Homilia de Monseñor Oscar Romero
3 de Julio de 1977
DÉCIMOCUARTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO
Isaías 66, 10-14a / Gálatas 6, 14-18 / Lucas 10, 1-12.17-20
3 de Julio de 1977
DÉCIMOCUARTO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO
Isaías 66, 10-14a / Gálatas 6, 14-18 / Lucas 10, 1-12.17-20
Queridos Hermanos, y a través de la radio, estimado pueblo que reflexiona sobre la palabra de Dios, que debe ser siempre la inspiración y fortaleza del verdadero seguidor de Jesucristo:
Un nuevo mensaje nos ofrece esa palabra divina, cada vez que nos congrega en la misa de cada domingo. No hay domingo igual. A lo largo del año litúrgico -repito y seguiré repitiendo- la Iglesia tiene un propósito: ir ahondando más en el alma del pueblo esa revelación divina que es la luz que clarifica todas las confusiones y que nos da el camino certero para conocer más el proyecto divino de Dios sobre nosotros. Dichosos los hombres que captan esa luz y la hacen motor de su vida. Tal es el mensaje de hoy, sobre un problema que responde a la angustia de nuestro tiempo: La paz.
La paz. Siete siglos antes de Cristo, anunciando el ambiente propio de la era mesiánica, el profeta Isaías escribió esa página bellísima que han escuchado hoy. Nos presenta a Jerusalén como la idealización de ese ambiente que va a crear el Mesías, como una ciudad alegre y feliz, porque en ella Dios ha desbordado como un torrente la paz. Me alegro mucho de proclamar esta palabra de Isaías, porque es la lectura que la liturgia también aplica a la misa de Nuestra Señora de la Paz, patrona de todo El Salvador. Y la invoco hoy, a esta querida Madre salvadoreña, porque ella dará a mi palabra y a vuestra inteligencia, la capacidad de captar eso que se encarnó en ella, la Reina de la Paz; porque Dios quiso derrochar sobre ella, sobre su alma, expresión bellísima de la Iglesia acabada en todas sus virtudes, lo que Dios quiere dar a cada corazón, a cada pueblo, a cada familia, como un torrente: La paz.
CRISTO TRAE LA PAZ
Y cuando Cristo vino a realizar esas profecías antiguas, resumió en esa palabra toda su redención. Hoy nos presenta el evangelio los primeros ensayos de evangelización del mundo. No es propiamente el grupo de los 12 apóstoles, que los prepara para ser la inspiración de todo el pueblo de Dios; es más bien un grupo de 72, en el cual yo veo, queridos hermanos, a ustedes los laicos, los bautizados, padres de familia, maestros de escuela, profesionales, estudiantes. Ustedes son los 72 que Cristo escoge y los envía con una misión semejante a la misión jerárquica: "Vayan al mundo y prediquen esto que es el resumen de mi redención: Paz a esta casa. Y si allí hay gente de buena voluntad, allí se quedará esa paz. Pero si hay soberbia, si hay orgullo, si hay rechazo de Dios, esa paz no se quedará allí, se irá con ustedes; y en un gesto de quien ha sufrido un rechazo, sacudan hasta sus sandalias frente a ellos, como para decirles: No fuisteis digno de este mensaje de Dios. Y la paz seguirá con ustedes y habrá gente que la acoja. Y siempre habrá gente que la rechaza también".
Y cuando San Pablo filosofa sobre esta paz, sobre este misterio de la redención de Cristo, sintetizado en esa breve palabra, paz, encuentra la fuente de donde deriva esa paz. Y él mismo se siente instrumento de esa paz que deriva de la cruz. "Soy un crucificado para el mundo. El mundo no me comprende. Yo tampoco quiero compaginar con el mundo, soy un crucificado para el mundo y el mundo es un crucificado para mí. Y llevo este tesoro de la paz en mi corazón, repartiéndolo a todo aquel que lo quiera recibir".
Esta es la Iglesia, hermanos. Personificada en San Pablo, puede decir ahora con mucha claridad a los católicos de la Arquidiócesis de San Salvador y a los que no quieren ser católicos porque voluntariamente han rechazado a Cristo y a su paz. Cada uno de los que siguen a esta Iglesia puede decir como San Pablo, hoy más que nunca: "Soy un crucificado para Cristo. Lejos de mí gloriarme en otra cosa que no sea la cruz de Cristo". Y les repito con inmensa alegría, que para mí, este es el momento glorioso de la Iglesia de San Salvador. Dichosos los que lo comprendan y lo vivan. No buscar sus glorias en los aparatos gloriosos del mundo. No buscar el poder y su fuerza en la fuerza del dinero o de las cosas de la tierra. Todas esas cosas son para mí crucificadas, no valen. Yo soy para ellas también un crucificado. Dichoso aquel que sepa desprenderse para constituirse en un verdadero instrumento de la paz.
El Concilio Vaticano II llega a decir esta hermosa frase, la problemática del mundo actual, que va reflexionando en ese sentido comunitario, y nunca como ahora el mundo había llegado a sentirse tan unido por lazos tan diversos; sin embargo, se encuentra frente a un problema insoluble, no puede crear un mundo lleno de paz. Y es que la palabra de Cristo permanece ahora y se siente como una feliz bienaventuranza: "Dichosos los artífices de la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios". Esta es la gran angustia de nuestro tiempo, y aquí estamos en El Salvador la estamos sintiendo: No hay paz. Y nos dio mucho gusto oír esta angustia en los labios del nuevo presidente, gritando paz para el pueblo, paz para la familia, paz para el propio corazón. Nos alegra que en el nuevo gobierno haya esa ansia de paz, pero nos preocupa, si no quiere seguir los verdaderos caminos para encontrar la paz. Y he aquí la Iglesia, dispuesta en diálogo con todos los hombres, principalmente con los que tienen en sus manos el poder político y el poder económico, para decirles qué es la paz y la gran capacidad de paz que ustedes tienen si quieran seguir la voz del evangelio.
QUE ES LA PAZ
Voy a abrir ante ustedes, hermanos -lo he estudiado esta semana para transmitírselo- dos preciosos pasajes de los famosos documentos que hoy iluminan el magisterio de la Iglesia. Hay un capítulo en el Vaticano II que trata de la paz y hay uno de los documentos de la reflexión de los obispos junto con el Papa en Medellín, que también hablan de la paz. De esos documentos que iluminan el magisterio actual de la Iglesia, quiero sacar el comentario más autorizado para las lecturas bíblicas de hoy, que precisamente quieren ser un mensaje de paz verdadera.
Dicen ambos documentos que la paz no es ausencia de guerra. Es una noción muy negativa. No podemos decir que hay paz, cuando no hay guerra. Actualmente no hay guerra en muchos países, en casi todo el mundo no hay guerra, y sin embargo, en ninguna parte hay verdadera paz. No basta, pues, que no haya guerra. Tampoco es paz el equilibrio de dos fuerzas adversas. Se amenazan Rusia y Estados Unidos, no es propiamente paz la que hay entre las dos grandes potencias. Lo que hay es miedo, miedo a quien es más poderoso. Eso no es paz. Dos muchachos, dos hombres que se amenazan a un pleito, todavía no hay pleito, pero tampoco hay paz. Hay miedo entre dos potencias. Y decía el Papa: "Nadie puede hablar de paz, con una pistola o un rifle en la mano; eso es miedo".
Tampoco hay paz, dice el Concilio, en la hegemonía despótica, queriendo someter a un pueblo, a un hombre. Es la paz de la muerte, la paz de la represión. Tampoco es paz. ¿Qué es pues, la paz? La paz, dice el Concilio, es la definición de Isaías, profeta, y que Pío XII lo hizo el lema de su precioso escudo: Opus justitae paz- la paz es el fruto de la justicia. Esto sí es paz. Paz solamente habrá cuando haya justicia. Y también nos gustó escuchar este concepto, en el mensaje presidencial. Cuando hay justicia, hay paz. Si no hay justicia, no hay paz. Paz es el producto del orden querido por Dios, pero que los hombres tienen que conquistar como un gran bien en medio de la sociedad: cuando no hay represiones, cuando no hay segregaciones, cuando todos los hombres pueden disfrutar sus derechos legítimos, cuando hay libertad, cuando no hay miedo, cuando no hay pueblos sofocados por las armas, cuando no hay calabozos donde gimen perdiendo su libertad tantos hijos de Dios, donde no hay torturas, donde no hay atropellos a los Derechos Humanos.
PAZ Y JUSTICIA
Por eso, se llena de esperanza la patria cuando el gobernante dice que no puede haber paz si no hay justicia. Pero, es necesario agregar obras a esas palabras. Es necesario que desaparezcan tantas situaciones injustas. En Medellín se describió la situación de Latinoamérica y se llegó a decir esta palabra que a muchos escandaliza: "En América Latina, hay una situación de injusticia. Hay una violencia institucionalizada". No son palabras marxistas, son palabras católicas, son palabras de evangelio. Porque dondequiera que hay una potencia que oprime a los débiles y no los deja vivir justamente sus derechos, su dignidad humana, allí hay situación de injusticia. Y dice Medellín esta frase lapidaria: "Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, los pueblos que viven en subdesarrollo son una provocación continúa de violencia". Y si la violencia existe, muchas veces -dice el Papa- procede de una aflicción, de una angustia. No decimos que la legitime, pero que puede dar su explicación. Y es natural, hermanos, que a una violencia institucionalizada, que se institucionaliza y que se hace ya un modo de vivir y no se quiere ver las maneras de cambiar esa institución, no es extraño que haya brotes de violencia. No puede haber paz. Se está provocando contra la paz. Si de verdad hay deseo de paz y se conoce de verdad que la justicia es la raíz de la paz, todos aquellos que pueden cambiar esta situación de violencia están obligados a cambiar.
Hemos visto en la lista de los nuevos colaboradores del gobierno a muchos cristianos, hasta cursillistas de cristiandad. Esperamos que sepan escuchar la voz del evangelio, que les dice que esta situación de El Salvador es provocadora de violencia y están obligados, desde sus puestos de gobierno, a empujar esos cambios estructurales que necesita el país para crear un ambiente propicio a la paz. Porque, dice también Medellín, que todo aquel que puede hacer algo por hacer más justo el orden de Latinoamérica, peca contra la paz, si no hace lo que está a su alcance. Ahora esperaremos que ese pecado de omisión que acusamos al principio de la misa, toque la conciencia de muchos que pueden hacer mucho y no lo hacen, tal vez por estar granjeando su situación bondadosa, por el sueldo, por no caer mal en política, por no perder la gracia de los poderosos. Serían traidores a la Ley de Dios, serían pecadores de omisión, si, por temor a perder su vida en la tierra, no hacen lo que deben hacer para dar a sus paisanos, al pueblo, a la sociedad, al bien común, un respiro de paz sobre una justicia más equitativa.
Tampoco justificamos la violencia. La violencia, el mismo Concilio y Medellín dicen con el Papa, no es cristiana ni evangélica. El cristiano es pacífico y no se ruboriza de ello. No decimos, pacifistas, porque hay un movimiento de violencia que no procede del cristianismo. Gandhi y otros seguidores de la no violencia, que ya son un movimiento en el mundo, tienen sus orígenes en una filosofía que más bien es una huida de la lucha, un olvidarse de los derechos oprimidos del hombre. El cristiano sabe que puede luchar y su evangelio le invita a la defensa de la justicia; es valeroso. Pero, sabe que la violencia solamente engendra violencia y que solamente será, como la guerra, el último recurso, cuando ya se han agotado todos los recursos pacíficos. Pero mientras tanto, agota los medios de la paz, que son mucho más fecundos y productivos, porque no podemos ceder a la pasión del odio y del resentimiento unas resoluciones tan trascendentales para el orden de la paz. Es necesario, pues, que la pacificación, los hijos de la paz, los hijos de Dios, que trabajan este mundo mejor, se inspiren, no en la violencia, tampoco en la no-violencia no cristiana, sino en una paz que es fecunda, que exige el cumplimiento del derecho, que exige el respeto a la dignidad humana, que no se conforma nunca por no tener problemas con los que atropellan estos grandes derechos de la humanidad.
Y aquí puede contar el gobierno con grandes artífices de la paz, mientras deje a la Iglesia la libertad para predicar su evangelio, la libertad para predicar la promoción del hombre. Ninguna colaboradora más eficaz y poderosa podrá encontrar ningún gobierno del mundo que la Iglesia, proclamadora de la verdadera libertad, de la justicia y de la paz.
PAZ Y AMOR
El otro concepto que sacamos de los documentos, es éste: No basta la justicia, es necesario el amor. Siempre hemos predicado esto, hermanos. Me da gusto constatar que todas las personas que han seguido el pensamiento de esta hora de la Iglesia, jamás han oído una palabra de violencia de mis labios. La fuerza del cristiano es el amor, hemos dicho. Y repetimos: la fuerza de la Iglesia es el amor.
El amor, el que nos hace sentirnos hermanos a todos. El que en la segunda lectura de hoy, San Pablo proclama, inspirado en aquel que nos amó hasta la muerte, y que por eso nos arrastra al amor de sentirnos crucificados por Cristo y por nuestros hermanos. Mientras no lleguemos a esta fortaleza del amor, no podemos ser los verdaderos pacificadores. No puede ser artífice de la paz el que tiene el corazón resentido, violento, con odio. Tiene que saber amar, como Cristo, aún a los mismos que lo crucifican: "Perdónalos, Padre, no saben lo que hacen. Son idólatras de su dinero, de su poder. Si te conocieran, te amaran. Por eso, más que odio y resentimiento, me dan lástima esos pobres idólatras que no saben la fuerza de este amor que Tú me has dado. Dales amor, Señor, a ellos también". Cuánto bien harían los poderosos, cuando amaran de verdad y no fueran egoístas y envidiosos. Qué hermoso sería el mundo, hermanos, si todos desarrolláramos esta fuerza de amor.
LA PAZ DE LA GRACIA
Y aquí, el Concilio Vaticano II tuvo el cuidado de deslindar dos clases de paz; y es necesario que la tengamos muy en cuenta. Una paz que Cristo se reservó para los más íntimos, para aquellos que comprendieran la redención, que comprendieran que tenían que arrancarse del pecado; porque mientras haya pecado en un corazón, no puede haber la verdadera paz: la paz divina, aquella que Cristo nos reconcilió con el Padre muriendo en la cruz, llevando en su cuerpo los pecados de todos nosotros. Y para nosotros cristianos, católicos, ésta es el culmen de la paz: la paz en la gracia de Dios, la paz del que sale del pecado y no siente las pasiones más que para dormirlas, la paz de las almas santas. Esta paz que Cristo decía: "Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la del mundo".
LA PAZ DE HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
Y aquí distinguimos la otra paz, la paz que la Iglesia habla con el mundo, la paz que pueden tener también los no cristianos, la paz de los hombres de buena voluntad que cantamos en el gloria de la misa: "paz a los hombres de buena voluntad". Quiere decir esa otra paz, la paz que procede de un amor natural; la paz del hombre que, aún sin conocer a Dios, es capaz de descubrir esta fuerza íntima de solidarizarse con el que sufre, de llevar un poco de bienestar al desconsolado, de denunciar las injusticias ante las riquezas injustas. Esta es la paz que todos los hombres... Y aquí hago un llamamiento yo, aún a aquellos que no creen en esta fe que nos ha congregado en nuestra misa del domingo. Muchos estarán oyendo allá por radio, sin ser católicos sin que les importe la misa de cada día; hasta les estorba la oración piadosa de su esposa, de su mamá, de los seres piadosos que han encontrado la paz divina. Ellos todavía no la han encontrado, pero les quisiera decir, queridos amigos: aún sin creer en ese Cristo y en esa paz del alma, ¿no sienten ustedes la capacidad de perdonar? ¿No sienten ustedes la fuerza de decir no a ese rencor que llevan hace mucho tiempo en su corazón? Ustedes incrédulos, sin Cristo, ¿no sienten que no se necesita creer en Cristo, basta ser hombre, para sentirse solidario del pobrecito, del que no tiene, y sentir que hay injusticias ante las grandes desigualdades de nuestra sociedad? Entonces, apelamos también a ustedes. Ustedes también pueden ser llamados artífices de la paz.
Por eso, cuando enterrábamos al inolvidable Padre Alfonso Navarro, decíamos en la parroquia de Miramonte que hacíamos un llamamiento a sembrar la paz, no solamente a los católicos, que acribillados por la calumnia podemos haber perdido tal vez el crédito, pero que quedaban muchas fuerzas vivas en El Salvador: los protestantes, la Cruz Roja, los Boy Scouts, todas las instituciones benéficas, bondadosas, de tantos corazones buenos, aunque sean laicas, aunque sean ateas pero pueden hacer mucho bien por esta paz. Es el deseo del evangelio de hoy. Y he aquí que cuando Cristo dice que nos amemos unos a otros, no está diciendo que sea necesario ser cristiano. A mí me parece que esa frase de Cristo: "Amaos los unos a los otros", es como un punto de contacto entre la fe y los que no tienen fe. Porque aún sin tener fe, se es capaz de amar al hermano y de ser artífice de paz.
DIALOGO POR LA PAZ
Mi llamamiento de hoy, pues, brota del corazón del evangelio, del corazón de la Iglesia; pero sus brazos se tienden a aquellos que no tienen fe, para prestar al mundo una colaboración sincera, la colaboración por una paz verdadera.
Y este es el diálogo que la Iglesia ofrece. Si el nuevo mandatario nos pedía que le tuviéramos confianza y que lo iba a demostrar, he aquí la Iglesia a la espera de ese diálogo. La Iglesia nunca ha roto el diálogo con nadie. Otros son los que lo han roto; otros son los que la han maltratado. Le diríamos que hay muchas palabras que no salen de la boca, pero que deben salir de las obras, para mostrar la sinceridad en esta búsqueda de paz para nuestra patria. Por ejemplo, la Iglesia necesita que le devuelvan sus sacerdotes que le han quitado. Muchas familias necesitan que le devuelvan a sus seres queridos que no saben dónde están. Se necesitan muchas obras para ganar la confianza y de verdad buscar en todos, con sinceridad, la paz que necesita nuestra patria.
Necesitamos, hermanos, una gran confianza mutua y esto es justicia. Y si no hay esto, El Salvador seguirá ansiando la paz que canta en su himno nacional, pero que no la ha sabido conservar. Nuestro Señor, pues, que hoy nos da este augurio de paz, señalándonos los caminos por medio de su Iglesia, nos dice que seamos todos artífices de la paz.
ARTIFICE DE LA PAZ
Y voy a terminar con aquella constatación de Cristo al principiar el evangelio de hoy: "Rogad al Señor de la mies para que envíe obreros a su mies, porque la mies es mucha y los obreros son pocos". El gran problema de la paz es inmenso y necesita muchos artífices de la paz: sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos situados en todas las situaciones de la política y de la economía, todos son llamados ahora. La mies es inmensa, El Salvador tiene un vigor, una exhuberancia maravillosa. Qué maravilloso pueblo sería El Salvador, si cultiváramos a los salvadoreños en un ambiente de paz, de justicia, de amor, de libertad. Cultivemos, hermanos, al menos cada uno, en la medida de sus alcances, procure hacerse artífice de la paz. Y Jesucristo describe en el evangelio, y San Pablo en su epístola de hoy, las condiciones del hombre que quiere ser artífice de la paz. Sería bueno que repasáramos esa página del evangelio donde Cristo nos predica como condición indispensable la pobreza de espíritu, el desprendimiento. "No llevéis alforja ni doble túnica; id como peregrinos". Esta es la gran aventura del hombre de hoy. Todo hombre que se quiere instalar cómodamente, y no quiere arriesgarse en la pobreza y no quiere desprenderse de sus situaciones bonancibles, por lo menos de corazón, no quiere prestar la colaboración a Dios.
Pero, no basta esa pobreza exterior. También quiero decir a los que predican la pobreza o una Iglesia de los pobres únicamente por demagogia, sin corazón, únicamente por alardes: eso no sirve tampoco. La pobreza que nos predica hoy el evangelio es la de San Pablo: "Yo soy para el mundo un crucificado". Es decir, una pobreza que arranca del amor a Jesucristo. Una pobreza que al mirar a Cristo desnudo en la cruz le dice: "Señor, te seguiré a donde quiera que vayas, por los caminos de la pobreza, no por demagogia sino porque te quiero, porque quiero ser santo a partir de mi propia santidad". Esta pobreza que me hace sentir las riquezas del mundo como crucificadas para mí y yo ser un crucificado para todos los criterios del mundo, esta es la verdadera pobreza. Bienaventurados los pobres de corazón, los que tienen el corazón necesitado de Dios, los que en la cruz y el sacrificio, encuentra la alegría de la vida, los que han aprendido en el crucificado el verdadero secreto de la paz, que consiste en amar a Dios hasta el exceso de dejarse matar por él, y amar al prójimo, hasta quedar crucificado por los prójimos. Este es el amor de los redentores modernos, el de Cristo, el de siempre. Sólo éstos serán verdaderos artífices de la paz, de los que dijo Cristo en el sermón de las bienaventuranzas: "Bienaventurados los que van sembrando la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios".
Prometámosle al Señor, mientras vamos a proclamar nuestra fe en él.
Un nuevo mensaje nos ofrece esa palabra divina, cada vez que nos congrega en la misa de cada domingo. No hay domingo igual. A lo largo del año litúrgico -repito y seguiré repitiendo- la Iglesia tiene un propósito: ir ahondando más en el alma del pueblo esa revelación divina que es la luz que clarifica todas las confusiones y que nos da el camino certero para conocer más el proyecto divino de Dios sobre nosotros. Dichosos los hombres que captan esa luz y la hacen motor de su vida. Tal es el mensaje de hoy, sobre un problema que responde a la angustia de nuestro tiempo: La paz.
La paz. Siete siglos antes de Cristo, anunciando el ambiente propio de la era mesiánica, el profeta Isaías escribió esa página bellísima que han escuchado hoy. Nos presenta a Jerusalén como la idealización de ese ambiente que va a crear el Mesías, como una ciudad alegre y feliz, porque en ella Dios ha desbordado como un torrente la paz. Me alegro mucho de proclamar esta palabra de Isaías, porque es la lectura que la liturgia también aplica a la misa de Nuestra Señora de la Paz, patrona de todo El Salvador. Y la invoco hoy, a esta querida Madre salvadoreña, porque ella dará a mi palabra y a vuestra inteligencia, la capacidad de captar eso que se encarnó en ella, la Reina de la Paz; porque Dios quiso derrochar sobre ella, sobre su alma, expresión bellísima de la Iglesia acabada en todas sus virtudes, lo que Dios quiere dar a cada corazón, a cada pueblo, a cada familia, como un torrente: La paz.
CRISTO TRAE LA PAZ
Y cuando Cristo vino a realizar esas profecías antiguas, resumió en esa palabra toda su redención. Hoy nos presenta el evangelio los primeros ensayos de evangelización del mundo. No es propiamente el grupo de los 12 apóstoles, que los prepara para ser la inspiración de todo el pueblo de Dios; es más bien un grupo de 72, en el cual yo veo, queridos hermanos, a ustedes los laicos, los bautizados, padres de familia, maestros de escuela, profesionales, estudiantes. Ustedes son los 72 que Cristo escoge y los envía con una misión semejante a la misión jerárquica: "Vayan al mundo y prediquen esto que es el resumen de mi redención: Paz a esta casa. Y si allí hay gente de buena voluntad, allí se quedará esa paz. Pero si hay soberbia, si hay orgullo, si hay rechazo de Dios, esa paz no se quedará allí, se irá con ustedes; y en un gesto de quien ha sufrido un rechazo, sacudan hasta sus sandalias frente a ellos, como para decirles: No fuisteis digno de este mensaje de Dios. Y la paz seguirá con ustedes y habrá gente que la acoja. Y siempre habrá gente que la rechaza también".
Y cuando San Pablo filosofa sobre esta paz, sobre este misterio de la redención de Cristo, sintetizado en esa breve palabra, paz, encuentra la fuente de donde deriva esa paz. Y él mismo se siente instrumento de esa paz que deriva de la cruz. "Soy un crucificado para el mundo. El mundo no me comprende. Yo tampoco quiero compaginar con el mundo, soy un crucificado para el mundo y el mundo es un crucificado para mí. Y llevo este tesoro de la paz en mi corazón, repartiéndolo a todo aquel que lo quiera recibir".
Esta es la Iglesia, hermanos. Personificada en San Pablo, puede decir ahora con mucha claridad a los católicos de la Arquidiócesis de San Salvador y a los que no quieren ser católicos porque voluntariamente han rechazado a Cristo y a su paz. Cada uno de los que siguen a esta Iglesia puede decir como San Pablo, hoy más que nunca: "Soy un crucificado para Cristo. Lejos de mí gloriarme en otra cosa que no sea la cruz de Cristo". Y les repito con inmensa alegría, que para mí, este es el momento glorioso de la Iglesia de San Salvador. Dichosos los que lo comprendan y lo vivan. No buscar sus glorias en los aparatos gloriosos del mundo. No buscar el poder y su fuerza en la fuerza del dinero o de las cosas de la tierra. Todas esas cosas son para mí crucificadas, no valen. Yo soy para ellas también un crucificado. Dichoso aquel que sepa desprenderse para constituirse en un verdadero instrumento de la paz.
El Concilio Vaticano II llega a decir esta hermosa frase, la problemática del mundo actual, que va reflexionando en ese sentido comunitario, y nunca como ahora el mundo había llegado a sentirse tan unido por lazos tan diversos; sin embargo, se encuentra frente a un problema insoluble, no puede crear un mundo lleno de paz. Y es que la palabra de Cristo permanece ahora y se siente como una feliz bienaventuranza: "Dichosos los artífices de la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios". Esta es la gran angustia de nuestro tiempo, y aquí estamos en El Salvador la estamos sintiendo: No hay paz. Y nos dio mucho gusto oír esta angustia en los labios del nuevo presidente, gritando paz para el pueblo, paz para la familia, paz para el propio corazón. Nos alegra que en el nuevo gobierno haya esa ansia de paz, pero nos preocupa, si no quiere seguir los verdaderos caminos para encontrar la paz. Y he aquí la Iglesia, dispuesta en diálogo con todos los hombres, principalmente con los que tienen en sus manos el poder político y el poder económico, para decirles qué es la paz y la gran capacidad de paz que ustedes tienen si quieran seguir la voz del evangelio.
QUE ES LA PAZ
Voy a abrir ante ustedes, hermanos -lo he estudiado esta semana para transmitírselo- dos preciosos pasajes de los famosos documentos que hoy iluminan el magisterio de la Iglesia. Hay un capítulo en el Vaticano II que trata de la paz y hay uno de los documentos de la reflexión de los obispos junto con el Papa en Medellín, que también hablan de la paz. De esos documentos que iluminan el magisterio actual de la Iglesia, quiero sacar el comentario más autorizado para las lecturas bíblicas de hoy, que precisamente quieren ser un mensaje de paz verdadera.
Dicen ambos documentos que la paz no es ausencia de guerra. Es una noción muy negativa. No podemos decir que hay paz, cuando no hay guerra. Actualmente no hay guerra en muchos países, en casi todo el mundo no hay guerra, y sin embargo, en ninguna parte hay verdadera paz. No basta, pues, que no haya guerra. Tampoco es paz el equilibrio de dos fuerzas adversas. Se amenazan Rusia y Estados Unidos, no es propiamente paz la que hay entre las dos grandes potencias. Lo que hay es miedo, miedo a quien es más poderoso. Eso no es paz. Dos muchachos, dos hombres que se amenazan a un pleito, todavía no hay pleito, pero tampoco hay paz. Hay miedo entre dos potencias. Y decía el Papa: "Nadie puede hablar de paz, con una pistola o un rifle en la mano; eso es miedo".
Tampoco hay paz, dice el Concilio, en la hegemonía despótica, queriendo someter a un pueblo, a un hombre. Es la paz de la muerte, la paz de la represión. Tampoco es paz. ¿Qué es pues, la paz? La paz, dice el Concilio, es la definición de Isaías, profeta, y que Pío XII lo hizo el lema de su precioso escudo: Opus justitae paz- la paz es el fruto de la justicia. Esto sí es paz. Paz solamente habrá cuando haya justicia. Y también nos gustó escuchar este concepto, en el mensaje presidencial. Cuando hay justicia, hay paz. Si no hay justicia, no hay paz. Paz es el producto del orden querido por Dios, pero que los hombres tienen que conquistar como un gran bien en medio de la sociedad: cuando no hay represiones, cuando no hay segregaciones, cuando todos los hombres pueden disfrutar sus derechos legítimos, cuando hay libertad, cuando no hay miedo, cuando no hay pueblos sofocados por las armas, cuando no hay calabozos donde gimen perdiendo su libertad tantos hijos de Dios, donde no hay torturas, donde no hay atropellos a los Derechos Humanos.
PAZ Y JUSTICIA
Por eso, se llena de esperanza la patria cuando el gobernante dice que no puede haber paz si no hay justicia. Pero, es necesario agregar obras a esas palabras. Es necesario que desaparezcan tantas situaciones injustas. En Medellín se describió la situación de Latinoamérica y se llegó a decir esta palabra que a muchos escandaliza: "En América Latina, hay una situación de injusticia. Hay una violencia institucionalizada". No son palabras marxistas, son palabras católicas, son palabras de evangelio. Porque dondequiera que hay una potencia que oprime a los débiles y no los deja vivir justamente sus derechos, su dignidad humana, allí hay situación de injusticia. Y dice Medellín esta frase lapidaria: "Si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, los pueblos que viven en subdesarrollo son una provocación continúa de violencia". Y si la violencia existe, muchas veces -dice el Papa- procede de una aflicción, de una angustia. No decimos que la legitime, pero que puede dar su explicación. Y es natural, hermanos, que a una violencia institucionalizada, que se institucionaliza y que se hace ya un modo de vivir y no se quiere ver las maneras de cambiar esa institución, no es extraño que haya brotes de violencia. No puede haber paz. Se está provocando contra la paz. Si de verdad hay deseo de paz y se conoce de verdad que la justicia es la raíz de la paz, todos aquellos que pueden cambiar esta situación de violencia están obligados a cambiar.
Hemos visto en la lista de los nuevos colaboradores del gobierno a muchos cristianos, hasta cursillistas de cristiandad. Esperamos que sepan escuchar la voz del evangelio, que les dice que esta situación de El Salvador es provocadora de violencia y están obligados, desde sus puestos de gobierno, a empujar esos cambios estructurales que necesita el país para crear un ambiente propicio a la paz. Porque, dice también Medellín, que todo aquel que puede hacer algo por hacer más justo el orden de Latinoamérica, peca contra la paz, si no hace lo que está a su alcance. Ahora esperaremos que ese pecado de omisión que acusamos al principio de la misa, toque la conciencia de muchos que pueden hacer mucho y no lo hacen, tal vez por estar granjeando su situación bondadosa, por el sueldo, por no caer mal en política, por no perder la gracia de los poderosos. Serían traidores a la Ley de Dios, serían pecadores de omisión, si, por temor a perder su vida en la tierra, no hacen lo que deben hacer para dar a sus paisanos, al pueblo, a la sociedad, al bien común, un respiro de paz sobre una justicia más equitativa.
Tampoco justificamos la violencia. La violencia, el mismo Concilio y Medellín dicen con el Papa, no es cristiana ni evangélica. El cristiano es pacífico y no se ruboriza de ello. No decimos, pacifistas, porque hay un movimiento de violencia que no procede del cristianismo. Gandhi y otros seguidores de la no violencia, que ya son un movimiento en el mundo, tienen sus orígenes en una filosofía que más bien es una huida de la lucha, un olvidarse de los derechos oprimidos del hombre. El cristiano sabe que puede luchar y su evangelio le invita a la defensa de la justicia; es valeroso. Pero, sabe que la violencia solamente engendra violencia y que solamente será, como la guerra, el último recurso, cuando ya se han agotado todos los recursos pacíficos. Pero mientras tanto, agota los medios de la paz, que son mucho más fecundos y productivos, porque no podemos ceder a la pasión del odio y del resentimiento unas resoluciones tan trascendentales para el orden de la paz. Es necesario, pues, que la pacificación, los hijos de la paz, los hijos de Dios, que trabajan este mundo mejor, se inspiren, no en la violencia, tampoco en la no-violencia no cristiana, sino en una paz que es fecunda, que exige el cumplimiento del derecho, que exige el respeto a la dignidad humana, que no se conforma nunca por no tener problemas con los que atropellan estos grandes derechos de la humanidad.
Y aquí puede contar el gobierno con grandes artífices de la paz, mientras deje a la Iglesia la libertad para predicar su evangelio, la libertad para predicar la promoción del hombre. Ninguna colaboradora más eficaz y poderosa podrá encontrar ningún gobierno del mundo que la Iglesia, proclamadora de la verdadera libertad, de la justicia y de la paz.
PAZ Y AMOR
El otro concepto que sacamos de los documentos, es éste: No basta la justicia, es necesario el amor. Siempre hemos predicado esto, hermanos. Me da gusto constatar que todas las personas que han seguido el pensamiento de esta hora de la Iglesia, jamás han oído una palabra de violencia de mis labios. La fuerza del cristiano es el amor, hemos dicho. Y repetimos: la fuerza de la Iglesia es el amor.
El amor, el que nos hace sentirnos hermanos a todos. El que en la segunda lectura de hoy, San Pablo proclama, inspirado en aquel que nos amó hasta la muerte, y que por eso nos arrastra al amor de sentirnos crucificados por Cristo y por nuestros hermanos. Mientras no lleguemos a esta fortaleza del amor, no podemos ser los verdaderos pacificadores. No puede ser artífice de la paz el que tiene el corazón resentido, violento, con odio. Tiene que saber amar, como Cristo, aún a los mismos que lo crucifican: "Perdónalos, Padre, no saben lo que hacen. Son idólatras de su dinero, de su poder. Si te conocieran, te amaran. Por eso, más que odio y resentimiento, me dan lástima esos pobres idólatras que no saben la fuerza de este amor que Tú me has dado. Dales amor, Señor, a ellos también". Cuánto bien harían los poderosos, cuando amaran de verdad y no fueran egoístas y envidiosos. Qué hermoso sería el mundo, hermanos, si todos desarrolláramos esta fuerza de amor.
LA PAZ DE LA GRACIA
Y aquí, el Concilio Vaticano II tuvo el cuidado de deslindar dos clases de paz; y es necesario que la tengamos muy en cuenta. Una paz que Cristo se reservó para los más íntimos, para aquellos que comprendieran la redención, que comprendieran que tenían que arrancarse del pecado; porque mientras haya pecado en un corazón, no puede haber la verdadera paz: la paz divina, aquella que Cristo nos reconcilió con el Padre muriendo en la cruz, llevando en su cuerpo los pecados de todos nosotros. Y para nosotros cristianos, católicos, ésta es el culmen de la paz: la paz en la gracia de Dios, la paz del que sale del pecado y no siente las pasiones más que para dormirlas, la paz de las almas santas. Esta paz que Cristo decía: "Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la del mundo".
LA PAZ DE HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
Y aquí distinguimos la otra paz, la paz que la Iglesia habla con el mundo, la paz que pueden tener también los no cristianos, la paz de los hombres de buena voluntad que cantamos en el gloria de la misa: "paz a los hombres de buena voluntad". Quiere decir esa otra paz, la paz que procede de un amor natural; la paz del hombre que, aún sin conocer a Dios, es capaz de descubrir esta fuerza íntima de solidarizarse con el que sufre, de llevar un poco de bienestar al desconsolado, de denunciar las injusticias ante las riquezas injustas. Esta es la paz que todos los hombres... Y aquí hago un llamamiento yo, aún a aquellos que no creen en esta fe que nos ha congregado en nuestra misa del domingo. Muchos estarán oyendo allá por radio, sin ser católicos sin que les importe la misa de cada día; hasta les estorba la oración piadosa de su esposa, de su mamá, de los seres piadosos que han encontrado la paz divina. Ellos todavía no la han encontrado, pero les quisiera decir, queridos amigos: aún sin creer en ese Cristo y en esa paz del alma, ¿no sienten ustedes la capacidad de perdonar? ¿No sienten ustedes la fuerza de decir no a ese rencor que llevan hace mucho tiempo en su corazón? Ustedes incrédulos, sin Cristo, ¿no sienten que no se necesita creer en Cristo, basta ser hombre, para sentirse solidario del pobrecito, del que no tiene, y sentir que hay injusticias ante las grandes desigualdades de nuestra sociedad? Entonces, apelamos también a ustedes. Ustedes también pueden ser llamados artífices de la paz.
Por eso, cuando enterrábamos al inolvidable Padre Alfonso Navarro, decíamos en la parroquia de Miramonte que hacíamos un llamamiento a sembrar la paz, no solamente a los católicos, que acribillados por la calumnia podemos haber perdido tal vez el crédito, pero que quedaban muchas fuerzas vivas en El Salvador: los protestantes, la Cruz Roja, los Boy Scouts, todas las instituciones benéficas, bondadosas, de tantos corazones buenos, aunque sean laicas, aunque sean ateas pero pueden hacer mucho bien por esta paz. Es el deseo del evangelio de hoy. Y he aquí que cuando Cristo dice que nos amemos unos a otros, no está diciendo que sea necesario ser cristiano. A mí me parece que esa frase de Cristo: "Amaos los unos a los otros", es como un punto de contacto entre la fe y los que no tienen fe. Porque aún sin tener fe, se es capaz de amar al hermano y de ser artífice de paz.
DIALOGO POR LA PAZ
Mi llamamiento de hoy, pues, brota del corazón del evangelio, del corazón de la Iglesia; pero sus brazos se tienden a aquellos que no tienen fe, para prestar al mundo una colaboración sincera, la colaboración por una paz verdadera.
Y este es el diálogo que la Iglesia ofrece. Si el nuevo mandatario nos pedía que le tuviéramos confianza y que lo iba a demostrar, he aquí la Iglesia a la espera de ese diálogo. La Iglesia nunca ha roto el diálogo con nadie. Otros son los que lo han roto; otros son los que la han maltratado. Le diríamos que hay muchas palabras que no salen de la boca, pero que deben salir de las obras, para mostrar la sinceridad en esta búsqueda de paz para nuestra patria. Por ejemplo, la Iglesia necesita que le devuelvan sus sacerdotes que le han quitado. Muchas familias necesitan que le devuelvan a sus seres queridos que no saben dónde están. Se necesitan muchas obras para ganar la confianza y de verdad buscar en todos, con sinceridad, la paz que necesita nuestra patria.
Necesitamos, hermanos, una gran confianza mutua y esto es justicia. Y si no hay esto, El Salvador seguirá ansiando la paz que canta en su himno nacional, pero que no la ha sabido conservar. Nuestro Señor, pues, que hoy nos da este augurio de paz, señalándonos los caminos por medio de su Iglesia, nos dice que seamos todos artífices de la paz.
ARTIFICE DE LA PAZ
Y voy a terminar con aquella constatación de Cristo al principiar el evangelio de hoy: "Rogad al Señor de la mies para que envíe obreros a su mies, porque la mies es mucha y los obreros son pocos". El gran problema de la paz es inmenso y necesita muchos artífices de la paz: sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos situados en todas las situaciones de la política y de la economía, todos son llamados ahora. La mies es inmensa, El Salvador tiene un vigor, una exhuberancia maravillosa. Qué maravilloso pueblo sería El Salvador, si cultiváramos a los salvadoreños en un ambiente de paz, de justicia, de amor, de libertad. Cultivemos, hermanos, al menos cada uno, en la medida de sus alcances, procure hacerse artífice de la paz. Y Jesucristo describe en el evangelio, y San Pablo en su epístola de hoy, las condiciones del hombre que quiere ser artífice de la paz. Sería bueno que repasáramos esa página del evangelio donde Cristo nos predica como condición indispensable la pobreza de espíritu, el desprendimiento. "No llevéis alforja ni doble túnica; id como peregrinos". Esta es la gran aventura del hombre de hoy. Todo hombre que se quiere instalar cómodamente, y no quiere arriesgarse en la pobreza y no quiere desprenderse de sus situaciones bonancibles, por lo menos de corazón, no quiere prestar la colaboración a Dios.
Pero, no basta esa pobreza exterior. También quiero decir a los que predican la pobreza o una Iglesia de los pobres únicamente por demagogia, sin corazón, únicamente por alardes: eso no sirve tampoco. La pobreza que nos predica hoy el evangelio es la de San Pablo: "Yo soy para el mundo un crucificado". Es decir, una pobreza que arranca del amor a Jesucristo. Una pobreza que al mirar a Cristo desnudo en la cruz le dice: "Señor, te seguiré a donde quiera que vayas, por los caminos de la pobreza, no por demagogia sino porque te quiero, porque quiero ser santo a partir de mi propia santidad". Esta pobreza que me hace sentir las riquezas del mundo como crucificadas para mí y yo ser un crucificado para todos los criterios del mundo, esta es la verdadera pobreza. Bienaventurados los pobres de corazón, los que tienen el corazón necesitado de Dios, los que en la cruz y el sacrificio, encuentra la alegría de la vida, los que han aprendido en el crucificado el verdadero secreto de la paz, que consiste en amar a Dios hasta el exceso de dejarse matar por él, y amar al prójimo, hasta quedar crucificado por los prójimos. Este es el amor de los redentores modernos, el de Cristo, el de siempre. Sólo éstos serán verdaderos artífices de la paz, de los que dijo Cristo en el sermón de las bienaventuranzas: "Bienaventurados los que van sembrando la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios".
Prometámosle al Señor, mientras vamos a proclamar nuestra fe en él.
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