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domingo, 4 de julio de 2010

ELECCION Y MISION DE LOS SETENTA Y DOS


XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (Lc 10, 1-12.17-20) - CICLO C
Por Josep Rius-Camps

«Después de esto, el Señor designó a otros Setenta» (10,la). En paralelo con la elección y misión de los Doce, Lucas, y solamente él, narra la designación y la misión de los Setenta. Puede muy bien afirmarse que esta segunda llamada es una creación de Lucas. Los evangelistas son muy libres no sólo en la elección de los materiales, sino en la creación de nuevas situa ciones, escenas o discursos, con tal de adaptar el anuncio del mensaje a la nueva situación que viven sus comunidades, al tiempo que reflejan los problemas del presente. No redactan una crónica, con noticias como las que nos sirven los periódicos, la radio o la televisión. Quieren comunicar una «buena noticia» (¡de malas noticias ya tenemos bastantes!), una noticia que les ha afectado profundamente y que se ha traducido en una expe riencia de vida. Por eso Lucas, una vez que ha sido proclamada la buena noticia de Jesús a hombres que no tenían nada que ver con el judaísmo y ha encontrado entre los paganos una acogida sin igual, trata de averiguar los motivos que han producido ese impacto situando la escena -mediante el procedimiento literario del doblete en el tiempo de Jesús. Se anticipa así la respuesta que éste habría dado, si hubiese estado presente, ante aquella situación completamente nueva. En el fondo, es una muestra fehaciente de la conciencia que tiene la comunidad de que Jesús está vivo y de que sigue hablándole, como decía san Ignacio, el obispo de Siria, a los cristianos de Efeso: «Vosotros no hagáis caso a nadie más que a Jesús Mesías, que sigue hablándoos realmente» (IgEf 6,2).

Valiéndose de la misión de los Doce (6,13) como de paradig ma, Lucas redacta ahora una nueva bajo el signo de la universa lidad, a fin de dar perfiles definidos a la nueva llamada de discí pulos que acaba de realizar en territorio samaritano (9,57-62). La misión de los Doce, tanto en territorio judío (9,1-10) como en territorio samaritano (9,52-53)-si bien, como es obvio, por razones opuestas-, ha sido un verdadero fracaso. Jesús, sin embargo, no se desanima. «Después de esto», de la llamada de nuevos discípulos (tres también -cf. 5,1 - 11-, pero anónimos), «designó el Señor a otros Setenta», además de los Doce. Mientras aquéllos ejemplificaban el nuevo Israel (las doce tribus), los se tenta tenían que representar la nueva humanidad (según el cóm puto judío, las naciones paganas eran en número de setenta). «El Señor» hace referencia al Resucitado. (La variante «Setenta y dos», contenida en numerosos manuscritos y adoptada por muchos traductores, constituye un intento de reconducir la aper tura a la universalidad, esbozada en el número «siete/setenta», al recinto de Israel, delimitado por un múltiplo de «doce» [6 x 12 = 72].)



LA MISION DE LOS SETENTA, UN EXITO SIN PRECEDENTES

Jesús los envía «de dos en dos» (10,lb), formando un grupo o comunidad, con el fin de que muestren con hechos lo que anuncian de palabra. «La mies es abundante y los braceros po cos» (10,2a). La cosecha se prevé abundante, el reinado de Dios empieza a producir frutos para los demás. Cuando se comparte lo que se tiene, hay de sobra: ésta es la experiencia del grupo de Jesús. No hacen falta explicaciones ni estadísticas: la presencia de la comunidad se ha de notar por los frutos abundantes que produce. Faltan braceros, personas que coordinen las múltiples y variadas actividades de los miembros de la comunidad, anima dores y responsables, para que los más necesitados participen de los bienes que sobreabunden. Restringir el sentido de «brace ros» a sacerdotes, religiosos o misioneros es empobrecer el texto y la mente de Jesús. Es necesario que haya gente, seglares o no, que tengan sentido de comunidad, que velen para que no se pierda el fruto, que lo almacenen y lo repartan. La comunidad ha de pedir que el Señor «mande braceros a su mies» (10,2b). Pedir es tomar conciencia de las grandes necesidades que nos rodean y poner los medios necesarios, quiere decir confiar en que, si se está en la línea del plan de Dios, no puede haber paro entre las comunidades del reino.



EL RIESGO DE SER ENVIADO

«¡Id! Mirad que os envío como corderos entre lobos» (10,3). Toda comunidad debe ser esencialmente misionera. La misión, si se hace bien, encontrará la oposición sistemática de la sociedad. Esta, al ver que se tambalea su escala de valores, usará toda clase de insidias para silenciar a los enviados, empleando todo tipo de procedimientos legales. Los enviados están indefensos. La defensa la asumirá Jesús a través del Espíritu Santo, el Abogado de los pobres. «No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias» (10,4a). Como en la misión de los Doce, Jesús insiste en que los enviados no confíen en los medios humanos. Han de compartir techo y mesa con aquellos que los acogen, curando a los enfermos que haya, liberando a la gente de todo aquello que los atormente (vv. 5-9a). La buena noticia ha de consistir en el anuncio de que «Ya ha llegado a vosotros el reinado de Dios» (10,9b). Empieza un orden nuevo, cuyo estallido tendrá lugar en otra situación. El proceso, empero, es irreversible. La comunidad ya tiene expe riencia de ello.

«Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a las calles y decidles: "Hasta el polvo de este pueblo que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos; ¡para vosotros! De todos modos, sabed que ya ha llegado el reinado de Dios"» (10,10-11). Nada de venganzas ni de compromisos, nada de amenazas ni de juicios de Dios. «Sacudirse el polvo de los pies» significa romper las relaciones, pero sin guardar odio. Hay mucho campo para correr. El sentido de fracaso es extraño a los enviados.

«¡Ay de ti Corozaín..., Betsaida..., Cafarnaún!» (10,13-15). Jesús contrasta tres ciudades de Galilea con Sodoma, Tiro y Sidón, tres ciudades paganas. Se trata de dos descripciones com­pletas (tres nombres), a la par que reales (nombres propios), de dos situaciones antagónicas. Prevé ya que la respuesta de los paganos será muy superior a la del pueblo escogido. No siempre los hombres religiosos y observantes son el mejor terreno de cultivo para la experiencia del reino.



LA ALEGRIA POR UN TRABAJO BIEN HECHO

«Los Setenta regresaron muy contentos» (10,17a). El retorno de los Doce no fue alegre. Los Setenta, despreciados por los judíos por el mero hecho de ser samaritanos, han experimentado la alegría que brota de una tarea bien hecha. «Señor, hasta los demonios se nos someten por tu nombre» (10,17b). Se dan cuenta de que han liberado a mucha gente de falsas ideologías, de todo aquello que los fanatizaba y nos les permitía ser hombres libres. Y esto, a pesar de que no se ha dicho -a diferencia de los Doce- que Jesús les hubiese dado «poder y autoridad sobre toda clase de demonios» (cf. 9,1). Sólo libera quien es verdade ramente libre. Jesús interpreta la liberación producida por los Setenta como el principio del fin de los adversarios del plan de Dios, personificados por el adversario por antonomasia: « ¡Ya veía yo que Satanás caería del cielo como un rayo!» (10,18). Los Doce, ávidos de venganza contra los samaritanos, le habían pro­puesto: «Señor, si quieres, decimos que caiga un rayo y los aniquile» (9,54). Jesús los conminó como si estuviesen endemo niados (9,55). La escala de valores del «mundo», como «sistema» de dominación y de poder, toma posesión del hombre invirtiendo los planes del designio de Dios. Las consecuencias están a la vista: hambre, miseria, paro, guerras, droga, malversación, terro­rismo, inseguridad ciudadana... Mientras no se produzca un cam bio radical de valores, no haremos más que ponerle remiendos.

Para designar los principios falsos de la sociedad, Jesús em plea términos seculares: «serpientes y escorpiones», «el ejército enemigo». A pesar del veneno y del poder destructor que alma cenan, «nada podrá haceros daño», puesto que «os he dado potestad para pisotearlos» (10,19). No hay bomba atómica o de neutrones que pueda neutralizar el empuje de una teología real mente liberadora.

«Sin embargo, no sea vuestra alegría que se os sometan los espíritus; sea vuestra alegría que vuestros nombres están escritos en el cielo» (10,20). Jesús no quiere ninguna especie de depen­dencia ni de complacencia: la alegría ha de consistir en la expe riencia interior de sentirse hijos amados de Dios. Todo aquello que es externo, se puede contabilizar... y esfumarse. Lo que sale de dentro, configura y realiza la persona

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