Por Angel Moreno
El domingo pasado, la Palabra nos invitaba a ser buenos samaritanos. Hoy, las lecturas nos presentan dos ejemplos emblemáticos de hospitalidad, que tienen lugar uno, en Mambré y otro, en Betania.
Abraham es propuesto como prototipo de acogida. Anciano, a la hora de mayor calor, al ver pasar por su puerta a unos peregrinos, se postra ante ellos, los invita a comer, les ofrece lo mejor que tiene. Marta y María, las hermanas de Lázaro, protagonizan la escena íntima ante el huésped y amigo, Jesús.
En ambos casos el privilegio es haber podido hospedar a Dios. En la Carta a los Hebreos, se nos advierte: “No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles”. San Benito, en su Regla, ordena recibir al huésped como a Cristo en persona. Quienes han practicado la hospitalidad han sido bendecidos muy copiosamente, como sucedió en el caso de Abraham. “Cuando vuelva a ti, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo”. Uno de los gestos magnánimos más conocidos es el que se refiere a San Martín de Tours (316-397). A la entrada de la ciudad de Amiens (Francia), se encontró con un mendigo. Movido a compasión, rasgó la capa que llevaba y la compartió con el pobre desconocido. La tradición cuenta que aquél mismo día, por la noche, Martín vio en sueños a Jesucristo vestido con el mismo trozo de tela que él había dado al mendigo.
El salmista nos canta cómo es posible hospedarse en la casa de Dios, precisamente por haber sido generoso con nuestro prójimo. “El que procede honradamente y practica la justicia. El que no hace mal a su prójimo. El que no presta dinero a usura. El que así obra nunca fallará”, y podrá hospedarse en la tienda del Señor.
En la actualidad, vivimos unas circunstancias muy especiales, en las que, como Abraham, deberemos estar muy atentos, para reaccionar con prontitud y generosidad al paso de personas que puedan ser verdaderos sacramentos de Jesucristo. El Maestro ha elevado al mayor grado la hospitalidad que demos a su presencia, a su Palabra, como María de Betania, que sentada a los pies del Señor, acertó a escoger la mejor parte.
La hospitalidad se sigue viviendo como testimonio cristiano. Algunos han sido capaces de entregar la vida por ella, y de permanecer, sin ruido, junto a los más necesitados. Conozco a la Congregación de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, que llegan a hacer voto a precio de dar su vida, si fuera necesario, por servicio a los más pobres y necesitados.
Esta visión de la realidad social nos la ha revelado el mismo Jesucristo, “misterio escondido desde siglos y generaciones y que ahora se ha revelado a sus santos”. Tenemos la oportunidad de prolongar la actitud del Patriarca y la que tuvieron Marta y María con Jesús, siempre que acojamos a quien de muchas formas llama a nuestra puerta, tantas veces en figura de otro.
Abraham es propuesto como prototipo de acogida. Anciano, a la hora de mayor calor, al ver pasar por su puerta a unos peregrinos, se postra ante ellos, los invita a comer, les ofrece lo mejor que tiene. Marta y María, las hermanas de Lázaro, protagonizan la escena íntima ante el huésped y amigo, Jesús.
En ambos casos el privilegio es haber podido hospedar a Dios. En la Carta a los Hebreos, se nos advierte: “No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles”. San Benito, en su Regla, ordena recibir al huésped como a Cristo en persona. Quienes han practicado la hospitalidad han sido bendecidos muy copiosamente, como sucedió en el caso de Abraham. “Cuando vuelva a ti, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo”. Uno de los gestos magnánimos más conocidos es el que se refiere a San Martín de Tours (316-397). A la entrada de la ciudad de Amiens (Francia), se encontró con un mendigo. Movido a compasión, rasgó la capa que llevaba y la compartió con el pobre desconocido. La tradición cuenta que aquél mismo día, por la noche, Martín vio en sueños a Jesucristo vestido con el mismo trozo de tela que él había dado al mendigo.
El salmista nos canta cómo es posible hospedarse en la casa de Dios, precisamente por haber sido generoso con nuestro prójimo. “El que procede honradamente y practica la justicia. El que no hace mal a su prójimo. El que no presta dinero a usura. El que así obra nunca fallará”, y podrá hospedarse en la tienda del Señor.
En la actualidad, vivimos unas circunstancias muy especiales, en las que, como Abraham, deberemos estar muy atentos, para reaccionar con prontitud y generosidad al paso de personas que puedan ser verdaderos sacramentos de Jesucristo. El Maestro ha elevado al mayor grado la hospitalidad que demos a su presencia, a su Palabra, como María de Betania, que sentada a los pies del Señor, acertó a escoger la mejor parte.
La hospitalidad se sigue viviendo como testimonio cristiano. Algunos han sido capaces de entregar la vida por ella, y de permanecer, sin ruido, junto a los más necesitados. Conozco a la Congregación de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, que llegan a hacer voto a precio de dar su vida, si fuera necesario, por servicio a los más pobres y necesitados.
Esta visión de la realidad social nos la ha revelado el mismo Jesucristo, “misterio escondido desde siglos y generaciones y que ahora se ha revelado a sus santos”. Tenemos la oportunidad de prolongar la actitud del Patriarca y la que tuvieron Marta y María con Jesús, siempre que acojamos a quien de muchas formas llama a nuestra puerta, tantas veces en figura de otro.
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