Publicado por Entra y Verás
El seguimiento de Jesús tiene más de vida ordinaria que de extraordinario, se asienta en el día a día más que en acontecimientos puntuales. No podemos depender de una circunstancia para relacionarnos con Dios hemos de establecer una relación estable y habitual.
En cualquier prueba deportiva de larga distancia lo importante para llegar a la meta, amén de gozar de una buena condición física y estar convencido de poder alcanzar el objetivo, es mantener un ritmo constante que permita dosificar la energía sin quedar exhaustos a la primera de cambio.
No es ni mucho menos la intención del que escribe estas líneas meterse en camisas de once varas, hablar de lo que no sabe, o decir lo que todo el mundo sabe con palabras que nadie entiende, deporte, este último, en el que un buen sector del clero está abonado a la medalla de oro.
Me parece que el evangelio de este domingo, plagado de parábolas, nos invita a vivir nuestra vida cristiana en y desde la normalidad y el sentido común, sin miedos. Una vez más esto puede sonar a sentencia de Perogrullo fruto de un golpe de calor, pero no es así. Ser un cristiano normal es vivir libre y vigilante, que no vigilado, con los ojos abiertos y el corazón expectante. Ser un cristiano normal supone cultivar cada día la relación con Dios, dedicándole aunque no sean más que un par de minutejos para darle gracias y pedir perdón por las veces en que metemos la pata. Ser un cristiano normal supone estar dispuesto a superar cualquier imprevisto, pues se sabe acompañado siempre por ese Dios en quien ha puesto su confianza. Ser un cristiano normal supone actuar con diligencia en la misión que cada cual tenemos encomendada: en primer lugar en la familia, la comunidad religiosa…, y después en la sociedad, ya sean los estudios, el trabajo… Ser un cristiano normal supone ayudar a quien nos necesita, siendo más generosos con el reloj que con la cartera. Ser un cristiano normal supone, por último, celebrar cada domingo la fe en compañía de otros muchos para tomar energías y no desfallecer. Hablar de normalidad es pues sinónimo de tener una fe madura.
Pero, si este evangelio no lo vemos en clave de normalidad podemos confundir el seguimiento de Jesús y la vida cristiana con una brigada del 112 (servicio de emergencias en España) que tiene que estar alerta aunque duerma, rosario en mano, entre “emergencia” y “emergencia”, pues sus temporadas altas son especialmente la Cuaresma y el Adviento que se han empeñado en convertirlo en “penitente”; o lo que es peor, con un ejército de mojigatos inmaduros, incapaces de pestañear sin pedir permiso al confesor, director o catequista de turno, abonados a la barra de equilibrios entre lo que es pecado y lo que conduce a él, empachados de comuniones indulgentes, incapaces de echarse confiadamente en los brazos de este Dios que nos conoce como somos y que no está, como ellos piensan, echando su aliento sobre nuestros cogotes.
Lo diré una vez más, por si acaso: ser cristiano es ser normal, ordenando nuestra vida conforme al evangelio. Esto nos permite estar siempre preparados, en forma, cada uno desde nuestra propia condición y circunstancia. Vigilar y velar es poner todo lo que hay de bueno en nosotros para percibir los signos de la presencia de Dios a nuestro lado. Lógicamente esto es posible solamente si nos vamos entrenando cada día y no a base de atracones de última hora cuando la necesidad es inminente, o de maratones espirituales en salsa de fervorín que dejan el corazón caliente y los pies fríos.
Más que amenazados por la secularización, la normalidad y la madurez se hacen más necesarias que las ostentaciones públicas, los abonos al “no”, los distintivos y las ganas de llamar la atención. Al evangelio no se accede hipnotizado por lo extravagante, o “colocado” por el incienso, sino convencido por lo normal y sobre todo por lo coherente. Esos son los que aguantan hasta el final, el resto difícilmente aguanta el ritmo de un seguimiento libre, sin vigilancias ni amenazas.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
En cualquier prueba deportiva de larga distancia lo importante para llegar a la meta, amén de gozar de una buena condición física y estar convencido de poder alcanzar el objetivo, es mantener un ritmo constante que permita dosificar la energía sin quedar exhaustos a la primera de cambio.
No es ni mucho menos la intención del que escribe estas líneas meterse en camisas de once varas, hablar de lo que no sabe, o decir lo que todo el mundo sabe con palabras que nadie entiende, deporte, este último, en el que un buen sector del clero está abonado a la medalla de oro.
Me parece que el evangelio de este domingo, plagado de parábolas, nos invita a vivir nuestra vida cristiana en y desde la normalidad y el sentido común, sin miedos. Una vez más esto puede sonar a sentencia de Perogrullo fruto de un golpe de calor, pero no es así. Ser un cristiano normal es vivir libre y vigilante, que no vigilado, con los ojos abiertos y el corazón expectante. Ser un cristiano normal supone cultivar cada día la relación con Dios, dedicándole aunque no sean más que un par de minutejos para darle gracias y pedir perdón por las veces en que metemos la pata. Ser un cristiano normal supone estar dispuesto a superar cualquier imprevisto, pues se sabe acompañado siempre por ese Dios en quien ha puesto su confianza. Ser un cristiano normal supone actuar con diligencia en la misión que cada cual tenemos encomendada: en primer lugar en la familia, la comunidad religiosa…, y después en la sociedad, ya sean los estudios, el trabajo… Ser un cristiano normal supone ayudar a quien nos necesita, siendo más generosos con el reloj que con la cartera. Ser un cristiano normal supone, por último, celebrar cada domingo la fe en compañía de otros muchos para tomar energías y no desfallecer. Hablar de normalidad es pues sinónimo de tener una fe madura.
Pero, si este evangelio no lo vemos en clave de normalidad podemos confundir el seguimiento de Jesús y la vida cristiana con una brigada del 112 (servicio de emergencias en España) que tiene que estar alerta aunque duerma, rosario en mano, entre “emergencia” y “emergencia”, pues sus temporadas altas son especialmente la Cuaresma y el Adviento que se han empeñado en convertirlo en “penitente”; o lo que es peor, con un ejército de mojigatos inmaduros, incapaces de pestañear sin pedir permiso al confesor, director o catequista de turno, abonados a la barra de equilibrios entre lo que es pecado y lo que conduce a él, empachados de comuniones indulgentes, incapaces de echarse confiadamente en los brazos de este Dios que nos conoce como somos y que no está, como ellos piensan, echando su aliento sobre nuestros cogotes.
Lo diré una vez más, por si acaso: ser cristiano es ser normal, ordenando nuestra vida conforme al evangelio. Esto nos permite estar siempre preparados, en forma, cada uno desde nuestra propia condición y circunstancia. Vigilar y velar es poner todo lo que hay de bueno en nosotros para percibir los signos de la presencia de Dios a nuestro lado. Lógicamente esto es posible solamente si nos vamos entrenando cada día y no a base de atracones de última hora cuando la necesidad es inminente, o de maratones espirituales en salsa de fervorín que dejan el corazón caliente y los pies fríos.
Más que amenazados por la secularización, la normalidad y la madurez se hacen más necesarias que las ostentaciones públicas, los abonos al “no”, los distintivos y las ganas de llamar la atención. Al evangelio no se accede hipnotizado por lo extravagante, o “colocado” por el incienso, sino convencido por lo normal y sobre todo por lo coherente. Esos son los que aguantan hasta el final, el resto difícilmente aguanta el ritmo de un seguimiento libre, sin vigilancias ni amenazas.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
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