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sábado, 23 de abril de 2011

Domingo de Resurrección (Jn 20,1-9) - Ciclo A: RADIANTE AMANECER



Lo que para el filósofo francés, Gabriel Marcel, era un deseo: “amar a alguien es decirle: tú no morirás para mí”, Jesús, desde el sepulcro vacío, lo convirtió en realidad. Él resucitó, nosotros resucitaremos. La muerte se convierte en un paso a la vida. La pena es que todo esto no se puede demostrar, pues si se pudiera, ya no sería fe. Estaríamos ante la noticia más grande, más hermosa del mundo y para publicarla no bastaría reservar la primera página del periódico con las cinco columnas. La resurrección entraña la respuesta más contundente a las intuiciones, cargadas de esperanza, del sabio Teilhard de Chardin y a la ansiedad de Unamuno, que gritaba: “No quiero morirme, no, no, no quiero, ni puedo quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo, que soy y me siento ser ahora y aquí”.

En el pregón pascual de la Vigilia de anoche se nos proclamaba:

“Se acabaron la muerte y el pecado y el dolor y el sufrimiento:

esta es la gran noche de nuestra liberación.

Esta es la noche que disipa las tinieblas

de la muerte y de la duda

y amanece radiante la luz de un nuevo amanecer.

Este es el día en que actuó el Señor,

en que acabó con el pecado y la muerte y el miedo,

y nos hizo renacer para la vida, la felicidad y el amor”.

¡Maravilloso! Si fuéramos capaces de sentir y de vivir esto. Como el apóstol Juan, que “vio y creyó”. Para ello, como le sucedió a María Magdalena y a los apóstoles, Pedro y Juan, es preciso que el ángel del cielo nos quite la piedra, la losa del sepulcro. Esas losas, las de la muerte, las del miedo, las de la duda, que nos aplastan.

Comentaba una directora de cine polaca que “hoy todos tienen miedo de algo, del paro, del futuro, de la inseguridad ciudadana y en consecuencia nadie quiere arriesgar, nadie se interesa por un horizonte algo más lejano”. Esto sucede porque el mundo corre demasiado a prisa y nos sentimos desbordados, rebasados por tantas situaciones nuevas, que se nos presentan, y para las cuales carecemos de respuestas eficaces. Por eso no podemos pasar por alto las palabras que resonaron en aquel ambiente de nerviosismo que vivió el grupo de seguidores de Jesús en la mañana de la resurrección: “¡No temáis!”

Anoche, el cirio que se enciende en la Vigilia –símbolo de la resurrección de Cristo- y de cuya llama los asistentes iban encendiendo sus pequeñas velas pasando la luz a los demás, es una metáfora de cómo puede eliminarse la obscuridad. La bendición del agua, alusión a nuestro bautismo, nos recuerda que el agua es símbolo de la vida. La fiesta de hoy nos trae a la memoria que somos barro atravesado por el Espíritu de Dios. Por eso, la invitación de San Pablo: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”.

Hoy es cuando nos tenemos que felicitar y saludarnos con un sonoro ¡Felices Pascuas!

Hoy es el día en que tenemos que felicitar a Jesús por su victoria e indirectamente a nosotros.

Hoy es el día en que tenemos que felicitar a la mujer por el papel tan admirable que desempeñó en los acontecimientos que se sucedieron durante la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

Hoy es el día en que tenemos que escuchar el anuncio del ángel: ”¡No temáis!. No busquéis entre los muertos al que vive”.

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