Una de las características de la cultura contemporánea es el cuidado del cuerpo. Bajo esta noble premisa cabalga una doble cultura, la de aquellos que piensan que se puede abusar del cascarón que le da cobertura a la existencia, y la de aquellos otros que sobredimensionan la importancia del cuerpo o de alguno de sus aspectos, convirtiéndose en esclavos de la figura, la moda, el sexo o el placer.
Francisco de Quevedo, con la fina ironía que lo caracterizó escribió: “has de tratar el cuerpo, no como quien vive con él, que es necedad, ni como quien vive por él, que es delito, sino como quien no puede vivir sin él”. Cuidarse para vivir es una necesidad. Hay una correlación entre salud y personalidad, y entre los aspectos psicológicos y sociales del comportamiento del individuo. Somos responsables de nuestra salud y nuestro actuar influye decisivamente a la hora de mantenerla o perderla. Sentirse bien con el propio cuerpo es un requisito ara un rendimiento óptimo.
La imagen corporal es la tarjeta de presentación de la conducta hacia nuestro propio cuerpo, hacia las demás personas y hacia el mundo en general. Nuestra imagen corporal es subjetiva pero recibe una fuerte influencia social, a través del entorno y sobre todo a través de los medios que dictan los estándares ideales del porte físico.
El contexto cultural impone una dictadura de la imagen. Se sacrifican muchas cosas para ser y aparentar lo que exigen los cánones sociales. A la vista están, por ejemplo, los estereotipos de los concursos de belleza. Es difícil descubrir el umbral de lo auténtico y de lo impuesto, de lo real y de lo fingido.
La frontera se desdibuja cuando vivimos para cuidarnos. La insatisfacción corporal y la excesiva preocupación por el cuerpo perjudican la salud física, anímica y espiritual. Cuidarse es necesario para vivir la vida con calidad y al máximo de sus potencialidades. Hace falta lucidez para recordar que las personas somos mucho más que la apariencia.
La condición corporal es para el cristianismo buena y digna de honra, porque es perfectible. La condición espiritual del cuerpo pone de manifiesto la superioridad del ser humano respecto de todo cuanto existe por su interioridad. Ella es la que nos permite amar de verdad y abrirnos a la trascendencia de Dios. Somos su imagen y semejanza.
Francisco de Quevedo, con la fina ironía que lo caracterizó escribió: “has de tratar el cuerpo, no como quien vive con él, que es necedad, ni como quien vive por él, que es delito, sino como quien no puede vivir sin él”. Cuidarse para vivir es una necesidad. Hay una correlación entre salud y personalidad, y entre los aspectos psicológicos y sociales del comportamiento del individuo. Somos responsables de nuestra salud y nuestro actuar influye decisivamente a la hora de mantenerla o perderla. Sentirse bien con el propio cuerpo es un requisito ara un rendimiento óptimo.
La imagen corporal es la tarjeta de presentación de la conducta hacia nuestro propio cuerpo, hacia las demás personas y hacia el mundo en general. Nuestra imagen corporal es subjetiva pero recibe una fuerte influencia social, a través del entorno y sobre todo a través de los medios que dictan los estándares ideales del porte físico.
El contexto cultural impone una dictadura de la imagen. Se sacrifican muchas cosas para ser y aparentar lo que exigen los cánones sociales. A la vista están, por ejemplo, los estereotipos de los concursos de belleza. Es difícil descubrir el umbral de lo auténtico y de lo impuesto, de lo real y de lo fingido.
La frontera se desdibuja cuando vivimos para cuidarnos. La insatisfacción corporal y la excesiva preocupación por el cuerpo perjudican la salud física, anímica y espiritual. Cuidarse es necesario para vivir la vida con calidad y al máximo de sus potencialidades. Hace falta lucidez para recordar que las personas somos mucho más que la apariencia.
La condición corporal es para el cristianismo buena y digna de honra, porque es perfectible. La condición espiritual del cuerpo pone de manifiesto la superioridad del ser humano respecto de todo cuanto existe por su interioridad. Ella es la que nos permite amar de verdad y abrirnos a la trascendencia de Dios. Somos su imagen y semejanza.
Por Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo
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