suficiente para saber, pero por experiencia, que es eterna”
(A. COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo…, pp. 163-166).
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