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jueves, 5 de agosto de 2010

LA CONCIENCIA DE JESÚS



¿Qué conciencia tenía Jesús acerca de sí? Es decir, ¿quién pensaba que era? ¿Pensaba que era un profeta? ¿O el Hijo de Dios? ¿O el Mesías? ¿O el Hijo del hombre? ¿Qué pensaba Jesús de sí mismo, de su relación con Dios, de la misión encomendada por Dios?

¿Pero acaso nos importa conocer la conciencia de Jesús? ¿Y a quién no le interesa saber acerca de alguien que nos quiere y a quien queremos? ¿Cómo no le va a interesar al discípulo saber de qué manera se situaba Jesús en relación con Dios y con la historia humana? Y no ciertamente por “saberlo”, sino para seguirle. Para aprender a vivir como él.

Y lo fundamental para ello no es saber con seguridad lo que Jesús dijo acerca de sí, sino más bien conocer qué y cómo enseñó acerca del reino/reinado de Dios, cómo se comportó con los pecadores, qué actitud adoptó frente a las autoridades... La “conciencia” que Jesús tenía de sí se manifiesta sobre todo en su “carisma” personal.


¿Creía Jesús que era “hijo de Dios”?

Esta pregunta está llena de ambigüedades y equívocos: ¿Qué significa el término “creía”? Y, sobre todo, qué significa la expresión “hijo de Dios”? Es imposible responder correctamente si no se esclarecen los términos de la pregunta. Tanto el sí como el no pueden ser correctos y ambos pueden ser falsos.

¿Qué significa, pues, la expresión “hijo de Dios”? En el lenguaje bíblico es muy habitual la locución hijo de, para significar una relación especial o un parecido o una semejanza de cualidades:
hijo del hombre significa “ser humano”,
hijo de Abrahán significa “alguien que posee la fe de Abrahán”,
hijo de la boda significa “invitado a una boda”,
hijo del reino significa “miembro del reino”,
hijo de la paz significa pacífico, pacificador,
hijo de la luz significa “persona luminosa”,
hijo de la tiniebla significa “persona tenebrosa”,
hijo de la verdad o del error significa “amante de la verdad” o “del error”...

La misma expresión hijo de Dios era también muy conocida y empleada entre los judíos:

1) Así se les llamaba a los ángeles (tanto buenos como malos):
“Los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas y tomaron para sí como mujeres las que más les gustaron” (Gn 6,2)

2) Así se le llama a Israel:
“Así dice el Señor: Israel es mi hijo, mi primogénito” (Ex 4,22); “Sois hijos del Señor vuestro Dios” (Dt 14,1);

3) Así se le denomina al rey:
“Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Sal 2,7)

Algunos textos aplicaban este texto al Mesías, de modo que en algunos libros “hijo de Dios” se convirtió en nombre del Mesías; también en el Nuevo Testamento, “hijo de Dios” y “Mesías” son equivalentes la mayoría de las veces.

4) También a los justos se les llama en el Antiguo Testamento hijos de Dios:
“Así serás como un hijo del Altísimo, y él te amará más que tu propia madre” (Si 4,10).

5) En Qumrán se llamaba hijos de Dios a los miembros de la comunidad, y esperaban que al final de los tiempos todos los israelitas serían “hijos de Dios”.

¿Qué significa, pues, la expresión “hijo de Dios”? El pensamiento bíblico y judío no hace en general afirmaciones de tipo “ontológico” o “metafísico”, sino afirmaciones de tipo existencial e histórico.

Así, con la expresión “hijo de Dios” no se refieren a la naturaleza o esencia metafísica. Se refieren más bien a la cercanía existencial y a la relación dinámica con Dios, o a la vocación y a la misión recibidas de Dios.

“Hijo de Dios” es aquella persona que Dios ha elegido, que cumple con fidelidad la voluntad y el encargo de Dios, que vive especialmente cerca de Dios, que pone toda su confianza en Dios...

La “divinidad” de un ser humano -habría que hablar en realidad de todos los seres- no es una esencia metafísica y estática separada del mundo, de la historia, de la humanidad, sino que es más bien la energía (Espíritu) dinámica y transformadora que se halla en el corazón mismo del mundo y de la historia.

Dios es el corazón y la “naturaleza” de todo ser, la presencia y la fuerza viva oculta que empuja a todos los seres a la plenitud de su ser. Y aquellos que viven “cerca” de Dios y se empeñan en realizar su voluntad liberadora aparecen como “divinos” en su manera de ser, revelan la “divinidad” en su manera de vivir, de hablar, de actuar: son “hijos e hijas de Dios” en verdad, y no es tan importante -ni en realidad es posible- distinguir con precisión el nivel histórico y el nivel metafísico.

Volvemos a hacernos la pregunta: ¿creía Jesús que era “hijo de Dios”? La perspectiva de Jesús no era ontológica y metafísica, sino existencial e histórica. Jesús no tenía conciencia de su “divinidad metafísica”, no era consciente de que él era “de la misma sustancia, naturaleza o esencia de Dios”, como dirá el dogma del concilio de Nicea en el año 325 d.C. Jesús no era consciente de ser “la segunda persona de la Santísima Trinidad” hecha hombre.

Ahora bien, al igual que toda la existencia histórica de Jesús, también su conciencia estaba sumergida en Dios, ligada a Dios. Llama a Dios abbá, “padre mío” y la voluntad de Dios era su voluntad.

Jesús no se consideraba “Dios”, pero en lo más íntimo de sus entrañas, en el fondo y en la cima de su conciencia, percibía y tenía esta certeza vital fundamental: que era hijo de Dios, que Dios era su padre, la fuente y la meta cálida de todo su ser, el cimiento y el abrigo de toda su esperanza, el dinamismo de todas sus palabras y acciones, el descanso de todas sus penas y trabajos.

Y esa conciencia no la tuvo desde el principio y de golpe, sino que fue desarrollándola, madurándola, ahondándola y percibiéndola a través de un proceso humano histórico, a través de un proceso psicológico y sociológico:

Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres (Lc 2,52).

Y ésa es, justamente, la verdad más “ontológica” de Jesús, así como el soporte “metafísico” último de su conciencia... Y ¿tu verdad y mi verdad última? También.

¿Jesús se consideraba como hijo de Dios en exclusiva? No. Dios es el padre/madre de todos sus discípulos, y todos los discípulos son hijos e hijas de Dios. Son hijos e hijas de Dios…
los pacíficos (Mt 5,9),
los que aman a su enemigo (Mt 5,44-45),
todos los que cumplen la voluntad de Dios (Mc 3,34-35)...

Jesús enseñó a todos a orar diciendo el Padrenuestro (Mt 6,9-13; Lc 11,2-4).

Por eso dirá Pablo:
Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios (Rm 8,14); La prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama “Abbá”, es decir, “Padre” (Gal 4,6).

Y Juan dirá:
Considerad qué amor tan grande nos ha demostrado el Padre. Somos llamados hijos de Dios, y así es en verdad (1 Jn 3,1).

Ni Pablo ni Juan se plantearon cuestiones metafísicas acerca de la filiación divina de Jesús y acerca de la nuestra.

Es verdad que, en los evangelios, Jesús dice a menudo “vuestro Padre” (Mt 5,45.48; 6,1.32...), y “mi Padre” (Mt 11,27; Lc 22,29; 24,49...), como distinguiéndose a sí mismo de sus discípulos. Seguramente, Jesús tenía una conciencia muy honda y especial de su filiación, pero no necesariamente una conciencia de “filiación especial” y exclusiva.

La distinción entre la filiación “ontológica” de Jesús y nuestra filiación “adoptiva” es legítima y puede ser necesaria en alguna medida, pero Jesús no se ocupó de esa distinción, ni le hubiese importado. Su conciencia de filiación no le aleja de nadie, sino que lo acerca a todos; no quita a nadie lugar en el corazón de Dios, sino que abre un lugar para todos.

La filiación de Jesús es para todos nosotros, don, vocación, promesa. Eso es lo primero para Jesús, también para nosotros, y todas las otras distinciones y reflexiones, aunque puedan ser necesarias, son secundarias.

José Arregi




Para orar


TÚ TE HAS HECHO TODO POR MÍ

“¡Oh Tú, Soberano misericordioso y paciente!
¡Oh maravilla, oh amor por nosotros y compasión tuya,
Dios amigo de los hombres!
Tú mismo te has hecho todo por mí.

Primero percibí en mí un calor divino,
después un pequeño y brillante resplandor,
después un soplo divino proveniente de sus palabras,
después un fuego que alumbra desde el corazón
y hace fluir mediante lágrimas corrientes perpetuas,
después un rayo sutil en mi mente
que la cruza más veloz que el relámpago.

Seguidamente se me apareció cual luz en la noche
y cual nube pequeña y resplandeciente apostada sobre mi cabeza.
A continuación se fue volando y al poco lo vi en el cielo.
Al punto, a ese al que yo creía en el cielo le vi dentro de mí,
mi Creador y Soberano, Cristo.

Sin embargo, todavía no reconocía, Maestro,
que tú eras el que me había modelado del barro.
Todavía no reconocí que tú eres mi Dios, mi orgullo y mi Señor.
Pues todavía no me había estimado
digno de escuchar tu voz para reconocerte.

Y yo te veía así, como mi Dios, pero sin saber ni haber creído que Dios
-en tanto que es posible verlo- se deja ver por uno,
y sin advertir que es Dios o la gloria de Dios lo que,
ora de una forma, ora de otra, se me muestra

Simeón, el nuevo teólogo

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